Charles Chaplin se confiesa
"Algunas veces me siento en la terraza, hacia el atardecer, contemplo el vasto césped verde, que se extiende hasta más allá del lago y más lejos todavía, hasta las reconfortantes montañas, y no pienso en nada, solamente disfruto de esa magnifica serenidad".
Chaplin
Con esas palabras, Charles Spencer Chaplin pone fin a su autobiografía. Un final inocente, pulcramente escrito de acuerdo a los cánones literarios; palabras crepusculares, palabras como sombras, donde el anciano comediante, rodeado de su mujer, Oona O'Neill, y sus diez hijos, aparenta contentarse con ese nirvana artificial -—las 15 hectáreas de parque que rodean su casa, en Suiza— y no pretender nada más. Pero es un final absurdo, aunque Chaplin creyó cada palabra de ese párrafo cuando lo terminó, en 1963. Lo que verdaderamente quiso decir era: "Sentarse a mirar los Alpes está muy bien durante un tiempo, pero, ¿qué diablos voy a hacer para mí próximo film?"
Como escribió Al Hirschfeld en 1942, "a veces permanece inactivo durante meses, esperando que la torta de la creación lo golpee en la cara". Han pasado casi seis años desde su último film, Un Rey en Nueva York. Luego tuvo ocasión de ver a Sofía Loren mientras filmaba Ayer, hoy y mañana. ¡Zas! Allí voló la torta y se estrelló justo en su cara, desparramando nuevas ideas cremosas para una historia que lo había acosado durante tres décadas, algo acerca de una hermosa y vagabunda condesa rusa y un atractivo diplomático norteamericano. Originalmente, el papel estaba destinado a Paulette Godard, luego a Carole Lombard, después, tal vez, a Marilyn Monroe: ahora la condesa toma forma en la épica femineidad de la Loren, Marlon Brando aceptó ser el diplomático, Geraldine Chaplin tiene también un pequeño papel y Chaplin se encontró, una vez más, donde siempre se encuentra a sí mismo, en el trabajo.
A los 77 años, con una notable fortuna, los suficientes laureles como para descansar sobre ellos durante otras nueve vidas, y la misma tenacidad frente al dolor y el fracaso que su hija adolescente, Chaplin le propina al destino, una vez más, un puntapié en el trasera Ha luchado cuatro meses para filmar sus nuevas visiones en un ventoso set de los Pinewood Studios, en Buckinghamshire, a 32 kilómetros de Londres y a 9 mil de Hollywood, ese soleado lugar de la civilización occidental donde trabajó en un oficio de vagabundo y construyó un estudio cinematográfico que ahora está en venta.
El 24 de enero comenzó a filmar Una condesa de Hong-Kong, su primer film en colores, y el mes pasado terminó su rodaje. En una pequeña sala de compaginación, al lado del set F de Pinewood, observa y revisa, elige y reelige los trozos que se transformarán, después de incontables agonías de amputación, en un film terminado (cuenta con doce horas de material filmado). Los expertos dicen que es una obra maestra con ribetes de comedia; también dicen que es una catástrofe obsoleta. Nadie, excepto los creadores más brillantes, sabe algo acerca de un film hasta que une los pedazos, y aun entonces es difícil estar seguro. "Tengo que cortar lo suficiente, pero no demasiado o todo se arruinará —dice Chaplin—; me siento como un rabino."
En el estudio, Chaplin se vuelve más pequeño, aunque su fuerte cabeza y el pelo blanco parecen agregar unos pocos centímetros a su estatura; sus pies son diminutos y tiene un agujero en la suela de su zapato izquierdo. Espera impaciente, desamparado, mientras el equipo prepara la nueva escena. Chaplin no tiene ningún talento para la espera, su estado natural es el movimiento: "Es el mejor bailarín de ballet que haya existido —dijo el guionista W. C. Fields—, y si tengo una buena oportunidad lo mataré con mis propias manos".
Cuando las luces están colocadas, salta al carro de la cámara, guiña un ojo y espía, a través del visor, el camarote de un transatlántico de lujo, primera clase y eminentemente marino en su brillo blanco y dorado. Desde La Quimera del Oro (1924), Chaplin no ha dirigido sin actuar, pero deja su huella en todo lo que toca, y toca todo: guión, música, decorados, trajes, fotografía ("No quiero que la cámara actúe"), y muy especialmente los actores, a los que maneja como un maestro de ballet o como un policía desenmarañando el tránsito a la hora de los teatros ("Ven hacia tu marca, Marlon; da la vuelta y retrocede tres pasos"). Cuando sabe lo que quiere —casi siempre—, lo consigue, con una presión tan suave como la de la lengua del gato en la leche o tan firme como los dedos de un luchador sobre una yugular. Filma lentamente, repitiendo las tomas: el equipo y los actores refunfuñan, se preguntan si realmente sabe lo que quiere. Se olvidan, o nunca lo supieron, que tardó cinco días en filmar el único y maravilloso momento de Luces de la ciudad, en que el vagabundo advierte la ceguera de la florista.

