Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado


eduardo mallea
LIBROS
La resurrección a medias
Eduardo Mallea: La red — “¡Abajo las crucifixiones! ¡Viva la Resurrección!”, declama Henry Miller en el acápite de este libro. Es la primera señal de un sobresalto que ya no se detendrá hasta la última página. ¿Qué tiene que ver Miller con Mallea? ¿Qué absurdo grado de parentesco puede vincular a este argentino que instaló a la literatura en los altares de la solemnidad y a la vida en los altares de la literatura con el patriarca del borbotón, del arte hecho de vómitos y balazos?
¿Qué repentina afinidad empezó a desencadenarse (si es que en verdad se desencadenó) entre el académico de Letras, el ex Embajador siempre fotografiado entre pirámides de libros y personajes ilustres, y el rotoso vagabundo de Creta y California, que en 1925, sin previo aviso, decidió renunciar a su empleo en la Western Unión Telegraph Co. —donde había sido mensajero y luego jefe de personal— para tenderse bajo los puentes del Sena sin pensar en otra cosa que en el movimiento de los días? Ningún lazo parecía posible. Alguna vez el argentino escribió: “Deseé la proximidad de aquellas gentes cerca de quienes se pudiera realizar el aprendizaje de la inteligencia”, y permaneció fiel a esa divisa; aprendiz o catedrático, sólo el mundo de los clercs le resultaba respirable. Miller, mientras tanto, sacrificaba las noches —como él decía— “a los elementos y a la lujuria”. Una de sus cartas a Lawrence Durrel cuenta que cuando volvía a casa se sentía listo para escribir, "pero lo que pensaba era demasiado bueno y no podía escribirlo. Entonces me echaba en la cama, con ropas y todo, y gozaba de lo que escribía en mi cabeza”.
Sin embargo, el acápite de 'La red' no es un mero desplante mistificador ni un ingenioso acto de parasitismo tendiente a establecer asociaciones entre los yermos de Mallea y los borbotones de Miller. Este tejido de cuentos y parábolas, de poemas lustrales sobre Buenos Aires y digresiones filosóficas, esta novela abierta —en definitiva— es el primer giro que Mallea impone a su obra esclerosada. Que haya resuelto darlo a los 65 años, cuatro décadas después de su primera obra narrativa (Cuentos para una inglesa desesperada, 1926) no sólo merece el asombro sino también la ponderación v el análisis. Desde 1955, por lo menos, la crítica argentina no oficial viene negando en bloque a este pontífice de los años 40. desentendiéndose de sus tenaces, aluvionales relatos y memorias. Las alabanzas que suelen asestarle The Times Literary Suplement, Die Welt o algunas vetustos catedráticos de Iowa y Munich aluden invariablemente a su aptitud para narrar con profundidad, para revelar esencias o definir arquetipos. No es ese nirvana de los intocables, ese paraíso de la inmovilidad el que aman los creadores verdaderos. Confinada en las prisiones de los análisis gramaticales, incensada por los profesores, la obra de Mallea sobrevivía en un limbo de respetabilidad: el único paraje del que huyen las nuevas razas de lectores.
Y de repente, el movimiento, la transfiguración, la búsqueda de una salida. 'La red' incorpora al entumecido cosmos de Mallea por lo menos dos elementos que su obra anterior no dejaba adivinar: la comicidad, por un lado; la idea del cambio, de la protesta contra los valores burgueses per el otro. Ese giro se percibe, sin embargo, en una sola dimensión: la de la estructura narrativa. Mallea compuso La red como una sinfonía dividida en veinte movimientos y cinco intermedios: su voluntad de declarar el libro en perpetuo estado de apertura se percibe claramente en las últimas páginas. El paso final es también un “intermedio”, que describe a la vida como un circulo y postula “el eterno recomienzo”. La red es Buenos Aires, la ciudad “con perfil de núbil”, “hosca por ocultamiento de sus entrañas o por una suerte de hermética adolescencia”. Veinte fragmentos líricos (“Meditaciones poemáticas”, las definiría Mallea) pretenden exhibir sus secretos y esencias; cuarenta y cinco relatos reseñan los tics y los desvelos de sus habitantes.
