Crítica de cine

Teorema
Infierno en el Pacífico
El pisito

cine
El evangelio del desorden
Teorema, Italia, 1968. Director: Pier Paolo Pasolini, Norma, 95 m. (cortes: 3 m.), Luxor, Iguazú.
El desconocido pasa un tiempo con una rica familia milanesa y hace el amor con la sirvienta, con el hijo, con la hija, con la madre y con el padre. Luego parte, convocado por un misterioso telegrama. Las consecuencias de su paso son: que la sirvienta levite sobre los techos antes de hacerse cubrir de carbón para dar nacimiento a una fuente sacra; que el hijo, en un rapto de autocrítica, orine sobre sus propios óleos no figurativos; que la hija quede catatónica; que la madre se aboque a la ninfomanía con adolescentes; que el padre regale su fábrica a los obreros, se desnude en la estación del ferrocarril y ascienda, aullando, a un volcán.
Es necesario contar la fábula en sus trazos más simples para reconocer no tanto la complejidad del tratamiento que Pasolini le otorga (que no es simple, pero está presidido por una esforzada, sostenida serenidad) sino la confusión que puede suscitar en un público agredido por una censura tenaz y estólida. Al principio es el orden, en blanco y negro, de una sociedad encarnada en su célula tradicional, una familia; sus miembros quizá no crean demasiado en los valores que respetan, pero están bien educados y sus vidas fluyen sin inquietudes ni desafíos urgentes. El visitante es precisamente eso: algo ajeno, diferente, que los hiere con un arma para la que no están protegidos: el amor, el conocimiento de sí mismos bajo una luz nueva. Los aficionados a la alegoría podrán discurrir si esa irrupción es la del espíritu en una sociedad que lo ignora, la del sexo en vidas que creen haberlo domesticado, la del cambio en un orden esclerótico; como suele ocurrir con estos ejercicios, todos son válidos pero ninguno agota el texto que pretenden cubrir.
El misterio es algo tan íntimamente propio de la religión, que no resulta difícil discernir en Teorema una impostación casi ritual: los contactos sexuales ocurren con la gravedad y la aplicación de un sacramento observado; todo el esquema de visitación y "buena nueva" (aun el telegrama que pretexta la partida, traído por un mensajero llamado Angelo, que agita los brazos juguetonamente, como alas) tiene la pausada respiración de ceremonias cuyo sentido no se entrega espontáneamente al espectador. Si las consecuencias son sobrenaturales en lo que a la sirvienta concierne, y confusamente clínicas en los patrones más ilustrados, puede inferirse —como algún exegeta propuso— que el milagro sólo está al alcance del proletariado no aburguesado, o sencillamente que los pobres de espíritu entrarán primero, por caminos más rectos y seguros.
Lo que importa de este film que tanto ha ofendido a quienes se proclaman guardianes de las buenas costumbres, es que aspire a infiltrar en una sociedad como la actual (donde la religión ha sido relegada, donde el relativismo impide confiar en lo definitivo del bien o del mal) un sentimiento de reverente asombro ante lo inexplicable. La construcción en dos partes claramente distintas —la visita y sus consecuencias—, el movimiento majestuoso que logra casi constantemente, el uso de objetivos cortos que exageran las perspectivas y confieren una suerte de halo a los movimientos más triviales: todo contribuye a que el film avance silenciosamente, bañado en una luz como de acuario, hacia el más irreparable desorden.
Desorden que pertenece a los personajes y no a la obra que los mueve.
Pasolini se adhiere demasiado a una cultura y a una forma de vida cuyos límites conoce, como para ejercer el seductor maniqueísmo de los teóricos. Condenadas a extraviarse apenas se asoman fuera de sus predios resguardados, esas figuras están seguidas con ternura y atención. Resulta significativo que los censores rechazaran un film donde hay tanto ascetismo, donde el sexo aparece tan desprovisto de sensualidad: en la mejor tradición puritana, el goce de la carne sólo es sufrimiento que se ignora, humillación y locura. El grito de la Mangano al volante de su automóvil lo refrenda.
Teorema puede ser tan inaceptable para quienes conciben la religión como una visita semanal a la iglesia, como para quienes confían en la libertad sexual como en una panacea infalible. El rigor de su construcción y la perfecta correspondencia de sus partes dentro de un diseño puramente formal, son las razones de su belleza. Es fácil burlarse de su extravagancia meramente anecdótica, o de la frecuencia con que la cámara se detiene en diferentes entrepiernas. El misterio central que Pasolini ha apresado en imágenes, sin embargo tan cristalinas, es algo que alcanzará a quienes estén preparados para él; para los demás, es más sensato guardar silencio.
E. C.