Jano en acción
"No necesita este film —susurra Sofía Loren—. No necesita arriesgar toda su reputación una vez más. Pero sabe que todavía puede trabajar, puede aún decir algo, y eso es hermoso." Sofía Loren tiene dos caras: luce su perfil izquierdo, suavemente delineado, en la comedia; la dura línea de su mandíbula derecha en el drama. Chaplin también tiene dos caras. Una de ellas, la que el público ha visto con más frecuencia, es la del director al estilo Antiguo Testamento, duro, exigente, inflexible, que persigue detalles con una insistencia cercana a la obsesión. Es abrumadoramente duro con su hijo Sidney, que también trabaja en el film. La gente cree que puede encariñarse con Chaplin tan rápidamente como lo hicieron con Carlitos, pero no es tan fácil. Cambiante, molesto, irritado, corta un momento de expansión sin advertencia. "Silencio, por favor. No puedo pensar. Todo esto es trabajo experimental. Todos tratamos de completarlo, todos nos esforzamos."
La cara que pocos conocen es la de Chaplin en reposo. Hace algunas semanas recibió a Joseph Morgenstem —enviado especial de Newsweek y Primera Plana— en la casa que ocupa con su familia, en Berkshire. Lejos del estudio, donde el tiempo cuesta 2.500 dólares la hora, Chaplin había dominado a sus furias. Removió el fuego de la chimenea, se arrellanó en un rincón del sofá y procedió a escuchar con cuidado y a hablar largamente, lento y suave, tierno o sarcástico, siempre con candor infantil.
¿Por qué se esfuerza una vez más cuando podría disfrutar de la vida con toda tranquilidad? 'Todo es tan divertido... —contesta—. Cada minuto me pruebo algo. No sé lo que es... pero pruebo lo que puedo hacer. Tengo que hacer algo. Tengo una casa muy cómoda en Suiza y podría divertirme, esquiar y todas esas tonterías, pero siempre he sido un entusiasta del trabajo. Algunas veces he sido más entusiasta que lo que el trabajo merecía, supongo." .
Sabe que su nuevo film parece antiguo a fuerza de tener tanto romanticismo, "pero qué importa eso. Nunca es anticuado lo que uno sabe hacer mejor que nada. Es un error no preocuparse más que por mantenerse en la vanguardia". Dentro de esa tónica experimenta con nuevos estilos y descubre que la cosa no es tan fácil. "Peleo como el demonio para obtener lo que quiero. Estas cosas me mantienen insomne, pensando si las he captado exactamente, filmando nuevas tomas, haciendo todo nuevamente. Sin embargo, nunca sale como uno quiere." La estilización lo intriga. "Mi propio trabajo está ligeramente estilizado, pero hay una fuerza humana a través de él. Todo comenzó como pura bufonada —hace un breve gesto de desaprobación— y luego evolucionó hacia un personaje casi humano," ¿El vagabundo está todavía disponible si se presenta la ocasión? "Oh, la edad ha cambiado algo al personaje. Pero, ¿sabe usted?, creo que había algo muy atractivo en él cuando era joven. Su máscara, por ejemplo, y detrás de su máscara algo muy conmovedor. La gente vieja es interesante, pero estéticamente no tiene la atracción de la juventud."
"Lo que resulta delicioso es que con la edad las ilusiones desaparecen y la realidad es más hermosa todavía. Es magnífico estar libre de prejuicios de cualquier clase, cuando uno ya no se preocupa por ellos y no le importa en absoluto lo que piense la gente." ¿Y las penurias de la edad? "Uno no se da por vencido, pero es lo que es y tarde o temprano debe resignarse." Mira fijamente la alfombra persa durante unos segundos. "Pero eso no me molesta. Trabajo porque debo hacerlo,"

Los dividendos de la pobreza
La pobreza es un tatuaje doloroso, pintoresco, indeleble. Chaplin es un hombre tatuado. Cuando nació en la miseria londinense del East Lane, Walworth, el 16 de abril de 1889, hacía doce años que la Reina Victoria había muerto. Ahora, East Lane ha desaparecido, barrido por las bombas de la Segunda Guerra Mundial, pero la bohardilla de techo inclinado todavía está en pie, tambaleante, en el 3 de Pownall Terrace. A través de Monsieur Verdoux (su brillante versión de Barba Azul), Chaplin dijo que "éste es un mundo despiadado, y tenemos que ser despiadados en él". Pero es el mismo tierno uxoricida quien agrega: "Es un mundo torpe y triste, pero un poco de bondad puede hacerlo hermoso". Aquí está el demorado dividendo de su pobreza: un goce sin pudor por el sentimentalismo, y una asombrosa experiencia juvenil (fue florista, fabricante de juguetes, aprendiz en una imprenta, vidriero por un día) que proveyó un material interminable para sus comedias.
