TEOREMA
La semana pasada, en Montevideo, se estrenó Teorema, el discutido film de Pier Paolo Pasolini. El público uruguayo pudo así juzgar una de las obras maestras de la cinematografía contemporánea, un privilegio vedado a los argentinos por decisión de la censura oficial. SIETE DIAS asistió a ese estreno.

Teorema
Es el quinto largometraje de Pier Paolo Pasolini y, hasta ahora, la cumbre de una obra que se caracteriza por su coherencia, su hondura y su singularidad.
Pasolini —un proletario boloñés, nacido en 1922, cuya infancia estuvo signada por el nomadismo de sus padres— estableció los cimientos de su poética a través del lenguaje escrito. Poeta dialectal (La meglio gioventú, 1954, en lengua friulana) o culterano (Le ceneri di Gramaci, 1957; La religione del mío tempo, 1961), narrador (Ragazzi di vita, 1955, su primer éxito; Una vita violenta), accedió al cine con Accattone (1961), un film desprolijo, intenso, lleno de fuerza y de lagunas sintácticas, que la crítica recibió con asombro y reservas.
Marxista militante, delincuente fronterizo (asaltó un comercio, en 1962, en plena crisis de su concepto de praxis), acusado de homosexualidad (hace más de una década se salvó por poco de un proceso wildeano, y desde entonces no han cesado las versiones que lo presentan como un corruptor), este esquivo personaje terminaría convirtiéndose en la imagen viviente de una paradoja: terror de los bien-pensantes, arquetipo de los temas tabúes que la sociedad occidental y cristiana considera como enemigos acérrimos de su statu quo, ha venido a encarnar, por la evolución de su pensamiento lúcido y beligerante, la mayor figura artística de que pueda enorgullecerse la nueva Iglesia; el aggiornamento entendido como una revolución estructural, antes que como una maniobra diplomática para sortear las presiones temporales del mundo moderno.
Acaso el propio Pasolini desautorizaría esta hipótesis, y la desautorización es válida si se la toma al pie de la letra. Ligado a las herejías cristianas de los primeros siglos, el pensamiento de Pasolini es tan estimulante, antidogmático y creador como el de los primitivos heresiarcas: como a Marción o a Sinesio de Rodas, la Iglesia lo condenará siempre por un principio de autoconservación, pero se aprovechará de su aventura espiritual en la medida en que significa un raro y revulsivo combate contra el ateísmo (no otro sentido tienen los reiterados premios de la O. C. I. C. —Oficina Católica Internacional del Cine, organismo crítico y consultor creado directamente por el Vaticano—, al Evangelio según Mateo y a Teorema).
Preparado por la perfecta parábola del Cordero Pascual que fue Mamma Roma (1962), Pasolini comenzó a cercar la figura del Crucificado, esa metáfora de la necesidad del sacrificio como precio de la revolución, esa antigua certeza de que todo proceso de cambio pasa fatalmente por la sangre de los hombres antes que por su capacidad de discernimiento.
El primer ensayo fue su escandaloso episodio de Rogopag (La ricotta, 1963), donde un miserable extra moría indigestado en la cruz donde debía representar al Buen Ladrón. Las claves del Evangelio según Mateo, su film más elaborado, estaban ya allí, aunque en estado de balbuceos que no habían alcanzado desarrollo: de su cristianismo revolucionario podía entreverse la remozada visión de la Piedad, su compromiso militante con los sumergidos, su desprecio por los protagonistas.
Dos años de tanteos y de conflictos lo llevaron finalmente al choque frontal con El Protagonista: eligió la versión de Mateo —el más desapasionado de los sinópticos— para esquivar toda concesión a la iconografía en uso; seleccionó sus actores entre italianos del Sur, más cerca de la labranza y de las huelgas que de los altares; su Jesús era un líder irritado y lúcido, que elegía morir para que el deterioro de las negociaciones no perjudicara el proceso de su revolución.
Con Edipo Rey, el pensamiento religioso de Pasolini terminó de explicitarse: si la más remota idea cultural va unida al pecado y al castigo —la hybris griega y el Pecado Original cristiano; el restablecimiento de la sophrosine a través de la sangre de Edipo y la reanudación de la Alianza a través de la sangre del Crucificado—, les toca a los hombres modificar los términos de la ecuación; en un mundo donde los Cristos mueren acribillados a balazos en beneficio de nadie, y los Edipo se arrancan los ojos para restablecer un equilibrio que otros han dañado y se niegan a reparar, parece tiempo de que el Sacrificio abandone su sometimiento y se convierta en arma para la rebelión.
