Cine
BONNIE AND CLYDE
VIDAS SECAS
BELLE DE JOUR
LA LEYENDA DEL INDOMABLE
cine

VERLA SI NO ES FANATICO
BONNIE AND CLYDE; con Warren Beaty, Faye Dunaway, Jack Pollard y Estelle Parsons, En panavisión y technicolor. Dirigida por Arthur Penn.
EL american way of life incluye la violencia (Ley seca, Al Capone, Vietnam, asesinatos de Lincoln, Kennedy y King, entre otras cosas). Hollywood incluye el conformismo. Luego la violencia fue siempre para los films —policiales o westerns— de Hollywood un ingrediente más: ni se justificó ni se cuestionó. El teorema es fácil. Sin embargo, de pronto aparece Arthur Penn (La jauría humana, Ana de los milagros, El temerario), un director de 41 años que rompe con Hollywood y decide hacer un fresco sobre la violencia. Le sale Bonnie and Clyde, la leyenda de una pareja verídica, con moraleja y todo: quien a hierro mata, a hierro muere; la violencia engendra violencia; el calavera no chilla, etc., etc., etc. El film echa a andar por el mundo, cosecha premios, inspira modas, impulsa discos y fomenta mesas redondas, cuadradas y psicológicas. Es decir, destila demagogia y lo hace bien. Tanto que muchos llegan a ver la gran película donde sólo existe una buena película.
Tanto que llegan a ver perfección donde hay fallas. Estas: en la realidad Bonnie era prostituta y Clyde homosexual (en el film, muchacha enamorada y muchacho interinamente impotente); en ningún momento Penn muestra desde el pueblo el nacimiento de la mistificación de la pareja; la pone legendaria desde el principio y no le deja al espectador otro remedio que quererlos. Se recrean exactamente los ambientes, pero no la época: ésta podría haber justificado, o no, a Bonnie y Clyde. La violencia no aparece como filosofía: sólo como diversión. Los protagonistas matan alegremente y ni siquiera representan —objetivamente— un modo de vivir; tampoco una liberación: ¿de qué?
No es este el gran film que explica, denuncia y estudia la violencia latente que pulula en la vida norteamericana. A esa película ya la había hecho el mismo Penn en 1965: se llamó La jauría humana. Bonnie and Clyde es, en cambio, la demostración de que Penn es un director riguroso, ascético, capaz de llegar a la sobriedad por los caminos de la belleza visual. Técnicamente —en ritmo, montaje, fotografía, color y enfoque— su film es perfecto. Temáticamente, un divertimento no muy justificado. Promocionalmente, el triunfo de la publicidad y el afloramiento de los adoradores. Aunque con una falla: Bárbara y Dick —los émulos fotográficos usados— se parecen tan poco a Bonnie y Clyde como a un dúo original.

 