"Me confieso a la nostalgia —dice Chaplin lentamente, mientras se hunde en el sofá—, me pregunto por qué... Soy una persona proclive a la nostalgia. Se capta un aroma, una esencia en una esquina..." La nostalgia puede ser amor a nuestra pasada personalidad. "Tal vez sea así. No me gustaría pasar otra vez por el sufrimiento o la infelicidad, y, sin embargo, no hubiese podido vivir de otra manera. Nostalgia... Pienso en volver a las Hanwell Schools por primera vez, y el olor de margarina o manteca, o lo que fuera, margarina, creo, y aserrín, me hace llorar." Súbitamente se endereza, cruza las piernas y rompe el hechizo. "Uno se orienta en la sociedad, encuentra un lugar poco a poco. Por momentos, fui un snob. No un snob, realmente, sino un.,. un aventurero. Quería todo lo que acompañaba al éxito."
Sirve el té, casi primorosamente (mucho de su belleza física proviene de permitir a su marcada masculinidad la libertad de la gracia femenina), y habla de su pasado teatral. "Tenía talento cuando niño. Todo lo que necesitaba era pulirme. He insistido en eso desde entonces. Se avanza con el pie derecho —camina por la alfombra hasta la bandeja de té— y uno se siente mucho más cómodo al llegar a su objetivo. El éxito es bueno para la gente."
Entra una mucama, corre las cortinas y prende la luz. Ahora, Chaplin se permite un poco de desencanto: "Todo nos ha decepcionado. Este negocio espacial es tan deprimente. Lo que más me deprimió fue ese cohete que mandaron a Marte, todo ese camino, millones de kilómetros a unos treinta mil por hora, y descubrir que estaba deshabitado. Me hizo sentir tan solitario. Quiero decir, siempre hablaron de los marcianos y de sus canales y de que todo el mundo estaba tan ocupado allí, y ahora ya no hay nadie. Sería hermoso tener buenos vecinos". Desde el hall, Chaplin espía dentro de una habitación donde está Edward, un loro. Lo llama, "Edward", y el pájaro contesta. Después silba, trata de enseñarle a Edward los primeros compases del tema de Candilejas; no por egolatría, sino porque es una hermosa canción y a Chaplin le gusta.

Los parientes pobres
"Dicen que es muy divertido hacer comedias —cuenta Sofía Loren—, pero no lo es. Si uno no tiene la música adentro, siempre desentona." Como director, Chaplin se preocupa por la mecánica. "Nada más que mecánica, Marlon", dice a uno de los actores más imaginativos y autónomos de Hollywood, mientras lo dirige a través de toda una serie de movimientos simples. Brando continúa en silencio, con expresión hermética. "El actor —comenta Chaplin fuera del set— es el instrumento más delicado del mundo. Podemos destruirlo con unas pocas palabras. Aunque debo decir que se reponen fácilmente." Brando, admirablemente, no deja traslucir nada, engaña a la curiosidad, trata de explorar el laberinto del arte chaplinesco: "Es un actor asombroso. Puede hacer transiciones a toda velocidad como ningún otro. Tal vez está nervioso y aplasta un pastel en la cara del mozo, luego sonríe a una muchacha, patea a un perro, saluda a un hombre gordo y a un general, y pisa al mozo porque todavía está hambriento y quiere comida. Puede ir al corazón de los sentimientos. Pero no puede usar palabras; las palabras son los parientes pobres de esta casa".
Chaplin conoce las tensiones que engendra en el set. "Pero todo el que crea tiene que tener el pellejo duro", dice. Es realmente duro cuando trabaja, pero después de cada toma mira por encima del hombro. "¿Cómo lo hago?", parece decir. Después de gritar ¡Print! ("Para copiar") en una escena con Patrick Cargill tropezando en un salón, Chaplin corre hacia su esposa, Oona, y dos de sus hijas morenas, Victoria (14 años) y Josephine (16). "¿Estuvo bien? —les pregunta—. ¿Les gustó cuando tropieza?"
