Billy, el ácido IRMA LA DOUCE (idem, USA,
1961), producción de Billy Wilder para Artistas
Unidos; libreto de B. Wilder e I.A.L. Diamond
sobre la comedia musical de Alexandre Breffort y
Marguerite Monnot; fotografía en panavisión y
tecnicolor: Joseph La Shelle; música: André
Previn. Intérpretes: Shirley MacLaine, Jack
Lemmon, Lou Jacobi, Bruce Yarnell, Herschel
Bernardi y Hope Holliday. Director: Billy Wilder.
140m. Más que una extravagante y vivacísima
comedia, Irma la douce es una suerte de paródico
álbum sobre el folklore de París. Pero un álbum
trazado por un americano, para uso de los
americanos. Esa definición alcanza, quizá, para
insinuar lo que Billy Wilder (La comezón del
séptimo año, Una Eva y dos Adanes) ha extraído de
la deliciosa historia de Breffort y Monnot: por de
pronto, nada de injertos musicales ni de
despliegues coreográficos, con la única excepción
de un twist bailado por Shirley MacLaine sobre las
mesas de un bar, y que ha sido adaptado de
Dis-donc, una de las mejores canciones de la
versión teatral. Todo ese acopio ha sido
sustituido por un diálogo brillante, con
ingeniosas alusiones a El amante de lady
Chatterley o a de Gaulle, y con una impecable
descripción de criaturas funambulescas. Néstor,
un policía que solamente bebe agua mineral, se
enamora hasta tal punto de Irma, la más hábil
poule (prostituta) de París, que termina
convirtiéndose en su mee (explotador). Pero aspira
a ser su único amante, lo que es afrentoso si se
piensa que Irma se enorgullece de su árbol
genealógico, integrado exclusivamente por expertas
en su oficio. Con la complicidad de un tabernero
increíble y sabelotodo (encarnado por un
diestrísimo Lou Jacobi), Néstor se transforma en
un lord que viaja a París sólo una vez a la
semana, juega con Irma inacabables solitarios y se
retira indemne, dejándole 500 francos como
salario. Es alrededor de ese juego de equívocos
que Wilder elabora lo mejor y lo peor de su obra:
durante los encuentros con el lord, el folklorismo
cede lugar a un mero juego de ingenio y la fauna
callejera desaparece bajo un aluvión de frases
chisporroteantes; pero entonces, también el
diálogo roza lo perfecto. Más allá de ese
juego, Wilder erige un estilizado documental sobre
el mercado de Les Halles y sobre las relaciones
entre mees y poules: la maliciosa y alocada
inserción de figuras como Lolita, con sus
agresivos anteojos en forma de corazón, o de las
"mellizas", que venden su amor a dúo, alcanza para
confirmar lo que Wilder ya era: un admirable
ridiculizador de la realidad. En Irma la douce
no siempre consigue mantener la agilidad rítmica
de las primeras escenas ni a justar debidamente
los fragmentos folklóricos con el núcleo dramático
de la historia. Pero compensa esas carencias con
una diestra dirección de actores, arrancando de
Shirley MacLaine y Jack Lemmon una gracia y una
comunicatividad sin desmayos. Irma no es
seguramente su mejor comedia. Pero, por cierto, es
el más rico y completo espectáculo que Wilder haya
engendrado.
Inmadurez de un genio EL SHEIK (Lo sceicco bianco, Italia,
1951), presentado por Apolo; libreto: Federico
Fellini, Tullio Pinelli, Ennio Flaiano, sobre
argumento de Fellini y Michelangelo Antonioni;
fotografía: Arturo Gallea; música: Niño Rota.
Intérpretes: Alberto Sordi, Brunella Bovo,
Leopoldo Trieste, Ernesto Almirante, Giulietta
Masina. Director: Federico Fellini. 90 m. Casi
no hay elementos que identifiquen al Fellini de
este film (el primero íntegramente suyo) con el
fastuoso y genial autor de Ocho y medio. Sólo la
contemplación irónica de algunos irrisorios
actores al borde del mar, el paso de un batallón
de bersaglieri por las calles de Roma y la
irrupción de la melancólica Cabiria (que aquí
también es Giulietta Masina) en una plaza
desierta, junto a un borracho lanza-fuegos,
insinúan la presencia de un ejemplar narrador. Lo
demás es un relato tradicional, nimiamente
imaginativo, elaborado según los cánones de los
artesanos neorrealistas (Lattuada, Blasetti,
Zampa). Pero con más humor y ternura. Aunque
tampoco se note, también Antonioni ha puesto su
mano en el tema: una ridicula pareja de recién
casados sicilianos llega a Roma por primera vez,
en luna de miel; el marido (Ivan) es un devoto del
orden y de los paseos bien pensados. Pero aunque
la mujer (Wanda) respeta sus planes, tiene también
ideas propias: desde 4 años atrás ha venido
escribiendo aluviones de cartas, con el seudónimo
de Muñeca enamorada, al héroe de su fotonovela
favorita: El sheik blanco. Eso la empuja a
reemplazar su baño matinal por una excursión a las
oficinas de la empresa editora: su deslumbramiento
por el sheik, su impensada intromisión en el mundo
fotonovelístico y su decepción ulterior componen,
a partir de entonces, una línea dramática que se
mueve paralelamente a la del marido desesperado. Lo que importa dentro de ese proceso es la
habilidad con que Fellini ha contrapuesto él
estupor y el encandilamiento de Wanda con la
irrisión del mundo que la atrapa: en ese sentido,
El sheik es, más que una obra orgánica, una
sucesión de incisivos apuntes sobre la más mísera
trastienda del espectáculo. La figura del director
que prepara las filmaciones en la playa como si a
través de ese acto fuese a cambiar el destino del
mundo; las invenciones del sheik (interpretado por
un Sordi excepcional, con un estilo histriónico ya
definido) en una barquilla a la deriva; el
erotismo de los paseantes dominicales y la
revelación de que la mujer del sheik es una
ridicula y ensoberbecida matrona atiborrada de
grosería, son datos constantemente equilibrados
por Fellini con el rostro admirativo y edénico de
Wanda. Mucho menos eficaz es la línea dramática
de Ivan, a quien el realizador exhibe en su
progresivo desmoronamiento y en su abrupto regreso
a la tiranización conyugal. Lo que debilita
narrativamente todo ese proceso es el carácter de
grotesco que Fellini se empecinó en conferirle: la
humillación de Ivan cuando denuncia la fuga de
Wanda en un cuartel policial y su simulación ante
los tíos están llenas de efectos gruesos, de
impostaciones cómicas resueltas con
apresuramiento. Por lo demás, la obra está
elaborada con un estilo incipiente, indefinido,
que apunta a subrayar los datos pintorescos o
extravagantes antes que a integrar esos datos
dentro de una prolija crítica costumbrista. A esta
altura, es difícil negar la importancia histórica
de El sheik como primer esbozo narrativo de un
auténtico genio; menos riesgoso parece, al mismo
tiempo, indicar que se trata de una obra
imperfecta y menor.
