EL PAGADOR DE
PROMESAS (O pagador de promessas, Brasil,
1962), producción de Oswaldo Massaini, distribuida
por Lumiton; libreto: Dias Gomes y A. Duarte;
fotografía: Chick Fowle; música: Gabriel Migliore;
intérpretes: Leonardo Vilar (Zé), Gloria Menezes
(Rosa), Dionisio Acevedo (padre Olavo) Geraldo del
Rey (Bonitao). Director: Anselmo Duarte. 100m.
Si todo festival internacional de cine es un
acopio de asombros, el de Cannes, en 1962, superó
las previsiones. Cuando el jurado anunció que el
premio máximo, la Palma de Oro, había sido
adjudicado a 'El pagador de promesas', los
críticos comenzaron a transpirar. Porque en ese
certamen aún estaban fulgurando por lo menos dos
obras maestras: El eclipse, de Antonioni; y El
ángel exterminador, de Buñuel. Las
explicaciones abundaron; se dijo, concretamente,
que el jurado prefirió no comprometerse en la
disyuntiva de consagrar a Buñuel o a Antonioni o a
los dos por igual. Sin embargo, tenía otras
posibilidades; le quedaban, por ejemplo, La diosa,
de Satyajit; Sabor de miel, de Richardson; El
proceso de Juana de Arco, de Bresson. Optó por
coronar al film inicial de Anselmo Duarte —nunca,
antes, el cine latinoamericano había obtenido un
galardón semejante—, un ex actor que confesó no
solamente que se había propuesto ganar en Cannes
sino también la fórmula empleada: "Un tema bien
construido, música folklórica, chicas que se
contonean cadenciosamente". Todos estos elementos
están en Pagador, menos el primero. La historia
de la película necesitaba una buena construcción;
necesitaba, también, un libretista más cuidadoso
del fondo y de la forma que de los golpes de
efecto, un pensador y no un panfletista. La obra
se desinfla por ese talón de Aquiles; Duarte no
fue capaz de reparar, de amortiguar la falla. El campesino Zé promete, en un macumba, llevar una
cruz a cuestas hasta la iglesia bahiana de Santa
Bárbara, si su burro enfermo reacciona. Así
sucede; y Zé camina siete leguas con el madero a
sus espaldas. El párroco no lo deja entrar en su
templo: la promesa fue hecha en una fiesta pagana,
el catolicismo no puede convalidarla. Un
proceso sociológico y religioso se abre entonces:
la prensa explota el caso de Zé, lo mezcla con la
política; las jerarquías eclesiásticas
reflexionan, la población se moviliza y el guión
aprovecha para insertar gratuitamente un baile de
capoeiros, un rufián que seduce a Rosa, la mujer
de Zé, tomas de algunas calles de Bahía, una pelea
de mujeres en pleno empedrado, mientras desfila la
banda municipal, una incursión final de la policía
que pone término a la historia y un balazo mortal
en el cuerpo de Zé. La idea central era
demasiado espinosa y profunda; lo que queda de
ella es un sainete demagógico, donde se abusa del
brochazo rutinario, del "color local", del
primario maniqueísmo y el más escolar tono
polémico. Cuando el libreto se acerca al meollo de
su tema, reparte frases grandilocuentes, las
requeridas para que el film se parezca a una obra
combativa, a un jirón de filosofía casera. Algo
se salva, pese a todo, en Pagador; algo que no
previeron el autor ni el escritor, algo que se
cuela por los costados y logra sorprender: Brasil.
Porque a despecho de Duarte, Brasil se escurre por
los diálogos, mancha con su vigor americano las
caras y el paisaje, estalla en la mediocre
fotografía, trasciende el inútil virtuosismo del
encuadre, la deplorable música de fondo. Al
jurado de Cannes, esta inesperada presencia debió
deslumbrarlo. Claro que, seguramente, .pensó que
era exotismo, a la manera de Orfeo negro. No en
vano Orfeo negro se llevó de Cannes, hace un
lustro, la Palma de Oro.
Con las alas
tijereteadas EL CANARIO TIENE GARRAS
(The yellow canary, USA, 1963), producción
Loppert y Dexter para la Fox; libreto: Rod
Serling, sobre una novela de Whit Masterson;
fotografía: Floyd Crosby; música; Kenyon Hopkins;
intérpretes: Pat Boone, Steve Forest, Bárbara
Edén, Jack Klugman. Director: Buzz Kulik. 98 m. Es el segundo film de Kulik (al anterior, que no
se exhibió aquí, The Explosive Generation, data de
1962) y, sin embargo, parece una obra de
aficionado, con todas las puerilidades y los
imprevistos golpes de inteligencia que esa
definición entraña. Andy Paxton (Boone), un
cantor de primera línea en USA, se ve enfrentado
casi simultáneamente con el secuestro de su único
hijo y con tres crímenes consecutivos, consumados
por un mitómano. El asesino le exige 200 mil
dólares como rescate y una absoluta mudez; Paxton,
empujado por uno de sus guardaespaldas, comunica,
sin embargo, el caso a la policía, pero retiene en
sus manos algunos elementos fundamentales de
investigación. Por ese camino, acaba
convirtiéndose él mismo en detective de su causa,
hasta acorralar definitivamente al culpable. La
desgracia, entre tanto, lo modifica: sobre el
final, Paxton descubre en su mujer y en la vida de
hogar una felicidad burguesa para la que no se
creía predestinado. El tema ha sido escrito por
Rod Serling, uno de los libretistas mayores de la
televisión americana (Dimensión desconocida), pero
su minimización hasta el nivel de la mera crónica
policial induce a suponer que hubo fuertes
presiones de producción sobre la obra. Por lo
demás, los diez minutos iniciales del film son
excelentes como narración. Kulik elaboró entonces
largos planos fijos (de un minuto y medio o dos),
interrumpiéndolos con unos pocos golpes de gran
guignol: un cadáver que se derrumba desde un
armario, un muñeco que ocupa en una cuna el lugar
de una criatura. En el resto, sólo se preocupa
por estilizar el relato a través de una vigilancia
policial en las escenas (cuatro en total) donde
debe cantar Pat Boone. El canario tiene garras, al
menos parcialmente, prueba que Kulik tiene un
agudo sentido de la construcción dramática, pero
no es lo demasiado audaz como para demostrar esa
virtud todo el tiempo.