¿Cómo estructurar, sin embargo, esa rebelión? ¿Puede un individuo, por el sólo holocausto de su vida, generar un proceso revolucionario? Si no es así (recordar las declaraciones de Pasolini sobre Guevara: "Lo admiro pero no lo amo. La suya es la típica actitud del pequeño burgués que quiere hacer la revolución a toda costa. Cuando el pueblo está preparado para ella, la revolución es un hecho espontáneo, incontenible"), ¿qué camino puede recorrer un hombre ante la hostilidad de las reglas de juego que se le proponen?
La respuesta a esos interrogantes es Teorema.
Se equivocaría quien imaginara que, a través de Teorema, Pasolini ofrece una receta revolucionaria, o un pasaporte hacia pautas de acción colectivas o individuales. Como buen marxista, Pasolini no propone sino una relación dialéctica entre opuestos que se resuelven en la acción: si su teorema es indemostrable, no es por ello menos riguroso; si no aporta conclusiones de tipo mecanicista, no es menos válido como hipótesis de trabajo.
Una síntesis del argumento es lo primero que parece imprescindible para acercarse a un fin del que no pueden gozar los argentinos, por la mentalidad preconciliar (anterior al Concilio de Trento) de quienes velan por sus conciencias.
A la mansión de una riquísima familia milanesa llega un desconocido (Terence Stamp) al que se supone vagamente relacionado por amistad o parentesco con los dueños de casa. Estos son un industrial (Massimo Girotti), su mujer (Silvana Mangano) y dos hijos adolescentes (Anne Wiasensky, André José Cruz), servidos por Emilia (Laura Betti), una campesina emigrada a Milán.
La seducción del huésped no admite paralelos: en el escaso tiempo que permanece en la casa, hace el amor con todos sus anfitriones, incluyendo a la criada. Luego de una rigurosa escena individual de separación con cada uno, se marcha. Las consecuencias de esa visita fugaz son variadas. Emilia regresa a su aldea natal, donde entra en estado místico: se alimenta de hierbas y raíces, recibe el don de curar y de levitar, y concluye haciéndose enterrar viva "pero no para morir sino para llorar por todos", en la esperanza de que sus lágrimas sean un agua de vida.
La hija sufre un acceso catatónico, de cuyas posteriores consecuencias el film no informa; el hijo deriva hacia una búsqueda estética impotente (por su boca Pasolini reflexiona sobre la muerte del arte, la caducidad de las pautas expresivas de comunicación, la estafa fundamental que supone toda representación de la realidad, incluyendo su propio film).
El destino de los dueños de casa, es también diverso. La madre —una burguesa católica insatisfecha, aferrada a la moral en uso como un precio estipulado de la comodidad— comienza una búsqueda en círculos concéntricos del ser amado perdido, que la lleva a acostarse indiscriminadamente con cualquier adolescente que se le asemeje. El padre regala su fábrica a los obreros, se desnuda en la estación central de Milán, e inicia una agónica marcha por el desierto con la que concluye el film.
Por lo menos dos lecturas se imponen al espectador. En la relación dialéctica en que las ofrece el material a leer, lejos de negarse se complementan.
Para la primera lectura es una clave fundamental la secuencia que abre el film, anterior a los créditos: el industrial acaba de regalar su fábrica, y un grupo de periodistas entrevista a los beneficiarios. De las respuestas pueden extraerse no menos de tres conclusiones: 1) ningún gesto individual modificará la relación entre capital y trabajo; 2) antes bien, al convertirse en patrones en un país donde los medios de producción no están socializados, los obreros no hacen otra cosa que acceder a la burguesía, se diferencian de su clase como si hubieran ganado Inesperadamente la lotería; 3) por añadidura, toda prédica solitaria será fatalmente absorbida por el sistema: los redactores y camarógrafos están allí para probarlo.
