Films
En el Nombre del Padre
Iluminación íntimia
Furia salvaje
Kill
El triple eco
El último malón

Crisis de las instituciones
En el Nombre del Padre
(Nel nome del Padre; Italia, 1971). Dir.: Marco Bellocchio.
Íntimamente conducido por el carácter del asunto, el lenguaje de Marco Bellocchio alcanza un plano de apertura al explorar una zona distinta de las transitadas por el talentoso realizador. Tomando el referente al pie de la letra, podría suponerse que En el nombre del Padre propone un acercamiento crítico a la educación religiosa y a sus implicancias. Pero es sólo un punto de partida, desde el que Bellocchio formula, alegóricamente (un poco al modo de If), un serio cuestionamiento de las instituciones, tanto en sus bases como en su vidriosa pervivencia. De ahí que el film pueda resultar oscuro si se lo separa del contexto específico, esto es, el ámbito político y social italiano actual.
La acción comienza cuando llega un nuevo alumno al colegio; se trata de Angelo Transeunti (Yves Beneyton), un joven inteligente y dueño de la inocultable suficiencia que le otorgan sus ventajosas dotes físicas e intelectuales. La grotesca escena inicial, en los pasillos del establecimiento, en que el joven responde a las bofetadas de su padre con una enorme carga de agresividad y soberbia, revela la crisis de la primera institución cuestionada: la familia burguesa.
Paulatinamente, Transeunti se impone a sus compañeros, ya fuere por la seguridad de sus desafíos, como por el liderazgo que naturalmente ejerce sobre los más débiles. Pero pronto sobreviene un análisis de las condiciones imperantes en el colegio; si no bastara la insignia que lo identifica (un águila con las alas bajas, enmarcada por una especie de cruz cuyas prolongaciones evocan sugestivamente las de las cruces gamadas), las observaciones de Angelo a los métodos pedagógicos utilizados puntualizan la perspectiva del autor. En este sentido, los diálogos entre 1 estudiante y el cura asesor son bastante contundentes: Angelo representa la rebelión crítica sin orientación clara, mientras que el religioso encarna al sector sano pero inoperante de las estructuras políticas italianas del presente.
A partir de aquí el planteo de Bellocchio se complica y su altivo héroe se muestra como una salida poco edificante (peligrosamente filo fascista) de las crisis institucionales. La conmoción en la escuela estalla cuando se resquebraja la estabilidad de la infraestructura (una revuelta del personal de maestranza, encabezada por el mozo Salvatore —Lou Castel—), pero no se vislumbra en qué desembocará, ya que la supraestructura (los alumnos) afrontan diferencias internas. Bellochio —un ex P.C.— se interna por una senda ideológica cada vez más frondosa, donde se hace difícil extraer una línea clara de su pensamiento. Sin embargo, en el plano de la realización se sumerge en un clima expresionista colmado de sugerencias, que se revela en su mayor audacia en la escena de la función de fin de curso (con alusiones fáusticas y anticlericales) y en la extraña profanación del ataúd del padre Mathematicus. n. t.

 

La mitad de una comedia
Iluminación íntimia
(Intimni Osvetlen¡, Checoslovaquia, 1965). Dir.: Ivan Passer.
Pedro y su novia llegan a la pequeña aldea checa para pasar unos días en casa de una familia, con motivo de un concierto. Allí Pedro será solista (toca el cello) y allí tiene oportunidad de reanudar su amistad con el antiguo camarada Bambas, que toca la viola, a veces la trompeta, y que vive ya acomodado con su familia en el clima provinciano. Diez años han pasado desde que ambos hombres fueran compañeros en el conservatorio, por lo que la visita funciona como una revaloración de sus vidas y en cierto modo como una crítica al aburguesamiento de Bambas.
A partir de esa situación ocurre poco o nada, lo cual ha desalentado a mucho espectador local, particularmente si esperaba que la intimidad del título tuviera algo que ver con el erotismo. La única sustancia anecdótica es la acumulación de escenas domésticas, casi todas ellas con intención cómica. Una gallina se ha instalado en el garaje e impide sacar el auto; los niños se pelean; la distribución de comida durante la cena da lugar a reiteradas confusiones; la abuela explica cómo era la gimnasia que practicaba antes. Veinte episodios de ese tenor se van enlazando sin pausa, hasta la curiosa culminación en que todos los personajes pretenden brindar con licor de huevo y quedan quietos en incómoda posición, esperando que el espeso líquido baje de los vasos hasta sus bocas. Aunque el director Ivan Passer se ha propuesto una clave humorística para describir ese material, su acento se acerca más a la leve ironía que a la búsqueda de la carcajada: nada es demasiado gracioso, pero todo se suma en una suerte de inventario sobre debilidades humanas. En ese sentido son reveladoras las secuencias musicales que describen cómo puede sufrir y gesticular un director de orquesta durante un ensayo, cómo puede desafinar una banda de pueblo durante un funeral, o cómo pueden pelearse insensatamente cuatro hombres mientras interpretan la Pequeña Música Nocturna de Mozart en un cuarteto.
Producido en 1965 y festejado después por alguna crítica europea, el film había creado cierta expectativa como parte de un cine checo joven, florecido hacia 1963 e interrumpido hacia 1968 por la visita de los tanques rusos. Este fue el primer título dirigido por Passer, que antes había sido libretista de Milos Forman (en Los amores de una rubia) y que integra toda una promoción con él y con Evald Schorm, Jan Nemec, Jaromil Jires, Vojtech Jasny, Jiri Menzel y Vera Chytilova, entre otros. El tiempo llevó a Forman hasta Hollywood (para Taking Off o Búsqueda insaciable) y después arrastró también a Passer, cuyo primer film americano (Born to Win, 1971) fue bastante castigado por la crítica: ha sido descrito como la primera comedia mundial sobre la afición a la heroína, lo cual no pareció gracioso. En la perspectiva de la escasa pero sacudida carrera de su realizador, Iluminación íntima era un film de conocimiento imprescindible. Como Amores de una rubia o como Trenes rigurosamente vigilados, es un film perspicaz, tierno, sobrio; su defecto es que no llega a ser divertido. H. A. T.

