Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado


gonzalez leon
Escritores: El último ídolo de la mafia
En Los nuestros —1966, un excelente ensayo sobre diez narradores de América latina—, Luis Harss reveló con sorna la existencia de una mafia de novelistas, cuyo abanderado era Carlos Fuentes y cuya misión consistía en establecer un frente común para difundir (y defender) en la prensa europea y norteamericana las grandes obras literarias del continente.
No todos los mafiosos lo eran voluntariamente (Julio Cortázar, por ejemplo, el gurú del equipo, fue ungido a pesar suyo y sin saberlo); pero los beneficiarios gozaban de reseñas en La quinzaine litteraire, en Le Monde y en The Times Literary Supplement el mismo mes en que se publicaban las versiones francesa o inglesa de sus novelas, y obtenían cierta prioridad en los catálogos de Gallimard, Du Seuil o Feltrinelli. La empresa de la mafia no puede tildarse de injusta o de sectaria: entre sus protegidos asoman nombres incontestables como los de Gabriel García Márquez, Mario Vargas Llosa, Juan Rulfo, Alejo Carpentier o Severo Sarduy. Ningún análisis mal intencionado del equipo lograría, tampoco, descubrir la infiltración de un escritor irrelevante.
La última contraseña que delataba a los mafiosos era su participación en un libro colectivo, Los dictadores, organizado por Carlos Fuentes y comprometido ya por tres editoriales europeas: el propio Fuentes decidió tomar a su cargo el capítulo sobre el mexicano Santa Anna y confió a Vargas Llosa uno sobre el peruano Sánchez Cerro, a Augusto Roa Bastos otro sobre el paraguayo Francia, a Julio Cortázar un relato del entierro de Eva Perón, a García Márquez la historia de un caudillo colombiano imaginario. A la lista acaba de incorporarse Adriano González León, ganador del último premio Seix-Barral con su novela País portátil: insertará en Los dictadores un texto sobre Juan Vicente Gómez.
La entrada en la mafia de este venezolano de 35 años, ex cónsul de su país en Buenos Aires, era previsible para cualquiera que haya observado sus espléndidos golpes políticos en 1968: luego de su premio en Barcelona, compuso un empeñoso ensayo sobre las novelas de Fuentes, todavía inédito. No es improbable que Fuentes haya influido luego sobre Gallimard para acelerar la traducción de País portátil.
Desde hace seis meses, González León vive en París. Volverá a Caracas dentro de dos semanas, para retomar su cátedra en la Facultad de Humanidades. Antiguo cacique de los dos clanes literarios más poderosos de Venezuela —Sardio y El Techo de la Ballena—, sus dos libros mayores aparecieron, sin embargo, en la Argentina: Las hogueras más altas, de 1959, fue lanzado por Goyanarte; Hombre que daba sed, de 1967, por Jorge Álvarez. El 10 de enero, un enviado de Primera Plana lo entrevistó en París. Estas fueron sus respuestas:
—Qué consecuencias tuvo el Seix-Barral sobre su obra?
—Permitió la difusión de mi nombre. El aislamiento y la falta de vida editorial era el drama de los escritores venezolanos. No sucedió lo mismo con los de México, la Argentina o Uruguay, siempre favorecidos por la abundancia de casas editoras y promotoras. Pero aclaro que una vez en la calle, con premio o sin él, País portátil debe defenderse solo.
—¿Trabaja ahora en otra novela?
—Estoy escribiendo los esbozos de una historia que desarrollará el tema de “Madame Clotilde”, uno de los cuentos de Hombre que daba sed.
—¿Cuál es la anécdota de País portátil?
—El personaje central, Andrés Barazarte, atraviesa la ciudad para cumplir una acción política importante. El viaje, que dura una tarde y parte de la noche, se convierte para él en una pesadilla alucinante en la que flotan residuos de su pasado inmediato y las sensaciones remotas de su pasado regional. Son tan remotas a veces esas sensaciones que, cuando su memoria vuelve a la vieja casa familiar, Andrés vive un deslumbramiento que retrocede casi hasta los orígenes históricos de su comarca. El conflicto está a flor de piel: Andrés es, al mismo tiempo, actor y espectador de la violencia caraqueña de esta década. Pero la novela también pretende narrar el enfrentamiento de un orden feudal brumoso y de una herencia cultural absurda en medio del paisaje urbano.
—¿Cómo es la estructura del relato?
—He narrado en tres planos: uno describe el movimiento cotidiano de Caracas; otro refiere la vida de algunos personajes de la ciudad; un tercero corresponde al pasado feudal de la región de Trujillo. Las esferas se entrecruzan y se relacionan en secuencias narrativas. Procuré que cada una tuviera un lenguaje diferente. El viaje urbano está narrado de modo que las palabras encarnen la trepidación angustiosa y metálica de la ciudad. La vida de los personajes menudos está presentada de una manera lineal, respetando todas las fórmulas convencionales. Y el pasado carga con todas las inflexiones, giros sintácticos y frases hechas del habla provincial.

