ADIOSES
Muerte de un maestro

Desde Cactus, My Pal (1917) hasta Siete Mujeres (1965), la carrera de John Ford abarcó medio siglo de cine, 130 films, el rodaje en la Irlanda de sus padres, en Inglaterra, en África, en islas del Pacífico, en diversos Estados de la Unión y en todas las empresas productoras de Hollywood, sin excepciones.
Ahora que Ford murió a los 78 años en el mismo Hollywood (setiembre 1º -Nota: textual en la crónica, JF falleció un día antes según muchos sitios web-), las necrologías han coincidido en destacar, razonablemente, unos veinte títulos mayores de su filmografía, sabiendo que la enumeración total sería tan difícil como abrumadora. Pero la abundancia y la variedad tienen un sentido. Cuando debió pasar del cine mudo al sonoro, en 1928, Ford ya había dirigido sesenta film, con una abrumadora mayoría en el género western al que volvería más tarde, y de allí hasta la Segunda Guerra Mundial dirigió, en catorce años, otros 38 films, consiguiendo un record sin comparación. Semejante productividad indica alguna displicencia sobre su propia exigencia creadora ("tomo un libreto y lo hago", declaró una vez), pero también indica una sólida formación profesional, que no se alarma ante dificultades, tecnicismos, fechas ni productores. Saber cuántas y cuáles tomas son necesarias para una escena, saber lo que se puede o no se puede arreglar después con sonido, música o montaje, saber hasta dónde se puede confiar en un actor, son virtudes imponderables y necesarias en el oficio. Un resultado fue la veneración que Ford recibió de sus colegas; otro, fue la obtención de cuatro Oscars de la Academia.
Una parte de la obra de Ford exalta justamente la vocación de servicio, esa voluntad de gente que tiene una tarea y que debe obtener resultados. Ese era en 1924 el espíritu de El caballo de hierro, donde se mostraba el esfuerzo épico por tender líneas férreas en las inmensas llanuras, luchando contra la naturaleza y contra los indios. Ideas similares alientan después Tragedia submarina (1930), Hombres sin miedo (1932), La patrulla perdida (1934), Hombres del mar (1940), Fuimos los sacrificados (1945), Cuna de héroes (1955), entre otros ejemplos. Sea en un submarino, en la aviación, en el ejército, en la marina mercante, Ford encontraba atractiva la idea del deber contraído y cumplido, sin que eso le hiciera perder de vista que mostraba hombres y no máquinas, y que una cuota de humor, de cobardía, de sentimiento, debía alternar con el coraje, con la victoria y también con la derrota.
Parecida inspiración alienta también en sus obras mayores del western, desde el monumento clásico que fue La diligencia (1939) hasta Pasión de los fuertes (1946), Sangre de héroes (1948), La legión invencible (1949), Río Grande (1950), Un tiro en la noche (1962), El ocaso de los cheyennes (1964); todas ellas son obras imperfectas, a menudo excedidas de argumento, de mélodramatismo o de palabras, pero en cada film hay momentos magistrales: una secuencia de acción, una espera tensa antes de la batalla, un paseo melancólico por el sitio de una victoria olvidada. Ninguna versión actual por televisión, abreviada y confusa, puede rendir adecuadamente el dramatismo silencioso con que Al redoblar de tambores (1939) mostraba la desolación humeante de la aldea arrasada por los indios; era el primer film de Ford en color y necesitaba de éste tanto como de las pausas y las tomas largas que la TV suprime.
El drama fue el género en el que Ford ascendió al nivel de genuino poeta. Los críticos han destacado a menudo su humor, particularmente el humor irlandés y vigorosa que destila El hombre quieto (1952), hecho de burlas públicas, de impulsos físicos y de trompadas amistosas; pero si algo mide por sí solo la contribución de Ford a la historia del cine es el patetismo callado con que su cámara informaba las crisis de lo irremediable, como el abandono del hogar: la madre Joad que acaricia por última vez algunos objetos queridos (Viñas de ira, 1940), la pareja de ancianos que se aleja de la casa mientras una mecedora se balancea por última vez en un primer plano (El camino del tabaco, 1941), o los dos hijos mayores que dejan en la madrugada el pueblo minero en busca de mejor destino (Qué verde era mi valle, 1941). El lenguaje cinematográfico es casi constante: una situación previa claramente establecida, una caminata lenta hacia el horizonte, una toma larga que se prolonga mucho más allá de su sola función narrativa, una melodía popular que surge lejana y levemente de una armónica o una guitarra. En Fuimos tos sacrificados, obra notable y mal comprendida, varias escenas de ese estilo se intercalan en la vigorosa acción para comentar postergaciones y derrotas; el público estuvo mal enterado de ese título (un film de guerra lanzado en noviembre de 1945, cuando la gente quería olvidar la guerra), pero algunos críticos compartieron la emocionada adhesión que después le prestó Lindsay Anderson, cuando tomó al film como base para un notable artículo sobre Ford (en Sequence, Londres, 1950).
Ford solía desconcertar a los críticos porque no parecía enterado de su propia grandeza, oía con modestia o sarcasmo los elogios, o aceptaba una cantidad alucinante de films por encargo, en los que no le podía ir el alma, para sobrevivir en la industria V para dar trabajo a una docena de amigos en sus elencos (John Wayne, Ward Bond, Maureen O'Hara, Víctor McLaglen, Henry Fonda). Esa fidelidad a su oficio, a sus amigos, a la misma industria, era parte esencial de Ford. Hay que entenderla para comprenderlo y comprender a Hollywood: un profesional hace lo suyo, pero si el ejército lo llama, hará también documentales bélicos durante 1942-43 (The Battle of Midway, December 7th, We Sail at Midnight), como se hacen para la industria films con Shirley Temple o concesiones como Mogambo (1953). Durante 1935-41, que fue su período de apogeo, Ford realizó cinco films triviales, pero también, sucesiva y milagrosamente, El delator, Prisionero del odio, María Estuardo, El arado y las estrellas, La diligencia, El joven Lincoln, Al redoblar de tambores, Viñas de ira, Hombres del mar, El camino del tabaco y Qué verde era mi valle. Es difícil encontrar en el cine esa mezcla de abundancia y calidad: las concesiones de Ford son olvidadas cuando a cambio de ellas trasmite tantas pruebas de su genio creador.
H. A. T.
Revista Panorama
06.09.1973

 

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