Una balada
americana LOS NUEVE HERMANOS
(Spencer's
Mountain, USA, 1963), producción de la Warner;
libreto: Delmer Davet, sobre novela de Earl
Hamner, jr.; fotografía en tecnicolor y
panavisión: Charles Lawton, jr.; música: Max
Steiner; intérpretes:Henry Fonda,Maureen O'Hara,
James MacArthur, Donald Crisp, Wally Cox, Mismy
Farmer. Director: Delmer Daves. 110 m. Parece
un viejo film de John Ford por su humor, su
ingenuidad y su aliento novelístico; pero no es
sino el testamento personal de Delmer Daves, un
californiano de 59 años, a quien por lo menos tres
de sus obras (La flecha rota, La última carreta y
El tren de las 3.10 a Yuma) obligan a considerar
como un maestro del western. Esta vez, la
aventura íísica se da en términos de balada: la
familia de los Spencer vive desde 1876 en la
ladera de una montaña que ha terminado por
llamarse como ella; dos generaciones íntegras han
trabajado en una cantera vecina, con sólo el
tiempo libre suficiente para aprender a firmar y a
sumar unas pocas cifras. Pero Clayboy, el nieto
mayor, está empeñado ahora en salir del valle, en
aventar la cal de las ropas de sus antepasados y
en conocer la verdadera forma del mundo. El
tema, pues, no tiene una estructura lineal: a la
manera de Mark Twain, define al valle y a sus
habitantes sesgadamente, exhibiéndolos en su
reticencia a toda misa dominical, en sus
borracheras, en los nimios conflictos a la hora
del almuerzo o en la desolación con que enfrentan
las enfermedades y las muertes. La mayor virtud
de Daves consiste en haber concertado sabiamente
toda esa materia novelística, dotándola de la
misma fluencia de la vida. El film es un prodigio
de observación psicológica (quizá porque incluye
abundantes datos autobiográficos) y de dirección
de actores, y aunque está debilitado por un exceso
de digresiones, su calidez sentimental permite
olvidar ese defecto.
Confusión en el Asia EL AMERICANO FEO (The ugly american, USA,
1963), distribuido por Universal-International;
libro: Stewart Stern, sobre novela homónima de
William Lederer y Eugene Burdick; fotografía:
Clifford Stine; músicas Frank Skinner;
intérpretes: Marlon Brando, Eiji Okada, Sandra
Church y Pat Hingle. Director: George Englund. 190
m. Esta es la historia de un hombre de buena
voluntad, el embajador Mac White (Brando),
representante del presidente Kennedy en un
imaginario país del sudeste de Asia, llamado
Sarkhan. La situación política del pequeño reino
es caótica — hay transparentes alusiones a
conflictos muy actuales—, y el diplomático
norteamericano la agrava con su incomprensión. El
ídolo de las multitudes sarkhanesas es Diong
(Okada), viejo amigo de Mac White y fervoroso
nacionalista. Los objetivos del novel embajador
consisten en: democratizar los métodos
oligárquicos del primer ministro Kwen Sai,
neutralizar la influencia comunista y convencer al
pueblo sarkhanés de que la Carretera de la
Libertad, que se construye con ayuda
estadounidense, no es un instrumento de
conveniencia bélica para USA, sino de progreso
para Sarkhan. Al no entender que la prédica
antinorteamericana de Diong no es de tinte
comunista, Mac White desata una verdadera
catástrofe. Pero tampoco Diong comprende la
potencial buena voluntad de su amigo blanco, y
Kwen Sai no advierte que la era del nepotismo ha
pasado (por lo menos para los optimistas autores).
Obvia conclusión: en política es bueno no tener
prejuicios. Si bien el guión no se alza por encima
de la medianía, y hasta incurre en puerilidades de
concepto, la realización de George Englund es
solvente, apoyada sobre logrados movimientos de
masas, una exacta ambientación —el film se hizo en
Thailandia y cuenta con notables intérpretes
nativos— y un sostenido clima de suspenso. Brando
despliega sus habituales tics, y Eiji Okada —el
japonés de Hiroshima, mon amour — infunde
simpatía, pero no vigor, a su personaje. El final
posee, dentro de su concepción primaria, la
capacidad de hacer pensar.