Todo parecería
predestinarlo al clisé, a esos arquetipos que
encasillan al actor en personajes blancos, negros
o ambiguos: la mirada dura y la voz metálica se
apoyan en una respetable contextura física,
obligándolo, casi, a los papeles de malo-, una
fatalidad que acaso lo haya escoltado poco tiempo
atrás, cuando encarnó las mañas de ese caudillo
Garay capaz de lograr la lealtad —tan equívoca
como consecuente— de un cuchillero del 1900, el
guapo perpetuado por el dramaturgo argentino
Samuel Eichelbaum. Pero no obstante la primera
apariencia, él ha sabido demoler más de una vez
cualquier intento por ceñirlo a una sola cuerda:
acaso baste refrescar su ya lejana intervención en
Detrás de un largo muro, piloteada por Lucas
Demare, o rescatar al batallador maestro de
escuela rural que componía en Shunko, su opus
número uno en la conducción fílmica.
Precisamente, la nueva
versión cinematográfica de 'Un guapo del 900'
marca, ahora, el retorno a la dirección de este
actor y regisseur chileno, alejado desde hace una
década de la batuta directorial cuando supervisó
Shunko y después Alias Gardelito. Con todo,
Lautaro Murúa Herrera (43, tres hijos, nacido en
Tacna) sigue jurando que su filiación más
profunda, más duradera, es la que lo impulsa a
dirigir: "En esa faceta puedo jugarme entero y
alcanzo a expresarme profundamente", enfatiza
susurrando sus típicas, trasandinas eses. El
diálogo se enhebró la semana última y fue un
premio a las incontables llamadas telefónicas: por
fin, SIETE DIAS consiguió retenerlo durante dos
horas —una verdadera hazaña tratándose de L.M.,
probablemente no igualada antes por ninguna
publicación argentina— en el local de la flamante
productora AICA (Arte e Industria del Cine
Nacional Argentino, Sociedad Anónima) ; allí
resultó posible encañonarlo dribleando su notoria
impuntualidad, que él defiende arguyendo: "Mira,
eso no es del todo cierto; lo que pasa es que soy
muy puntual, pero con una hora de retraso".
De cualquier forma, lo
cierto es que tanta dificultad para concretar una
entrevista se debe, en estos días, al particular
celo que Murúa derrocha hacia su criatura
cinematográfica. Acompaña a Un guapo ... tierna y
peleadoramente, como si se tratara de una hija a
quien hay que proteger, por todas partes adonde
ella actúe en público: Salta, Córdoba, Olavarría,
Bahía Blanca, entre otros centros, lo vieron
transitar con su recién nacida: la película
apareció a fines de setiembre, y ahora está a
punto de brincar sobre la cordillera para hacer su
presentación pública en Chile; pero ya cruzó otras
fronteras: fue llevada exitosamente al Uruguay.
Parapetado detrás de
su escritorio, recordó a SIETE DIAS que uno de sus
primeros trabajos actorales en el país lo cumplió
junto a Olga Zubarry en el film La simuladora. Es
verdad que hoy están prácticamente archivados
aquellos frutos iniciales: aparte de Graciela,
Enigma de mujer, El octavo infierno y varias
faenas más entre la veintena de largometrajes que
animó como actor para el cine nativo, la nómina
eslabona los siguientes títulos desde 1957 hasta
marzo de 1970: La casa del ángel, Detrás de un
largo muro, El secuestrador, La caída, Fin de
fiesta, Libertad bajo palabra, Los venerables
todos (vetada en el país), Tres veces Ana, Alias
Gardelito, Paula cautiva, Invasión y El santo de
la espada.
Lo que posiblemente no
todos memoren es otro jalón suyo como director: un
film nunca concluido, y que debía llamarse Leda y
sus amigas. Pero algo que no escapó a ningún
espectador es la calidad y valor testimonial de
esos aportes, totalmente infrecuentes para la
época. Y que hoy lo llevan a exclamar: "Pero,
fíjese qué notable: pese a mi tesitura estética,
con Olga filmamos una película cuyo título aún me
sigue pareciendo una broma; se llamaba 'Concierto
para una lágrima' y fue dirigida por Julio Porter.
¿No suena completamente absurdo?". Para reconocer
enseguida con franqueza: "Olga me había visto
trabajar en Chile e hizo lo imposible para traerme
a la Argentina; a todo el mundo le hablaba de mí,
la verdad es que me promocionó estupendamente". En
el país trasandino, L.M. encabezaba por entonces
—dieciséis años atrás— una pequeña cadena de
teatros en la que militaban las salas El Atelier,
Petit Rex y Marú: "Allí actuaba, dirigía, hacía de
todo. No había posibilidad de quedarse inactivo",
evoca gozoso.