Nada ama tanto como las risas, es un actor antes que nada, un animador vulnerable que siempre necesita saber si divierte, un proveedor de sentimientos que florece al advertir que el público aprueba su producto. Porque es también un raro poeta, algunos lo han sobreestimado y creen que es un filósofo, un sabio con todas las respuestas; Chaplin, de tanto en tanto, ha sospechado sin duda su sabiduría, pero también ansia respuestas.
"Pareces haber perdido tu gusto por la amargura", dice la ex prostituta a Verdoux. Chaplin ha dejado atrás, sin hablar más del tema, un frenesí confuso de sucesos tejidos en una doble trama: mientras algunos norteamericanos creían ver en él un comportamiento antisocial con tintes comunistas, Chaplin vio sólo una persecución política. "Conozco a Charlie Chaplin desde hace 25 años —dijo Buster Keaton en 1952—, y ya entonces lo tachaban de socialista o comunista. La verdad es que nunca se preocupó por la política. Pero si alguien le decía que estaba a favor de los infortunados, Charlie contestaba: Estoy con usted."
Fue en 1952, después de haber pasado 42 años de su vida en los Estados Unidos, que el gobierno norteamericano prohibió a Chaplin el regreso (pasaba sus vacaciones a bordo de un transatlántico), a menos que pudiera "probar su valía". Herido y rabioso por una sucesión de juicios, investigaciones y censuras, Chaplin se instaló con su familia en Suiza y diseminó su resentimiento y melancolía en una serie de actos y declaraciones que culminaron con Un Rey en Nueva York (1957, nunca exhibido en Estados Unidos), un film que casi barre con su prestigio artístico. Charlie Chaplin no es, de todas maneras, el primer artista, ni el último, que resbala al pisar una cáscara de banana política.
Hollywood, que atesora los nombres de los grandes del cine en letras de bronce escritas sobre las veredas, nunca agregó el de Chaplin a sus filas. Sin embargo, todo pasa; ahora, un estudio de Hollywood —la Universal— financia la producción de Una condesa (4 millones de dólares); la televisión norteamericana redescubre muchos de sus films mudos y el hombrecito de bastón, galera y zapatones atraviesa nuevamente los peligros de antaño ("La marcha y los pies del vagabundo —escribió Winston Churchill— eran los de un antiguo cochero, al que el joven Charlie Chaplin encontraba ocasionalmente en Kennington Road, en Londres").
Como actor mudo, Chaplin no tenía nada que explicar. Pero dirigir y escribir requieren palabras, llevan a la

Los compañeros
De los comediantes de brillo efímero que compartieron con Chaplin trajines y algazaras, pocos pueden alardear de haber vivido junto a él los mejores momentos de los años de oro. Dos de ellos, Virginia Cherrill y Chester Conklin, se iluminaron con esos fulgores, pero eso es todo lo que tienen en común.
Cuando Chaplin eligió a Virginia Cherrill para que encarnara a la florista ciega de Luces de la Ciudad, desafió un riesgo —la inexperiencia de la actriz—, ,y ganó: la Cherrill no había trabajado antes en cine, pero no le fue difícil desplazar en popularidad a otras artistas de abultado curriculum. En 1934 se casó con Cary Grant y desde entonces nunca volvió a filmar; un año más tarde se divorció y volvió a casarse con el Conde de Jersey. Su tercer matrimonio, celebrado en 1948, la llevó a Santa Bárbara, a orillas del Pacífico, junto a Florian Martini, un ingeniero en cohetes —era piloto de la RAF cuando se conocieron— que trabaja en una base cercana a su hogar. A los 56 años, Virginia está tan alejada de Hollywood que hasta rehúsa ser fotografiada, y no porque su belleza haya decaído. El pasado quedó atrás; se confiesa "una admiradora indiscriminada" del cine, no volvió a ver a Chaplin —ni quiere hablar de él— y esgrime una explicación: "Mi vida es ahora tan diferente, que el período de Hollywood parece no haber existido".
Chester Conklin —el viejo policía de la Keystone— estuvo junto a Chaplin en trece films, desde el primer rollo (Making a Living, o Ganándose la vida, en 1914) hasta Tiempos Modernos. Ahora tiene 80 años, se casó en 1965 por cuarta vez, y pasa casi todo su tiempo cuidando las rosas de su chalet, en Los Angeles. De cuando en cuando interpreta algún pequeño papel, pero todavía no superó sus tiempos del cine mudo: "El diálogo impone lentitud", rezonga. Porque añora aquella agilidad, reprocha a Chaplin su "falta de destreza para trabajar con rapidez". Pero agrega: "Charlie era tan buen director como actor. Sencillamente, tenia talento".
Revista Primera Plana
14.06.1963

 

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