Robinsones sin Viernes
Infierno en el Pacífico (Hell in the Pacific), USA, 1968. Director: John Boorman. Duración: 95 m. (cortes: 8 m), AAA, Monumental.
Con sólo dos personajes, en una isla o en una balsa, John Boorman ha debido elegir una forma de estilización francamente distinta de la ejercida en Point Blank (A quemarropa). Si allí jugaba con el tiempo y el espacio alrededor de varias especies diferentes de violencia, ahora se concentra en una narración pacientemente episódica, en un escenario donde aun modificaciones mínimas se valorizan. El norteamericano y el japonés náufragos a fines de la Segunda Guerra Mundial prosiguen con sus "roles" nacionales y militares por un tiempo durante la forzada convivencia, pronto aprenden a desembarazarse de ellos, finalmente no saben qué hacer si no vuelven a adoptarlos. El esquema quizá no sea alegórico, pero claramente didáctico: una vez más, el absurdo de la guerra, ahora con un humor socarrón y abundante que depende en gran medida del aislamiento idiomático de ambos personajes. De algún modo, el film comunica más sus ambiciones de ingenio y disidencia que su triunfo como comedia o reflexión política. Mientras Boorman continúe decidido a que sus films sean "distintos" no hay duda de que, aunque insatisfactorios, serán estimulantes.
E. C.

El esperpento, género nacional
El pisito, España, 1958. Directores: Isidoro M. Ferri y Marco Ferreri. Imago,
80 m., Loire.
En el Madrid más opaco y estancado de los años 50, un pequeño empleado recurre al único expediente capaz de remediar su noviazgo de doce años con una mujer que alguna vez pudo ser más delgada pero difícilmente menos chusca: para permanecer en el inalcanzable pisito de una octogenaria que le da pensión y lo quiere como a un nieto, se casa con ella. Superada la amenaza de una longevidad inoportuna, el viudo y su postergada novia conocerán la bendición de un hogar propio; y de parientes, subinquilinos, chicos vocingleros y paredes húmedas, como alivio de la edad madura y el salario escaso.
Es fácil advertir en este esquema las innumerables posibilidades de hablar, oblicuamente, de un orden social que se desmorona abrumado por su propio sonambulismo, de una clase media madrileña que tanto se parece a la pequeña burguesía de Buenos Aires, con leves ajustes de barrio y entonación. El mejor cine español, como el francés de tiempos de la ocupación o el de los países comunistas durante el stalinismo, siempre recurrió a la fábula o al humor para hablar de España. Y como no es casual que, entre las muchas encarnaciones del grotesco, haya sido el esperpento la propia del idioma español, es en su mayor agresividad donde El pisito resulta más realista: como si en el extremo de la caricatura, alcanzaran los autores el reflejo más exacto de su modelo.
Poco se sabe sobre las predilecciones de Isidoro M. Ferri, codirector del film; pero del guionista Rafael Azcona y del director Marco Ferreri se conoce una obra que parece el desarrollo y la sutilización de todos los elementos de El pisito. Realizado en 1958, el film está demasiado cerca de la influencia neorrealista —tardía en España— como para que Azcona y Ferreri se arrojaran vehementemente en lo grotesco. Lo alcanzan por un cultivo del pintoresquismo costumbrista, que si no es ajeno a la tradición italiana, está exagerado con imprudencia típicamente hispánica: niños que empujan locamente la silla de ruedas de un lisiado por los pasillos de un inquilinato, una criatura sentada en su bacinilla sobre la mesa de la cocina durante una querella doméstica, el pasajero que carga un bloque de hielo en el ómnibus, y el director de la compañía de golosinas que escucha el teléfono por el audífono que lleva en el pecho; vecinos, incontables vecinos, desde ampulosas señoritas teñidas a cirujanos de callos; todo un universo que permitiría invocar a Bosch si Gutiérrez Solana no hubiese hallado la clave nacional exacta para esa cosmogonía gritona, que convive tan naturalmente con la muerte.
Con los años, Ferreri agotaría esta vena acumulativa para llegar a un registro propio, casi inhóspito por su severa abstracción: el de El harén, verdadero film "maldito", casi ignorado en Buenos Aires el año pasado, y el de los aquí inéditos Break-up y Dillinger é morto. Curiosa parábola: en El pisito, obra notable por otras razones, su lenguaje cinematográfico es convencional, o incómodamente retórico. Descuidado por quienes le procuraron una fama apresurada, hoy Ferreri es un autor aún por descubrir.
E C

Revista Panorama
7/4/1970
 

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