Lo que sigue es,
necesariamente sintetizada, la charla que sostuvo
Murúa con SIETE DIAS.
Un torrente brotado en forma tan natural como su
gesto al apresar un cigarrillo, o al enarbolar las
manos, con la misma contundencia de un hacha.
CENSURA Y OTROS
FRAGELOS
Se repantiga en la
silla para hacer frente a las preguntas; un
segundo más tarde se afloja, sonríe y suelta la
respuesta en un borbotón. Surge naturalmente el
afán por dilucidar un punto: ¿Por qué Lautaro
Murúa Herrera eligió radicarse en la Argentina?
Contesta con cierta reticencia, sin mucho
entusiasmo por hablar del pasado.
—Bueno, elegir no es
la expresión adecuada: ocurre que no siempre se
elige; no es tan simple, ¿verdad? Por ejemplo: en
aquella etapa yo estaba casado y a mi mujer le
atraía muchísimo vivir en este país. Por otra
parte, ,en Buenos Aires, habíamos formado un grupo
de amigos y comenzábamos a echar raíces; hay que
reconocer que aquí las condiciones artísticas
eran, con mucho, más dinámicas y existía cierta
estabilidad que faltaba en Chile...
—Usted llegó al país
en un momento político muy especial: el de
la caída de Perón.
¿Cómo vivió ese fenómeno?
—Mire, yo desconfiaba
mucho del peronismo por los matices fascistas que
traía aparejado, pero al propio tiempo desconfiaba
de los militares; de modo que tras ese derrumbe no
me forjé demasiadas esperanzas. Aunque confieso
que en un primer instante caí, como muchos, en la
fascinación de un clima de libertad que resultó
completamente falso.
—¿Cuándo se
desilusionó?
(Sonríe con toda la
boca, como dando a entender que es un asunto casi
obvio.)
—Para ser bien preciso
voy a darle un solo ejemplo, que hace a este tema:
en 1957 se desató una estimulante apertura
cultural; es el momento en que nace la Ley del
Cine, una de las más ejemplares en el mundo
entero. Durante tres años la cosa funcionó y
aparecieron directores nuevos como David Kohon y
Rodolfo Kuhn, para citar un par de casos
significativos: en general, el grupo que se dio en
llamar La Generación del 60. Pero después
comenzaron a modificar la Ley, a "enmendarla",
corregirla y, por supuesto, estropearla
totalmente. Como siempre, lo malo no son las leyes
sino los hombres que las aplican.
—A su juicio, ¿quiénes
fueron los responsables de esta situación?
—¡Uh...! La nómina
sería interminable, ya que tendría citar a todos
los sucesivos directores del Instituto de
Cinematografía, con excepción de uno, el doctor
Emilio Zolezzi: un hombre de cultura que trató de
dar su apoyo con honestidad al cine argentino.
—Pese a tal deprimente
estado de cosas que, de algún modo, debían
contrariar sus expectativas de estabilidad y
apoyo, usted permaneció aquí. ¿Cómo se explica
esto?
—Se explica porque soy
vasco. Bueno... lo fueron mis padres, pero yo
conservo intacta la terquedad de su pueblo. Soy un
empecinado defensor de las cosas que considero
justas; cuando llegué a la Argentina, podía prever
ciertas circunstancias favorables para la
cinematografía y al poco tiempo esas
circunstancias cambiaron, volviéndose muy
negativas. Podría haber hecho las valijas pero
preferí participar en la lucha: creo que este
empecinamiento determinó mi trayectoria.
(Instado a reseñar los
hitos más memorables de esa lucha por el cine —que
engloba los numerosos debates en torno a la
censura, en los que participó con armas y
bagajes—, Murúa se disculpa: "Eso no me
corresponde puntualizarlo a mí; además, no me
gusta hacerlo".)
—Pero, al menos,
cuéntenos cuál fue la ayuda o los contratiempos
con los que se topó a causa de tanto trajín.
—Bien, aquí va lo
lindo; la gente me paraba por la calle y se
solidarizaba: "¡Arriba, Murúa, adelante!", "¡Dale,
no abandonés!...". Y ahora tengo que extraen del
baúl lo feo; lo feo no eran las críticas ni que se
me tildara de extranjero entrometido, sino que
quienes estaban en la contra obraran siempre bajo
cuerda, de manera torpe y mezquina. ¡Nadie dio
jamás la cara; y eso me subleva!
