Cine
Barbarella, Vadim vuelve de vacaciones
El agente secreto Matt Helm
Madame X
Cine

Vadim vuelve de las vacaciones
No es un estreno cualquiera; según los exhibidores, se trata, en cambio, de un verdadero acontecimiento. Curiosamente, la publicidad tejida en torno a La Curée (La codicia) no intenta usufructuar el prestigio —por otra parte inexistente— del realizador: insiste, en cambio, en que las tres salas que lanzaron, la semana pasada, el último film de Roger Vadim gozan de la mejor refrigeración de todo París, "algo enteramente nuevo" en la ciudad.
A primera vista, esa innovación —de la cual La Curée parece ser nada más que el pretexto— puede considerarse superflua: los últimos films de Vadim se bastaban por sí mismos para refrigerar al espectador en su butaca. En cada ocasión, una ola- de murmullos proclamaba —con fingida tristeza y maligno fervor— el derrumbe total: "Esta vez se terminó Vadim; seguramente renunciará, volverá a escribir sus reportajes para Paris-Match. Nadie quiere volver a oír hablar de él en el mundo del cine".

Los eclipses naturales
Pero el mundo del cine los ha visto peores, y Vadim vuelve a filmar. No sólo eso: muchos opinan que en La Curée reconquista por lo menos en parte cierto encanto, el de sus primeros films, que algunos creían definitivamente perdido. Pero Vadim no se sorprende: cree que sus largos eclipses son lo más natural del mundo, y no habla de ellos sino con una sonrisa. "Es cierto —replica— que he hecho malos films, pero eso es lo más normal si se tiene en cuenta mi forma de vida y mi manera de ver el oficio de cineísta. Yo no soy capaz, como Tati o Robert Bresson, de tomarme la cabeza con las manos y meditar profundamente, durante dos años, en la obra perfectamente acabada que voy a intentar hacer. Tampoco puedo, como Godard, lanzar dos o tres films en borrador por año (los de Godard me parecen geniales). Soy, al mismo tiempo, más lento y más rápido que los autores que admiro."
Por si alguien lo duda, insiste: "Ayer a la noche, por ejemplo, dicté de un tirón todo el encuadre del sketch (basado en un cuento de Edgar Allan Poe) que voy a filmar dentro de poco. La forma que tiene es la definitiva y no la pienso tocar hasta el momento del montaje. Pero fíjese que hace seis meses que estoy pensando en ella: me hace falta mucho tiempo para poder, entonces, trabajar velozmente, en una especie de exaltación alegre y eficaz".
Lamentablemente, no siempre ha podido esperar que sus films maduraran dentro de él hasta que le brotara la inspiración. Para mantener a su clan, alimentar a sus esposas, pagar las pensiones de sus matrimonios anteriores ("excepto Brigitte"), educar a sus hijos (Nathalie, hija de Annette Stroyberg, y Cristián, hijo de Catherine Deneuve), contribuir a la manutención de su familia (su hermana divorciada y su madre, que suele embarcarse en ruinosos negocios), pagar su Ferrari (para andar por Saint-Tropez) y su Mercedes (para transportar los chicos, las niñeras y las valijas), su casa de campo, los deportes de invierno, su mansión particular, la comida y albergue siempre listos para sus compinches, en fin, para ayudar a vivir a toda su tribu —de la cual es al mismo tiempo el sacerdote y el prisionero—, ¿qué menos podría hacer que transigir con la inspiración?
Vadim reconoce haber hecho más de un film para ganarse el pan: "Puedo decirlo sin vergüenza. Si es natural trabajar para ganarse la vida, ¿por qué sería vergonzoso hacer lo mismo en cine? Mi mayor aspiración, en este oficio, es el de comportarme como un buen profesional. En una docena de films, jamás perjudiqué o me comporté injustamente con un actor o un técnico, ni tampoco he hecho perder su dinero a los productores: eso es para mí un resultado importante. Por otra parte, aunque hubiera trabajado siempre en condiciones ideales, no por eso todos mis films tendrían que ser obras maestras".