Las consecuencias que sobrevienen a la partida del visitante, son evidentemente motivadas por la clase social de aquellos a quienes conmovió: Emilia ("única representante del proletariado", como la definió el propio Pasolini), será también la única para quien el accidente devendrá iluminación fecunda; independiente de las consecuencias prácticas de su revelación, adquirirá una nueva conciencia de su valor como ser humano, de la responsabilidad de estar vivo, de la que no gozaba (por fatalidad cultural, por circunstancia).
La familia burguesa, en cambio, carente de una base sólida para enfrentar el cambio, navegará a la deriva de sus contradicciones, tocada por un nuevo amor pero sin las herramientas para instrumentalizarlo. Nada puede hacer la Revolución, por quien ha fundado su vida en el temor a modificar el orden de 'las cosas.
Para la segunda lectura del film, hace falta, sin embargo, ordenar los elementos según otro esquema, sin la ayuda del cual la obra de Pasolini parecería no sólo condenatoria sino desesperanzada.
El visitante es, otra vez, el Cristo esencial de la filmografía pasoliniana: pero por vez primera no es aquí el Crucificado sino el Resucitado; el tema del Sacrificio se desplaza hacia el de la Gloria, la imagen de Cristo Viviente de los herejes docetas (quienes negaban la " existencia histórica de Jesús, y aseveraban que el Cristo es un principio de acceso al amor y a la evolución, presente potencialmente en la interioridad de cada hombre).
Los doctores de la Iglesia tardaron siglos en establecer la doctrina de la ''Parusia (dogma de la segunda venida de Cristo a la Tierra), conforme estrictamente a las revelaciones de los Evangelios canónicos, luego de que el Concilio de Nicea desterró como apócrifos a la mayoría de los qué circulaban. El heresiarca Pasolini elige en cambio una visión preconciliar para su Cristo visitante: la Parusia no es un hecho histórico a producirse en el fin de los tiempos; ocurre cotidianamente con cada hombre que tropieza con el sentido de su vida. Se sabe que la Revelación es un arma de doble filo: así como fortifica al puro, aniquila al culpable.
No es, sin embargo, posible, que un Dios de amor abomine de sus criaturas: el grito del padre, desnudo en el desierto, con el que concluye el film, es un aullido de agonía pero también de parto; la demostración del necesario dolor con que se nace a una nueva vida.
Los elementos religiosos de Teorema son tan abundantes, que casi podría decirse que sin ellos la obra carecería de estructura. La prodigalidad amatoria de este Cristo de sweater, que se despoja continuamente de sus ropas y las abandona en cualquier parte, no es más que el cumplimiento del "Amaos los unos a los otros" llevado a sus últimas consecuencias; la relación que él tiene con cada uno de sus seducidos es abrumadoramente litúrgica, y culmina con las despedidas individuales, verdaderas plegarias en las que el visitante se limita a imponer las manos por toda respuesta. Algunos detalles iconográficos —la alusión a la travesía del pueblo de Dios por el desierto, en las reiteradas tomas del viento arremolinando la arena; el Ángel Volatinero encargado de traer los mensajes (uno anuncia la llegada, y otro la necesidad de partir del visitante), con la cabeza coronada de rulos y batiendo los brazos para moverse— son tan obvios que no vale la pena insistir en ellos.
La superposición de ambas lecturas del film, es más estimulante de lo que parece a simple vista: Pasolini, marxista y cristiano, cree por encima de ambas categorías en la esencial responsabilidad individual del hombre, como camino que conduce a cualquier Jerusalén liberada.
Ni la Revolución ni el Reino de los Cielos se obtendrán sin esfuerzo: el burgués verá pasar al camello por el ojo de la aguja, cuando los cambios que teme y niega se presenten en su vida; cuando lo destruyan por no haberse preparado para recibirlos.
Pero si la Revolución no llegará para los cautos y los indiferentes, el Reino tampoco se abrirá para los que no hagan otra cosa que aguardarlo: es en la Tierra donde 1os hombres han sido convocados para elaborar su destino; para elegir entre participar en la lucha por el mejoramiento de la condición humana, o prepararse para el Infierno, esa prestigiosa condena que no es, en definitiva, más que la repetición de gestos inútiles, de vacío y soledad infinita, de palabras que no han sido dichas para nadie y a nadie consolarán.
Revista Siete Días Ilustrados
16.06.1969
 

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