—¿Cómo definiría la
actual etapa del cine nacional?
—Diría que la crisis
continúa. Diría que hay algo más que censura: hay
terror a las ideas; hay terror a las palabras
(comunismo, gremialismo, etcétera). Se ha logrado
inhibirnos a tal punto que ya no sabemos qué
hacer; la sola idea de realizar aquí una película
como Mash, digamos, podría costamos la cárcel. Hay
películas excepcionales que no pueden entrar al
país o cuya exhibición está prohibida, como If, un
film inglés que refleja magistralmente la protesta
juvenil frente a los sistemas de opresión. En una
palabra: existe censura ideológica.
—Además de la censura,
¿qué otros flagelos azotan al cine en la
Argentina?
—¡La falta total de
apoyo, dígalo con todas las letras! Cuando se pide
un préstamo para la realización de alguna
película, la respuesta constante es que no hay
fondos. A mí me gustaría saber, por ejemplo:
cuánto recauda el Instituto de Cinematografía en
concepto de impuestos; qué se hace con ese caudal;
desde cuándo no se otorgan créditos; a quiénes se
les ha otorgado; quién es el productor que más
créditos y más premios en dinero ha recibido;
cuántos empleados trabajan allí; cuánto gana la
plana mayor; cuándo se instituyó la censura, en
evidente contradicción con la ley.
LA SOLEDAD, LA PELEA
"Mi ilusión de
adolescente no era convertirme en actor, sino la
de ser un buen arquitecto. Así que entré en la
Universidad, al poco tiempo me inscribí en la
Escuela de Bellas Artes y, simultáneamente, me
anotaba en el Teatro Experimental de Santiago;
después de dos años mandé todo al diablo y me
quedé con el teatro." Murúa despliega una risotada
y abunda: "Con el grupo experimental trabajé
intensamente estudiando actuación pero,
básicamente, dirección; ésta fue y es siempre la
veta que más me interesa. Nunca quise convertirme
en actor: aún ahora, actuar me aburre...", agrega
inesperadamente.
A pesar de tal
declaración, es difícil no sentir la firmeza de su
brazo encaminando al chico, en Detrás de un largo
muro o el rictus ácido, socarrón, de su caudillo
Garay; cuesta desechar su reciente composición
actoral en la obra El campo, de la autora Griselda
Gambaro. Sorprende conocer cómo se decidió a ser
actor: "Hacia 1947 estábamos trabajando en el
teatro cuando, de pronto, irrumpió en la sala un
grupo de disfrazados, gente de lo más exótica y
extraña. Andaban buscando un intérprete, y el
elegido fui yo". Con aquellos descubridores rodó
La hechizada, producida por Chile Films: por
entonces —cuenta Murúa— esa gente bregaba en favor
de un cine nuevo, un cine que saliera a la calle
en busca de exteriores y lugares significativos;
en síntesis, un cine con proyección
psicosociológica.
—¿Cómo logró realizar
Un guapo..., y cuánto dinero le costó?
—Costó 60 millones de
pesos viejos, colectados mediante el aporte de la
sociedad anónima que forma parte de AICA y a la
cual pertenecemos Edmundo Eichelbaum, el doctor
Busquett, Néstor Gaffet y yo; también gracias a
préstamos particulares y, por último, cierta
cantidad que cada uno de nosotros aportó: en un
comienzo, también integró AICA Jorge Salcedo,
quien se retiró luego. (Hace una pausa, se
rastrilla el pelo con dos o tres dedos.) La
elección de este tema, ya dirigido antes por
Leopoldo Torre Nilsson, no indica nada especial:
podría haber sido cualquier otro. Ocurre que
brotaron ciertas condiciones favorables; un
ejemplo: los derechos de autor son patrimonio de
Eichelbaum, hijo del autor del libro; además
contábamos con el elenco apropiado. Por fin,
ansiábamos dar una imagen distinta de ese guapo,
que no era sólo una máquina de matar sino que
podía, también, ser tierno con su madre, dócil y
humilde...
—¿Qué otros elementos
diferencian su película de la de Nilsson?