Pero la empecinada fidelidad de Mallea a su obra anterior desmorona sistemáticamente esas mutaciones. Uno de sus mejores cuentos, “El hombre que no sabía decir que no", es en cierto modo la contrafigura de su novela Chaves (1953). Al silencio de aquel corredor de terrenos y peón de un aserradero, para quien la omisión de la palabra era un acto de protesta, una afirmación de su carácter, el Fenelón Calibas de este relato opone la abulia, la resignación ante las decisiones de los otros. Chaves terminaba con un monosílabo rotundo, “No”, que equivalía a una definitiva voluntad de incomunicación; Fenelón, al decir “Sí”, elige esa otra forma de silencio que es la muerte.
En los primeros cuentos de La red, el cambio es el arma que esgrimen los personajes contra la hipocresía y la autodestrucción; Beatriz Regal, casada sin amor, asume la cara de su amante obsesivo; el matrimonio Pinar tiene que dejar su casa de Flores y mudarse al centro ante el divorcio que les ha impuesto el rumor unánime del vecindario; el ensayista Teobaldi, que acaba de poner por las nubes la música de Bach, es desenmascarado por su mujer: “Bach no te gusta". Esas tensiones morales, esa necesidad de mostrar a sus criaturas en el momento de revisar sus vidas, esa continua protesta de Mallea contra la inmovilidad porteña, contra las rebeliones sofocadas, contra los seres que tratan de adherirse a la imagen que los otros les han trazado, son, quizá, la justificación de este libro. Pero el mejor escudo para su defensa son los juegos cómicos que el autor ha insertado entre el 10º y el 12º capítulos.
“El dedo de Kirkelman”, por ejemplo, se abre con dos líneas inesperadas y espléndidas: “Kirkelman era un hombre jupiteriano. Cada vez que Kirkelman levantaba el dedo, una flor se marchitaba en alguna parte”. La parábola que sigue a esa frase es un mero juego de afirmaciones y negaciones, pera la magia de ese comienzo basta para encandilar al lector. Otra historia excelente es la de Vera Migailoff, que le permite a Mallea burlarse de los saraos y las famas intelectuales. Vera ha descubierto que en la página 212 de Banderas solitarias, la última novela del célebre Lamorera, se describe como una sinagoga lo que es, en verdad, una iglesia ortodoxa. El error ajeno le permite medrar a Vera, ser admitida en los salones y alabada por su agudeza. El mismo equívoco asoma en “Ernestina”, una fábula de once líneas, que describe el llamado a deshoras de un marido triste, incapaz de admitir que su mujer ha muerto hace cuatro años.
Donde La red se sofoca, sin embargo, es en el terreno del lenguaje. Como en El vinculo, como en La bahía del silencio, como en Simbad o en Todo verdor perecerá, Mallea sigue sometido al cepo de las bellas letras. Su obra entera ha estado impregnada por una suerte de ineptitud para entender que el alimento de la creación literaria —el único alimento posible— es la palabra gastada por el uso, zarandeada por la gente, paseada de boca en boca. Decidido a fundar un lenguaje que no tiene valor fuera de los libros, Mallea se ha anquilosado dentro de esa red. Sus cuentos proponen una defensa de la vida; su manera de escribir parece asegurar, en cambio, que la literatura y la vida pertenecen a esferas diferentes, y que para imponer respeto al lector, para ejercer influencia y autoridad sobre él, es necesario valerse de impostaciones verbales, de una falsa belleza que se agota en su propia contemplación.
Cuando Mallea escribe “resplandecía en un éxtasis sin fin” o —aludiendo una vez más a Buenos Aires— “extensión y expectativa eran sus signos fisonómicos, considerados naturalmente en la perspectiva de su inmenso cuerpo acostado", parece no tener en cuenta que esas volutas del lenguaje no podrían instalarse en la boca de ningún argentino impunemente, que no hay correspondencia posible entre esas palabras y la vida. Miller no se las hubiera permitido a si mismo: toda resurrección comienza con una crucifixión, con una renuncia a la respetabilidad, al principio de autoridad, a la distancia entre el autor y lector. Tal vez Mallea no haya querido admitir que los únicos giros completos —y valederos— son los de ciento ochenta grados (Sudamericana, 1968; 398 páginas, 800 pesos). [T.E.M.]
Nº 316-14 de enero de 1969
PRIMERA PLANA
 

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