Celebración
sin alegría CIGÜEÑAS EN PRIMAVERA
(Premier Mai, Francia e Italia, 1958), producción
Sacha Gordine, presentada por Gala; argumento y
libro: Luis Saslavsky; diálogos: Beatriz Beck;
fotografía: Marcel Gignon; música: Michel Emer;
intérpretes: Yves Montand, Yves Noel, Nicole
Berger, Aldo Fabrizi, Walter Chiari y Laurent
Terzieff Director: Luis Saslavsky. 90m. El
ambiente (un 1º de mayo en el suburbio parisiense,
con sus fiestas populares y sus famosos ramos de
muguet) y el bien poblado elenco autorizaban la
realización de un cuadro costumbrista con rasgos
de humor y de poesía. El libro de Saslavsky y su
conducción, parejos en el conformismo y en la mera
corrección formal, han desdeñado todo lo que no
fuera lugar común. Las tres cuartas partes de los
gags son enteramente previsibles, y la atonía
preside el film. Es la historia del pequeño
François (Noel), a quien su padre, Jean (Montand),
lleva a un partido de fútbol el mismo día —1º de
mayo- en que se ha anunciado la llegada de un
nuevo hijo. El azar conduce a Jean a una casa de
juego, donde la policía lo detiene. François queda
solo para afrontar el difícil trance que atraviesa
su madre, liberar a su padre y, por boca de un
pintoresco repartidor de flores (Fabrizi),
enterarse de que, después de todo, los niños nacen
"igual que los gatitos". Saslavsky agrega a
esta línea narrativa principal, otras accesorias:
el controvertido noviazgo de la tía de François,
el drama de un anciano que Jean conoce en la
comisaría y que se niega a ser enviado a un asilo.
Lo único que consigue es complicar inútilmente un
libreto exangüe y vacilante. Así como ha
desperdiciado su material, ha desperdiciado a sus
actores. Sólo Montand logra hacer perdurar, por
sobre la forzada chatura, una valedera capacidad
expresiva.
Un sociólogo falto de
estilo ALGO QUE PAREZCA AMOR (A Kind
of Loving, Inglaterra, 1962), producción Joseph
Janni presentada por Rank; libreto: Willish Hall y
Keith Waterhouse, sobre una novela de Stan
Barstow; fotografía.; Denys Copp; música: Ron
Grainer; intérpretes: Alan Bates, June Ritchie,
Thora Hird, Bert Palmer. Director: John
Schlesinger. 120m. Como Almas en subasta, de
Jack Clayton, o Todo comienza en sábado, de Karel
Reisz, este primer film de Schlesinger trata de
ser un acto de rebelión contra la mojigatería y
las medias tintas empleadas por el cine británico
en sus análisis de la vida burguesa y en su
planteo de los problemas sexuales. A través de
tres personajes clave, el film trata de reconocer
a fondo todo ese campo vedado: uno de ellos, Vic,
es un operario de fábrica habituado a merodear los
sábados por las tabernas y las mesas de billar, a
la espera de que el domingo le permita descargar
sus bríos en los partidos de fútbol. Sin ninguna
experiencia erótica previa, seduce a Ingrid ("pero
sin atarle las manos"), hija única de la
autoritaria y posesiva señora Rothwell. El
imprevisto embarazo de Ingrid los fuerza a casarse
apresuradamente y a someterse a la potestad
materna. Vic trata de asumir ante su mujer, desde
entonces, una actitud responsable y abierta: le
oculta su falta de amor, pero procura
compensársela a través de pequeñas concesiones
semanales: acepta acompañarla al cine, bostezar
junto a ella frente a un aparato de televisión,
tolerar día y noche el quejoso y agresivo ronroneo
de la señora Rothwell. La disyuntiva última es
separarse de Ingrid, aceptar el error, o marcharse
a vivir solo con ella, en cualquier parte, una
vida en la que haya "algo parecido al amor". Lo
mismo que en las obras de Clayton y Reisz, ese
tema está aquí encarado honestamente, con una
persistente preocupación por vincular el drama
individual de Vic a la vida de la comunidad; por
conferirle, en suma, una densidad sociológica. Los puntos débiles del film están en otra zona, en
la escasa imaginación con que Schlesinger pone en
escena ese excelente material narrativo, oscilando
entre las digresiones documentales (diálogos de
bar, fiestas de oficina) y la exagerada
dramatización de las escenas familiares. Desde esa
perspectiva, es difícil atribuirle un estilo
propio, una manera personal de examinar la
realidad de su país, como no sea la misma que
frecuentaron ya Reisz y sus epígonos del
free-cinema. Pero aun en esa línea, Schlesinger no
introduce innovaciones: se contenta con describir
lo mejor que puede, dejando a un lado silencios y
elipsis. Su cine es de estructura novelística,
naturalista, excedido de psicología. La
impresión de solidez que deja Algo que parezca
amor deriva, seguramente, de su eficacia
artesanal, de la impecable fotografía de Coop y de
las intensas actuaciones de Bates y de June
Ritchie. Pero el premio máximo obtenido por el
film en Berlín inducía a esperar otra cosa.