—Ambas enfocan el
asunto con una mira muy, muy distinta: la de
Nilsson tiende a servir al personaje, dibujándolo
con ciertas facetas muy particulares
(homosexualidad-lealtad-sometimiento); yo pretendo
servir al tema: aun a costa de perder
espectacularidad, se intentó explicar
objetivamente las condiciones políticas de
principios de siglo. Esquematizando, podríamos
decir que Ecuménico López es una máquina que actúa
por impulsos, pero en lo ideológico es una mente
vacía (simboliza una síntesis-producto del
caudillismo); mientras que Pancho, su hermano,
comienza a manifestar un atisbo de conciencia
social (simboliza el nacimiento del anarquismo). A
este personaje, Nilsson ni siquiera lo tomó en
cuenta.
—¿Por qué supone que,
en general, los críticos recibieron tan
negativamente al film?
—En primer lugar, creo
que la crítica no determina nada. Tal como se la
ejerce en este país es egocéntrica, personalista,
superficial y técnicamente inválida. Y creo que lo
personal es lo más grave: uno trabaja para dejar
una obra, y la labor crítica parece ser un mensaje
particular al realizador: tiene algo de
psicopático-amoroso. Por otro lado están los
irrespetuosos, esos que no firman sus notas pero
arriesgan equivocados juicios de valor, con una
ligereza escalofriante, sin tener en cuenta que se
están refiriendo a un esfuerzo que llevó meses de
labor. Una censura: se nos achacó no tener en
cuenta el momento político y su principal
protagonista: el caudillismo. Yo respondería que
no hay un solo aspecto del film que no esté
apoyado, íntimamente, en el momento político:
citas textuales de discursos; precisión en las
fechas históricas; encuadres constitucionales,
tales como elecciones de renovación parlamentaria,
etcétera. ¡Justo lo más notable es el encuadre
sociopolítico!
De inmediato,
caminando a grandes zancadas, recupera a Shunko,
"una película documental que recuerdo con enorme
cariño; pero indudablemente, de hacerla hoy le
daría otra forma". Y desliza: "Lo mismo podría
decir de Alias Gardelito, que en su momento —1961
— recibió grandes elogios y hoy es para mí
bastante discutible". Para retumbar en seguida:
"En cambio, Un guapo del 900, pese a su adverso
recibimiento por los seudoespecialistas, resistirá
al tiempo y será revalorizada". Mejor acogido en
el interior que en la Capital Federal, Un guapo
... permaneció varias semanas en la cartelera
uruguaya con detonante eco de público.
—¿Qué piensa de los
nuevos realizadores, como Fernando Solanas y su
obra La hora de los hornos?
—Me parece una
película valiente pero muy discutible en su fondo
y forma. En general, desconfío un poco de los
cineastas surgidos de la publicidad: si bien
cuentan con un conocimiento técnico importante,
les falta madurez de concepto. Muchas veces chocan
con el problema del libro, confunden velocidad con
ritmo...
Mientras concluye el
paseo —activo, discurridor— por la pieza,
encuentra tiempo para verter varios juicios: desde
su repudio a la televisión, "un monstruo devorador
de talentos en todo el mundo: estupidiza cuando
podría ser un extraordinario medio de difusión
cultural", hasta su preferencia por ciertos
actores y directores locales: Federico Luppi, José
Soriano, Juan Carlos Gené, Inda Ledesma, Milagros
de la Vega, Norma Aleandro, "todos ellos muy
talentosos; en cuanto a los directores, creo que
los más dotados de mi generación son Fernando
Birri y David Kohon". Aclara que la situación
chilena (o llena de orgullo "y de alguna forma
contribuí, ¿no? ¿Qué mejor apoyo puedo darle que
mis tres hijos? ¿Y qué se puede decir de un país
socialista donde no hay un frente único; donde el
presidente ha sido legítimamente elegido por la
mayoría; que se basa en la Constitución y ostenta
un primer mandatario con magistral sutileza
política? Si no trabajo ahora para mi patria, es
debido a la cantidad de compromisos que tengo
aquí, de especial modo ÁICA; pero pienso que he de
trabajar simultáneamente para ambos países, que
por algo son hermanos. ..".
Mira fijo, sonríe con
un poco de nostalgia, se repone: "Cuando filmamos
la última secuencia de Un guapo..., fuimos con
actores y técnicos a comer algo a un restaurante
de San Telmo. Hacía un frío de los mil demonios.
Nos despedimos en la puerta del restaurante. Cada
uno se fue por su lado, y yo me quedé mirándolos
irse, mientras me invadía un sentimiento de
soledad espantosa. Tardé un siglo en llegar a mi
auto. Era el fin del esfuerzo colectivo. De ahí en
más, todo caería sobre mí...". Había que volver a
luchar, como siempre, sin bajar nunca la guardia.
AMALIA IADAROLA
Revista Siete Días
Ilustrados
08/11/1971
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