VERLA SI ES REALISTA (Y SI NO, TAMBIEN)
VIDAS SECAS: con Atila Lioro, María Ribeiro, Orlando Macedo y Jofré Soares. En panorámica y blanco y negro. Dirigida por Nelson Pereira Dos Santos.
ADVERTENCIA al lector: cualquier similitud con la crítica anterior no es casual). El modo latinoamericano de vivir incluye la miseria (Bolivia, Ecuador, La Rioja, Sgo. del Estero, Catamarca, el ser...tao). El cine latinoamericano
incluye el conformismo. Luego, la miseria fue casi siempre para los films latinoamericanos algo inexistente, inmerecedor de atención. El teorema es fácil. Sin embargo, de pronto aparece Nelson Pereira Dos Santos, un director que representa al cinema novo brasileño y se decide a hacer la gran alegoría sobre la miseria. Le sale Vidas Secas, la odisea de un matrimonio y sus dos hijos que, en pleno nordeste de Brasil, huye de la sequía y, mientras se dirige a quien-sabe-donde, convive con otros marginados, desciende hasta el fondo del desamparo, lucha contra la tierra y la fatalidad, y termina -tras una tregua que no es tal— reiniciando su ciclo con la misma, total, desnudez espiritual y material aunque con algo más: la dolorida intuición de que esa situación no se justifica ni se merece.
Esto está narrado sin efectismos, sin demagogias, sin sentimentalismos ni cursilerías; precisamente todas estas cosas son las que, por años, han ayudado a mantener la aberrante situación del campo latinoamericano y Dos Santos lo sabe bien. Por eso su film apenas contiene diálogos, por eso las imágenes se transforman en largos travellings —muchos cámara en mano— que apresan con total rigurosidad al sol ardiente, a la tierra seca, a los árboles despojados, a los animales exhaustos y gastados, a los ínfimos charcos barrosos. En ese escenario viven, vegetan, boquean y se mimetizan los personajes: hay patrones y peones, policías y víctimas de sus caprichos. curas y macumbas, misas y curanderas. Pero nadie odia a nadie; ni siquiera —contra lo que parezca— nadie explota a nadie: todos son víctimas del olvido y la desaprensión, dos gérmenes de la miseria. Lo de Pereira Dos Santos no es un grito intelectual ni guerrillero: es, simple, despojada y grandiosamente, una fotografía inocultable. No quiere destruir a la sociedad; sólo despertarla: quizá por eso cuando Fernando, el protagonista, tiene la oportunidad de matar —en una persecución alucinante— al policía que lo ultrajó, prefiere dejarlo y decir: "la Ley es la Ley". Aunque la justicia no siempre es la justicia, hubiese podido agregar, pero eso ya está dicho por todo el film, aparte de muchas cosas más que es necesario ver. No escuchar, porque la película —con los diálogos imprescindibles— es, además, una lección de cine, de lenguaje visual: ausencia de retórica, exactitud en las imágenes, sincronización y significación en el -montaje, limpieza e intimidad en la fotografía, intensidad y rigurosidad en los travellings —casi todos largos y de gran profundidad de campo— y ausencia de efectos distorsionadores. No hay primeros planos de personajes; pero hay un solo, permanente primer plano mucho más dramático en este caso: el del gran sertao, el nordeste brasileño.
El film data de 1963 y —según se indica en él— la historia que cuenta transcurre en 1940/41. Es conveniente no engañarse con esas fechas; no sirven para dar por concluido el proceso de la pobreza: al contrario, lo sorprendente es que, casi 30 años después, todo siga igual. O casi. Por supuesto, de esto no habla Bonnie and Clyde. Es otra cosa.

 

SI SABE AGUANTARSELAS
BELLE DE JOUR: con Catherine Deneuve, Jean Sorel, Michel Piccoli, Pierre Clementi, Genevieve Pago y Francisco Rabal. En panorámica y eastmancolor Dirigida por Luis Buñuel.
QUE en sus comienzos Buñuel fue surrealista, se sabe. Que su antirreligiosidad tiene origen en su educación jesuítica y se parece mucho a un respeto por el puro Dios, es conocido. Que le irrita desesperadamente la hipócrita moral latente en los actos cotidianos, está demostrado. Que vive obsesionado por romper las caretas con que se cubre y pavonea generalmente la gente, no cabe duda. Que el sexo le significa un fuego sagrado y omnipresente, imposible de ocultar con pacaterías, es un hecho. Ninguna de estas premisas es supuesta; todas aparecen y se confirman a lo largo de la filmografía de Luis Buñuel, un español de 67 años, alto, sordo, bebedor de vino, haragán y vital: desde El perro andaluz hasta Diario de una camarera, desde Viridiana hasta El ángel exterminador, desde El hasta Nazarín.
Quedaban por esperar dos cosas: qué forma adoptaría el nuevo ataque de Buñuel y si esa forma significaría la summa, la obra total del director. Y bien: la forma es Belle de Jour la historia de una joven señora de la alta burguesía que —asfixiada por su vida sin aperturas ni audacias, sin inquietudes ni imprevistos— se dedica a la prostitución en todas sus variaciones. El tema parece muy sencillo, muy particular, sólo que Buñuel se encarga de demostrar que, en realidad, es más la crónica de una represión que de un aburrimiento y que es más universal que particular. Se trata de demostrar los tabúes sexuales y religiosos de toda una clase o, más, de toda una generación; se trata de demoler la fachada rígidamente trazada, prefabricada y edulcorada de los matrimonios bonitos y las familias bien constituidas. Hay dos breves reccontos —niña violada y niña que repulsa la hostia por sensación de pecado— que demuestran lo primero; hay un marido correcto, aséptico, profesional perfecto que tiene más tiempo para el status que para los sentimientos que confirma lo segundo. Hay un masoquismo en la protagonista que, quizá, es una necesidad de sentir que está viva aunque sea en el sufrimiento. Hay una fugaz aparición de Buñuel (en él bar al aire libre donde Severine trata a un cliente) y, por fin, hay un símbolo muy claro: cuando Rabal-Clementi, el dúo que va a desencadenar la tragedia de Severine, sale de asaltar en un edificio, las puertas de éste muestran fotos del film Un hombre y una mujer. Muy posiblemente no sea deliberado, pero es definitorio: quienes van a romper una vida burguesa pasan, antes, frente a las imágenes de la película burguesa por excelencia.
El color, el tema y los actores son tres de los ingredientes —los otros son el premio en Venecia y la promoción— que hacen de este film el más visto de su director en Buenos Aires. Pero las tres son trampas; sirven al tema, no al efectismo. El color —usado por primera vez en largos metrajes por Buñuel— es de una belleza total y, en las escenas del bosque, casi incalificable: en esto está la mano de Sacha Vierny, el director de fotografía. Los actores: Catherine Deneuve con una belleza, una compenetración y un misticismo muy cercanos a la posesión; Rabal y Clementi, exactos; Piccoli con una eficiencia muy profesional, quizá porque el papel de tercero en discordia parece ser sempiterno en él. Y Jean Sorel muy buen mozo aunque no advierte que además, en cine, es preciso actuar.
Resta decidir si es o no la summa buñueliana: en realidad, no es más ni menos que los films anteriores de Buñuel (no los que hizo en México, es claro) sino que se integra perfectamente con ellos. Luis Buñuel no vale por una película sino por toda su obra. Exaltar un fragmento de ella es desconocerla entera. O sentirse muy urticado por lo que muestra: una realidad.

