Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado

Polémica
Contra BERGMAN
Un genio, un hábil mistificador, un puritano cruel, un demonio inmoral. Todas estas calificaciones ha merecido Ingmar Bergman, el cineasta sueco, cuya obra analiza ahora Alberto Ciria en una nota que tal vez provoque escándalo en aquellos que no gustan de llamar a las cosas por su nombre.

EL tiempo oportuno para tratar de hacer un balance —no una retrospectiva— de las luces y sombras de la obra de un importante director cinematográfico actual: el sueco Ingmar Bergman.
Nuestro país, junto con Uruguay, tiene el raro privilegio de haber figurado entre los primeros en al mundo que se ocuparon (allá a comienzos de la década del 50) de las películas que, en orden disperso, nos llegaban desde la lejana Suecia de los veranos y los lagos, y comenzaban a imponer un apellido que hasta entonces había acaparado la actriz de nuestra adolescencia: Ingrid Bergman.
Desde entonces a ahora, mucha agua —y muchos films— han pasado bajo los puentes del séptimo arte, y Bergman ya no goza del lugar de honor que supo conquistarse en poco tiempo entre los aficionados al cine, que han preferido caminos más idealistas en la figura de Federico Fellini (a partir de La strada), o más intelectualizados en la de Michelangelo Antonioni (a partir de La aventura), y que periódicamente, casi como una moda más, renuevan sus adhesiones en busca de directores todavía no canonizados; Jean-Luc Godard, Agnés Varda y su éxito de La felicidad (coletazos de la ya casi inexistente nouvelle vague francesa), Tony Richardson con Tom Jones, A. Wajda, como jefe de fila de la escuela polaca... El proceso es lógico, y no puede extrañar a nadie. La capacidad de olvido y la búsqueda de valoras nuevos, aunque resulten perecederos en grado sumo, no son únicamente características de nuestra intelligentsia cinematográfica y cineclubística.
El público en general, que es muy otra cosa, ha tenido oportunidad de ver algún film de Bergman en forma muy aislada: acaso Juventud, divino tesoro, por la gran difusión adquirida en su momento, La fuente de la doncella, o, más probablemente, El silencio, por su cuota de violencia sexual y dificultades con la censura. Estos vastos auditorios, pese a la notoria disminución ocurrida en los últimos años con respecto a la asistencia masiva al cine, después de la segunda guerra mundial, han volcado sus preferencias —fuera del tradicional cine norteamericano— hacia el cine italiano y, preferentemente, al de mero entretenimiento. Ello no obsta a que hayan recibido con aprobación films aislados de otras procedencias o de realizadores individuales, pero la corriente predominante es la indicada. De modo que es un error juzgar la difusión de Bergman (en adelante hablaremos sólo de Ingmar) por algún crítico rezagado que continúa inventándole significados esotéricos a cada uno de sus films, por cierta recopilación de artículos especializados que lo colocan por las nubes (H. Alsina Thevenet y Emir Rodríguez Monegal, I.B., un dramaturgo cinematográfico), o por los reiterados ciclos revisores de sus películas que proyectan dos o tres salitas porteños y van dirigidos al habitual público de memoriosos, detallistas o nostálgicos con base permanente en las universidades o sectores intelectuales.
Esto, en cuanto al público de Bergman. Vamos ahora al hombre y la obra.