 

Ovejas, pero nunca una mujer
Furia salvaje
(Argentina, 1972). Dir.: Armando Bó.
Una, leyenda aclara, al principio, que los personajes de la historia pertenecen a la imaginación del autor, y que toda coincidencia con seres reales es fortuita. Lo que ocurre es tan increíble que a nadie se le ocurriría vincular a ese señor feudal (Juan José Míguez) con la realidad.
Como la objeción resulta inevitable, Isabel Sarli exclama, en determinado momento, que parece mentira que semejantes cosas ocurran todavía. Pero la advertencia del letrerito tenía otra finalidad: evitar que los censores asociaran las crueldades del estanciero con regímenes totalitarios del pasado argentino inmediato.
Hay un sadismo a flor de piel que recorre todo el relato, desde el principio, en uno de los intentos quizá más ambiciosos de Armando Bó por elevar la puntería. Su cine, no obstante, sigue moviéndose dentro de las propuestas declaradamente comerciales que procuran la conquista de mercados. Furia salvaje es menos delirante que Fiebre, pero conserva de ésta el atrevimiento a la sodomía: aquí el indio puede afirmar, parafraseando la letra de Patotero sentimental, "En mi vida, tuve muchas ovejas, animales de toda clase, pero nunca una mujer". V H

 

Una noche en Pakistán
Kill
(Id.; USA, 1971). Dir,: Romain Gary.
Se llama Brad Killian y le dicen "Kill", que no sólo sirve de apócope sino que identifica la actividad predilecta de este personaje: matar. Su pasión deriva de un deseo de venganza: ha perdido a una hija de 8 años que se excedió con una dosis de heroína y ahora persigue a muerte a los traficantes de drogas. Este excelente film policial aborda el problema de la adicción infantil a los estupefacientes (lacerante problema de la sociedad norteamericana actual), pero además se monta en la aventura de quienes se dan a hacer justicia por mano propia, cuando la ley, el orden, las instituciones —en fin— se corrompen.
El realizador, Román Gary, había fracasado con una experiencia anterior que no llegó a estas playas: Los pájaros van a morir al Perú. La crítica vio su entrega anterior como ganada por tics demasiado simbolistas e intelectuales. Para resarcirse, el director esta vez sazonó su film con un recetario conocido, urticante y vivaz, que imprime a la narración el ritmo nervioso que exigía el asunto.
Pero quizá Gary incurra en excesivos lugares comunes del género como para tomar en serio sus propuestas. Más bien hay que pensar que, luego de su fracaso comercial anterior, ahora se dedica a satirizar los efectismos de intriga que obtienen fácil repercusión en el público, y que se divierte con la salsa típica que hace a los módulos policíacos o de espionaje. Villanos de modales increíbles, árabes misteriosos que esconden sus rostros, monstruos sin manos que fuman y escriben con los píes, parajes exóticos con camellos y persecuciones en la jungla... Hay pasajes ciertamente graciosos, y sólo falta que por ahí aparezca Groucho Marx como gerente del hotel pakistaní.
Stephen Boyd interpreta con solvencia su empecinado "Kill", mientras que el inefable Curd Jurgens sigue poniendo su cara sin tiempo para un capo de Interpol que resultará ser 1a, conexión de los traficantes. El rostro de Jean Seberg, evidentemente no se adapta al Africa look, y por eso no vuelve a usar la peluca después de su primera aparición, pero sus dotes de actriz no han variado, como así tampoco las de un actor eterno, siempre más allá del bien y del mal: James Mason. N. T.