 

MIENTRAS AME LA LIBERTAD
LA LEYENDA DEL INDOMABLE; con Paul Newman, George Kennedy y Jo Van Flet En panavision y tecnicolor. Dirigida por Stuart Rosenberg.
O es, como muchos pretendieron ver, un alegato contra la injusticia de ciertos regímenes carcelarios (la mayoría). Aunque su argumento podría justificarlo: Coll Hand Luke es sentenciado a dos años de trabajos forzados por haber roto un parquímetro y en la cárcel —en medio de castigos injustificados, humillaciones entre sádicas e inhumanas y solidaridad ante la injusticia— huye dos veces, es detenido, huye otra vez y es muerto.
Ahí surge la leyenda. No la de las cárceles, sí la de la libertad. También la de la autenticidad. Si hay un corolario éste es simple: cuando un espíritu se parece a un potro salvaje, cuando no está cuadriculado, convencionalizado, mediocrizado o amputado por normas, pautas, y deber ser, mal fundamentados, no hay rejas (ni materiales ni de las otras) que lo atrapen o lo mutilen. Es decir, es libre. No sólo el espíritu —eso sería demasiado retórico— sino todo el hombre, o los hombres, que lo visten.
Para contar esto el director Stuart Rosenberg, un primerizo, deja de lado cualquier lenguaje filosófico, cualquier sintaxis intelectual o intelectualoide, cualquier presuntuosidad. Prefiere, en cambio, que su film exude en cada toma el mismo olor a sudor y a tierra que los reclusos trabajando. De esa manera consigue una obra pujante, por momentos agresiva y por momentos melancólica; pero siempre alejada de la demagogia o la cursilería; incluso de la habitual ingenuidad y facilidad norteamericana. Su personaje tiene todas las facetas de héroe tradicional —la soledad, un leve desdén por las mujeres, la introversión- pero no resulta tan lineal como los mismos: es capaz de dudar de Dios.
Rosenberg filma sin alejarse de la sobriedad en detrimento del argumento; eso, sin embargo, no significa falta de ideas o dé capacidad de virtuosismo: cuando tiene que hacer dar el sol sobre la cámara lo hace; o cuando tiene que dar primeros planos esfumados con zoom; o cuando tiene que apelar a un montaje muy fragmentado para dar sensación de potencia; o cuando tiene que pegar la cámara al piso y poner perros desbocados en primer plano. Además es capaz de dar, en una escena de treinta segundos muy bien montados, un erotismo tan salvaje y febricitante como los directores yankees, que no suelen conseguir en 90,100 ó 120 minutos.
Tiene además dos actores como Paul Newman —como siempre, irreprochable— y George Kennedy, capaces de crear el clima por sí solos. Pero ahí está la desventaja: Newman ya ha sido El temerario, ya ha sido El audaz, ya ha sido Hombre y es posible que muchos se dediquen más a ver las similitudes entre el indomable y ellos que los valores intrínsecos de La leyenda... De cualquier manera es más peligroso fijar más la atención en las rejas que en lo que hay tras ellas. La cárcel no siempre es un castigo justo: a veces sólo reprime la libertad. Algo que suele verse como peligroso.

 

Revista Extra
05/1968

 

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