UN PURITANO CRUEL E INTELIGENTE
Ya se conoce lo esencial de la vida del realizador sueco: es hijo de un pastor luterano, nació en Upsala, en 1918, vivió una infancia de peculiar severidad, desde muy joven encuentra en el teatro la canalización de sus inquietudes artísticas, y a partir de 1944 —con el argumento fílmico de El sádico, que dirigiera Alf Sjöberg— alternará la escena con el estudio cinematográfico para convertirse en el director más importante de su patria, reviviendo en cierto sentido la época de oro del cine mudo que representaron Maurice Stiller (el descubridor de Greta Garbo y Víctor Sjüstrom —que será el gran actor de uno de los títulos claves de Bergman, Cuando huye el día).
A todo esto, ha tenido tiempo para vivir múltiples amoríos y para casarse —un síntoma de su puritanismo reiterado, creemos— nada menos que cuatro veces. También ha filmado bajo su responsabilidad veintiseis películas, amén de trabajos varios de supervisión, adaptación, etc. Su labor teatral es todavía más asombrosa, según el testimonio de quienes han tenido el privilegio de conocer al Bergman régisseur (se cuenta que el propio director ha manifestado, entre bromas y veras, que su verdadera vocación es el teatro y no el cine: aquél sería lo necesario, éste lo contingente). Y entre película y casamiento, entre pieza de teatro y asesoramiento a nuevos realizadores, Bergman encuentra tiempo para internarse anualmente en una especie de cura mental de reposo (en recoletos sanatorios) de la que surgen, en forma invariable, uno o dos libretos cinematográficos.
Bergman ha rechazado contratos jugosos para trasladarse a Hollywood. Prefiere trabajar en Suecia junto a su fiel equipo de actores y técnicos, que constituyen el mejor elenco de cualquier cinematografío de la hora presente. En eso está, produciendo con prisa y sin pausa, ya que también considera a cada una de sus películas como si fuera la última, por encima de los encadenamientos formales a que tan afectos suelen ser los comentaristas de su obra.

TRES O CUATRO GENEROS
Sin caer en lo que acabamos de criticar, es evidente que existen en la filmografía abundante del director sueco tres o cuatro líneas en torno de las cuales se ordena buena parte de su obra. Veamos:
a) La variante pesimista y hasta lúgubre, de neto cuño existencialista (vía Sartre) y, todavía más atrás, inspirada notoriamente en Strindberg, gran autor dramático del siglo XIX y mentor de Edward Albee en ¿Quién le teme a Virginia Woolf?, digamos de paso.
Obras de este tipo son, por ejemplo, El demonio nos gobierna (o Prisión, 1948), La Sed (1949, típicamente strindbergiona), y la "trilogía" reciente, integrada por Detrás de un vidrio oscuro (1961), Lux de invierno (1962) y El silencio (1962). La mayoría de quienes han creído descubrir en estos tres films de Bergman una novedad de enfoque o de presentación de las tomas, debía haber reparado mejor en la propia obra del realizador, pues no son sino la continuación de viejas preocupaciones: el sexo como batalla despiadada, donde ninguno de los partícipes resulta vencedor; la referencia concreta o "casos clínicos" en lugar de personajes normales; la búsqueda de sentido a la vida, y en última instancia a Dios; la incomunicación entre los hombres (problema de neto cuño pirandelliano sobre el que se basa El silencio, con su idioma y su país imaginarios).
b)La indagación religiosa, a la que se conectan también los films de la "trilogía", pero que llega a los límites del irracionalismo más desatado con La fuente de la doncella (1959), donde por primera vez el director culmina su obra con la adaptación ciega de un milagro divino, que se sucede a la matanza hecha por un justo varón en las personas de los violadores de su hija. El séptimo sello (1956) es mucho más equilibrada, quizás por su origen teatral (proviene de una pieza breve del propio Bergman, Pintura en madera, que Buenos Aires conoció hace cinco años). A la búsqueda de Dios —de inspiración directa proveniente del danés Sören Kierkegaard, otro escandinavo— une el realizador el tema de la búsqueda de la verdad, acaso una forma laica de la misma preocupación: El mago (1958, y su constante referencia a los mundos del teatro, el circo (Noche de circo) como metáforas del mundo real parecen probarlo.
c)El optimismo moderado, o la madura resignación, informan buena parte del resto de la producción bergmaniana, y esos films nos parecen —contrariamente a la opinión generalizada de la crítica que los descarta de modo muy superficial como divertimento— su aporte más significativo, al menos con relación a nuestro público, y quizás también en general. Hay que volver a indicar aquí Juventud, divino tesoro (1950), con su hermosa y deslumbrante pintura del amor juvenil y lo posterior aceptación de una realidad distinta por la protagonista (la inolvidable May Britt Nilsson), y pueden mencionarse además Hacia la felicidad (1949), con su brillante interrelación música-vida; Secretos de mujeres (1952, el comienzo del Borgman farsesco y la revelación de Eva Dahlbeck); Un verano con Mónica (1952, en la boga de los desnudos y los lagos suecos, con Harriet Andersson); Noche de circo (1953, donde la resignación se transfigura ya en fracaso irreversible); Una lección de amor (1953, sobre el matrimonio y el adulterio, en clave de comedia); Sonrisas de una noche de verano (1955, para nosotros el film más completo do Bergman, mucho más profundo que lo que su forma deja entrever, con sus incontables variaciones sobre el tema del amor y el sexo, y su final sencillo y a flor de piel: los criados haciendo el amor al amanecer de un día de verano, luego de haber sido testigos de las idas y vueltas sentimentales de sus amos y amas); Cuando huye el día (1957, reflexiones sobre la vejez y lo muerte, la memoria y los recuerdos en un día de vida de un viejo profesor universitario); El ojo del diablo (1960, dotada de una gracia loca y refinada); y, por fin, Ni hablar de las mujeres (1964, donde Bergman vuelve a su viejo amor por el cine mudo, y construye una farsa insólita en la filmografía de cualquier director contemporáneo: los feroces mandobles que el sueco propina a los críticos fosilizados casi pasaron de largo ante la impavidez de los congéneres locales, que sólo se preocuparon por aclarar que era "una obra menor", que "Bergman también descansaba de vez en cuando", etc.).
A estos tres grupos de films, que por supuesto no son excluyentes, habría que añadir algún título en el que Bergman se propuso ser más específicamente "sueco", vale decir, volcado a su contorno minucioso y detallado: el país con altísimos porcentajes de suicidas, alcoholistas, hijos naturales, que además es desde hace muchos años una monarquía constitucional orientada hacia la socialdemocracia: Puerto (1948), Tres almas desnudas (1957). Pero no es ésta su misión de artista, obviamente.