 

Las relaciones peligrosas
El triple eco
(The Triple Echo, Gran Bretaña, 1972). Dir.: Michael Apted.
La campiña inglesa no es aquí una estampa bucólica. Es un lodazal, una triste conejera, una maraña en la que se pudren los aviones caídos —es plena Segunda Guerra Mundial— y sus tripulantes. El marido de Alice desapareció en la contienda y un desertor casi adolescente y simpático, Barton, ocupará su lugar sin muchas vueltas. Pero aunque Alice viva en el medio del campo, hay que mantener las formas ante los vecinos y los proveedores. Maquillado, con peluca y ropas femeninas, Barton pasará por la hermana menor de su protectora. Oscuramente, ambos intuyen que se han metido en una trampa. El brutal sargento encarnado —y de qué manera: gordísimo, desorbitado, sudoroso, visceral hasta las uñas— por Oliver Reed, se encargará de accionar el mecanismo fatal cuando se encrespe sexualmente con la supuesta ninfa.
Con este argumento interesante, Apted construye un folletín que se pretende audaz o escabroso y no pasa de ser retórico, inclusive en su metáfora final. Ante el monstruoso Reed, Glenda Jackson —que habitualmente gesticula demasiado— dibuja una Alice sobria y tensa, pero es Brian Deacon quien se lleva la gloria en el riesgoso papel de Barton. E. S.

 

REVISIONES
La película de un escritor

Integrándola a un ciclo retrospectivo sobre El tema histórico argentino, el Museo Municipal del Cine exhibirá el viernes 7 a las 21 en el Centro Cultural San Martín, una película nacional de infrecuente prosapia. Domingo Di Núbila no la mencionó oportunamente en su estadística 'Historia del cine argentino'. No obstante, 'El último malón', filmada en 1917 y estrenada al año siguiente, es uno de esos capítulos sobradamente curiosos que el cine, general, ya no el argentino en particular, reservan muy de vez en cuando.
Que El último malón se incluya entre la primera decena de films de largo metraje rodado en la Argentina, yergue de por sí una nota de interés arqueológico. Se ¡le agregan otras circunstancias para redoblar ese atractivo. Una, la de que su director y argumentista fuera el santafesino Alcides Greca (1889-1956), un escritor que acaso por provinciano sigue injustamente marginado de las antologías. Otra, la de que revive un episodio de olvidada epopeya, con un enfoque realista y desprejuiciado de la historia, en el escenario en que ocurrió y con apelación a los protagonistas sobrevivientes. El hito histórico es el levantamiento de los mocovíes, última rebelión indígena registrada en el país, ocurrida en el Norte de Santa Fe (San Javier y alrededores) en abril de 1904. En San Javier había nacido Greca y tempranamente aprehendió un drama que lo circundaba. Lo abordó, además, en sus iniciales escarceos periodísticos.
Alcides Greca se multiplicó en tres aspectos: militante político, fiel al ideal yrigoyenista que lo llevó al Congreso Nacional y le propinó cárceles; jurista de gran calibre, especialista en Derecho Administrativo, y escritor que entre otros libros dejó dos novelas claves para entender a su provincia: La pampa gringa, sobre la realidad inmigratoria del Sur, y Viento norte, referida a la más abrupta y desolada cara del Norte santafesino. Pero nunca había soñado ser hombre de cine. Como tal se improvisó para El último malón con una intuición que prodiga sorpresas al espectador de más de medio siglo después. Es un film sin actores profesionales, carente de gran anecdotario, limpio de linduras o tremendismos previsibles.
Pacientemente reconstruida en laboratorio sobre un frágil e inflamable original de acetato, El último malón no se desentiende del todo del vaho melodramático y gesticulante de la época. Inevitables semejantes atributos, su valor de antecedente excede las sonrisas sobradoras del público de 1973. Con la atención analítica que estas películas pretéritas requieren, se le descubre rigor documental, a despecho de la historiografía oficial que subestimó la desesperación mocoví tanto como los sucesivos gobiernos, desde antes y hasta ahora, prefirieron disimular esa problemática en una aureola de pintoresquismo folklórico.
Seguramente El último malón (que por segunda vez se exhibe en Buenos Aires, tras su remoto estreno en el Smart, 55 años atrás) pondrá un matiz de cruda autenticidad en una primera introducción al tema histórico, que el cine argentino encaró con despareja fortuna y frecuente acartonamiento. No son habituales sus motivaciones antropológicas ni sus implicaciones sociales inmediatas. Inclusive, la ingenuidad que no deja de colarse se encuadra en el acercamiento del inquieto Greca a los (acontecimientos y su consiguiente adhesión sentimental, previa a la reflexiva, a la impronta de rebeldía de sus hermanos indígenas de San Javier. Con idéntica resolución, no mucho después, su prosa de combate denunciaría (en La torre de los ingleses) la penetración imperialista que consumaba La Forestal.

 

Revista Panorama, septiembre 6, 1973

 

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