El resorte de la oportunidad
Quizá Vadim no haya saboreado muchas veces el éxito, pero cree saber bien de qué se trata: "Acertar en un film de cada tres, ya me parece una ambición excesiva, y tampoco conozco demasiada gente que lo haya logrado. Para conseguir un buen resultado, para que un film sea realmente un éxito, es necesaria una coincidencia de circunstancias y estado de ánimo que no puede darse más que excepcionalmente. Ese resorte de la oportunidad, esa felicidad del éxito, no los he tenido más que en la época de Sucedió en Venecia, y ahora, nuevamente, durante la filmación de La Curée. Lo cierto es que, ahora, todo me parece más fácil".
Esas palabras develan, finalmente, un misterio: el de los grandes virajes que parecían tomar la vida y la carrera artística de este eterno adolescente, ahora sosegado. Sus doce films le han dado habilidad artesanal: la cámara tiene, en La Curée, esa discreción eficaz y aguda de quienes dominan la técnica. Quizá sea Jane Fonda quien le dio una suerte de serenidad, capaz de abrirle las puertas de una vida sentimental sin ansiedades. Sobre todo, Vadim encontró, para su obra, un nuevo trampolín: él, el fantástico desordenado, se plantea sus próximos films con la seriedad de un ingeniero. Ese trampolín es la ciencia-ficción.
Ahora, en Barbarella (un film basado en una historieta de Jean-Claude Forest) y después en Pygmalion 3000, cambiará de paisaje, de tipos humanos, de sociedad, para desarrollar su moral irónica y subversiva en una historia de los tiempos futuros. Cuenta con encontrar, en esos espacios venideros, un poco de aire puro, bien oxigenado, propicio para que funcione el resorte de la creación espontánea. La Curée es, entonces, un punto de llegada y —a la vez— de partida: el último cartelón consagrado a la crítica de la moral burguesa y la primera obra realizada en la plenitud de una madurez por fin conquistada. Por eso pone, al hablar de sus proyectos, un tono grave, como si este adolescente de 38 años fuera un cosmonauta en vísperas de un vuelo espacial.
De todas maneras, delante de su casa lo está esperando el ronroneo de su Ferrari, mientras su escuadrón de compinches lleva y trae, alegremente, valijas, raquetas y colchones neumáticos. ¿Se trata, acaso, de un nuevo Vadim? Quizá sí; si es que consiente en interrumpir las grandes vacaciones de su vida.

 

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films
El descanso de Bond
EL AGENTE SECRETO MATT HELM (The Silencers,USA,1965), presentado por Columbia. Dirección: Phil Karlson. 100 m.
Cuando James Bond tomó la piel de Sean Connery —para repetir y acrecentar en la pantalla su best-seller editorial— el nacimiento de un nuevo filón excitó a la industria cinematográfica: el mundo de los agentes secretos, tomados como arquetipos del héroe erótico, valeroso y romántico.
De la notoria secuela de imitadores que produjo Bond (en la que se embarcaron con triste fortuna actores de la talla de Vittorio Gassman y David Niven), sólo uno alcanza a equiparar —y superar, en ciertos aspectos— la estatura del héroe: el inmoralista Derek Flint (el vaquero James Coburn), quien asestó sobre el esquema del bondismo una considerable dosis de originalidad y talento.
El segundo intento norteamericano por derrocar la hegemonía de 007, es notoriamente menos feliz. En primer lugar, porque Matt Helm se dedica a imitar a Flint en las comodidades de su vida privada, pero es un patriota como Bond: entre el cinismo y el sentimiento del deber, elige ambas cosas; y el montaje, para quedar bien con Dios y con el Diablo, lo convierte, como es previsible, en un tonto tan poco verosímil como aburrido. En segundo lugar, porque Dean Martin no es James Coburn y ni siquiera es Sean Connery, a pesar de que cante mejor que cualquiera de los dos: pero como el público espera de un superespía algo más que canciones, se supone que esa responsabilidad debió ser confiada a un actor.
Así las cosas, aunque Helm sea un retirado de los servicios de seguridad que vive rodeado de esplendor (como Flint), y al entrar en servicio utilice su seducción (como Bond) más asiduamente que las armas secretas que se le proporcionan, su enfrentamiento con la inevitable organización internacional presidida por el inevitable chino (como Flint y Bond) no convence, suena como uno de esos cuentos para niños en cuya eficacia ya no creen más que los padres.
No vale de nada, entonces, que el director Phil Karlson (Aventuras en Malaya) derroche sobre la vida de Helm una colección de bellas muchachas en situaciones comprometidas, y de villanos de opereta dispuestos a cualquier cosa: la endeblez del film es tan evidente, su cuota de ingenio tan precaria, que ni siquiera la sugestiva Gail (un huracán con faldas —o sin ellas, las más de las veces— admirablemente interpretado por la sutil Stella Stevens) consigue salvarlo de la modorra que desciende sobre los espectadores, a medida que Helm-Martin acumula sus desaciertos.
Pertenecer al clan Sinatra, no es una garantía de eficacia: Dean Martin lo demuestra con exceso, a lo largo de 100 minutos y un solo rostro, que le sirve para expresar cualquier matiz de su paleta emocional. Demuestra también, a pesar suyo, que Bond no tiene por qué perder el sueño.