BERGMAN PARA NOSOTROS
El realizador sueco, lo dijimos, ha dejado de ser "moda" entre los sectores locales que lo alzaban como bandera en más de una polémica de hace cuatro o cinco años. Acaso este sea el momento de empezar una revaluación de su obra, que nosotros solamente indicamos como necesaria.
El público argentino que alcanzó a ver ciertos films de Bergman —y aquí hay que referirse a los cuatro o cinco principales centros urbanos del país— encontró en él un tratamiento más franco y espontáneo del sexo y las relaciones humanas (que resultaba renovador frente a la torpeza y al oscurantismo predominante), un brillo formal y una dirección de actores ejemplares, y gracia fresca en sus comedias brillantes. No recordará demasiado tiempo los films metafísicos o religiosos (salvo cuando éstos tienen el atractivo de las escenas "fuertes", como La fuente de la doncella o El silencio). En síntesis, la problemática bergmaniana que los críticos intelectualizados siempre destacan con regodeo, es ajena a las necesidades y a los gustos de los espectadores argentinos que todavía van al cine. Bergman, en esto, se queda solo, esperando a Dios o a la muerte, y viendo en el amor un intervalo carnal y casi degradante que apresura el paso del tiempo, al menos en sus películas aparentemente más trascendentales. Por eso queremos reivindicar al Bergman frívolo, despajado de sus brumas escandinavas, que es, en último análisis, el más profundo y el más útil. El que puede ayudar, no el que quiere asustar.
Revista Extra
diciembre 1965

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