 

Madre hay una sola
MADAME X (USA, 1965), producción de Ron Hunter, distribuida por Universal-International. Director: David Lowell Rich. 100m,
Todo hubiera andado bien si Holly Parker (Lana Turner) no se hubiese casado con el acaudalado y encumbrado Clay Anderson V (John Forsythe), el vástago de una familia de Connecticut dedicada a la política durante generaciones, que además de inexpresivo es ambicioso: quiere llegar a Presidente de los Estados Unidos, y para eso debe aceptar puestos que lo alejan de su hogar, de su mujer, de la harpía de la madre (Constance Bennett) y —oportunamente— de su hijo, Clay Anderson VI. Como es sabido, quien procede de tal modo suele sufrir las consecuencias: la buena Holly entra en crisis una noche de Navidad (el pino ya estaba decorado, pero a Clay lo nombran delegado del Secretario de Estado, y debe partir al Norte de África) y decide tirar una cana al aire en compañía de un amigo de su marido, el playboy Phil Benton (Ricardo Montalbán), quien esgrime la misma sonrisa durante seis semanas, la lleva a bailar, tomar champaña, nadar y cabalgar, y finalmente la conduce por los caminos del adulterio.
Ahí es donde comienza el derrumbe. Phil se enamora de Holly, Clay retorna de África, Holly resuelve volver a la buena senda, y entonces —al tiempo que el ingenuo attaché resuelve ganar una senaduría y comprar una casa de tejas rojas— un accidente precipita el drama: Phil, tras discutir con su amante, se rompe la nuca al rodar por una escalera y Holly huye, pero deja olvidado un pañuelo de gasa verde, que reencontrará horas después en manos de su suegra. Esta aprovecha la ocasión para chantajear a Holly, que se ve obligada a desaparecer rumbo a Europa, mientras marido, hijo y diarios aceptan la historia de su muerte, ahogada en alta mar durante un crucero. Mientras rueda por Dinamarca y Suiza, la pobre Holly sufre toda clase de distracciones, desde confundir niñitos (creyéndolos su hijo), hasta pescarse una pulmonía por llorar hincada en la nieve. También se aficiona al ajenjo, enamora a un pianista, al que
luego abandona, frecuenta penosos ambientes (en un nigth club toma un amante ocasional, que luego la despoja de diez mil dólares, la pensión anual que le gira su suegra) y termina en un hotel de México, donde conoce a Sullivan (Burgess Meredith), un innoble sujeto que se la lleva consigo a Nueva York, descubre su historia e intenta chantajear a los Anderson.
Ninguna -madre dudaría en defender el prestigio de su familia, y así es como Holly opta por liquidar al extorsionados Cuando la detienen, se encierra en un obstinado silencio y firma su confesión con una cruz, de ahí que. la prensa La llame Madame X. A todo esto su esposo ya es Gobernador y aspira a la presidencia; su otrora tierno hijo es ya grandote y abogado (Keir Dullea) y casualmente le toca defender a esa mujer, "capaz de defender a los suyos como una leona a sus cachorros". Clay (hijo) gana el juicio, sin saber que la acusada es su madre, aunque un atavismo impúdico lo lleva a besarla reiteradamente; Clay (padre) reconoce a su querida esposa, pero sin arriesgar su candidatura a cambio de librarla de la silla eléctrica; la abuela Anderson llora sus culpas y el film termina cuando la sufrida Holly se muere de algo no especificado, probablemente de ternura.
Casi todos los espectadores tienen o han tenido una madre, de manera que, desde la tragedia griega hasta el cine actual, quien se sienta falto de recursos para conmover a su auditorio puede echar mano a los sentimientos filiales del público, sacudirlos con dos o tres escenas lacrimógenas, y embolsar luego sus dracmas o dólares, según corresponda.
Pero hay muchas maneras de hacerlo: el productor Roas Hunter tuvo la deferencia de obsequiar a quienes asistieron a la premiére, en Los Ángeles, de Madame X, finos pañuelos de encaje, para que las damas invitadas pudieran enjugar sus penurias a gusto. Antes de eso, había desempolvado a Lana Turner junto con una novela de Alexandre Bisson (ya llevada al cine en otras ocasiones) y dotó al director David Lowell Rich de la necesaria cantidad de película en color, un desteñido guión de Jean Holloway y un reparto que se muere de aburrimiento durante una hora y media. El público, también.

 

PRIMERA PLANA
28 DE JUNIO DE 1966

 

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