Los trabajos y las teorías
—¿Cuál es la situación, del escritor en América latina?
—En Venezuela, como en el resto del continente, es difícil saber qué piensan los Gobiernos. Siempre están llenos de malas intenciones. No hemos logrado distinguir todavía la diferencia que hay entre Gobierno y Nación. El patrimonio de la Nación pertenece a todos los ciudadanos. Sin embargo, el régimen de turno lo administra a sus anchas y sólo sus partidarios disfrutan de los beneficios. Cuando un latinoamericano colabora de alguna manera con el Gobierno (escribiendo artículos en revistas oficiales, por ejemplo), se supone que ese acto implica una adhesión. Los opositores suelen decir que cualquier contacto con los dineros públicos es una manera de venderse al régimen de turno. Así, todos los intelectuales viven caminando al borde del abismo. En Francia, a nadie se le ocurriría pensar que si Sartre utiliza los recursos de la Nación, a los que tiene derecho como ciudadano, es un incondicional de la política gaullista. ¿Qué hacer, entonces? Algunos (yo, por ejemplo) hemos resuelto dejar librado el asunto a la conciencia de cada uno. En Venezuela ha sucedido que quienes profesaban la incontaminación y la pureza con más insistencia terminaron haciendo genuflexiones a la vuelta de la esquina. A menudo, la tarea creadora de ciertos intelectuales “progresistas” ha consistido en volverse policías para vigilar a los que violan las normas de circulación que ellos mismos han trazado. En mi caso, por aquello de las malas intenciones y porque el Gobierno es después de todo el Gobierno, he resuelto no pactar con el diablo.
—¿Cree que el exilio en Europa es indispensable para los escritores latinoamericanos?
—La pregunta parece insinuar que yo toda la vida pensé que sí. Nada de eso. De chico, creía que los recién nacidos llegaban de París y que las brujas de Alemania eran mejores que las venezolanas sólo porque usaban escobas. Era una imagen coloreada y fantástica, que después se atenuó en los años del Liceo porque las brujas y los gnomos (y hasta los recién nacidos) que venían de Europa se perdieron en el estruendo de la guerra. Se nos enseñaba que civilización implicaba respeto por la dignidad del hombre. Luego conocimos las increíbles carnicerías de los civilizados en los campos de concentración y en las colonias de Asia y África. No valía la pena pensar entonces que vivir en Europa sirviera de algo. Pero también supimos que allí habían crecido y escrito hombres como Zola, el defensor de Dreyfus; como Romain Rolland, que celebró a Sandino; como Brecht, que enfrentó al nazismo. Creo que es sólo una porción de Europa la que me concierne. En honor a esa porción hice mis viajes. Salir del país natal es importante para todo escritor. La obra de creación se alimenta no sólo de un intercambio vivaz e inteligente de informaciones, sino también de acontecimientos capaces de conmovernos, sucedan en Londres o Madagascar.
—¿De qué modo influyó la cultura europea sobre los narradores de América latina?
—Creo que esa influencia no puede negarse. A mí, por ejemplo, el surrealismo me tocó muy de cerca. Con ellos aprendí la libertad expresiva, el coraje creador. Los surrealistas me sirvieron de trampolín para dar el gran salto contra el pintoresquismo y las academias. Y en un plano adolescente, suponía que París era la ciudad del amor. Mis amigos y yo pensábamos que vengaríamos a orillas del Sena todas las frustraciones sexuales impuestas por nuestra mojigatería feudal. Creíamos que íbamos a vengar también la pobreza. “En París —me dijeron— puedes llevar una pobreza digna. Y en compensación, escribirás al menos un poema tan bueno como los de Vallejo.” La realidad nos haría después rompernos las narices.

La inútil bohemia
—¿De qué modo?
—Llegábamos aquí rechazando la tradición del Siglo de Oro español, para soportar el espantoso olor del metro, las incomodidades medievales de los baños, el mal gusto vidrioso de casi todos los bares y cafés, el increíble humor de las conserjes, la descortesía permanente de los funcionarios. Los escritores y pintores jóvenes que venían a cazar un Espíritu Santo capaz de iluminarles el entendimiento acababan descubriendo que los años pasaban y que ni una sola galería les abría las puertas, que los fabulosos poemas con que soñaban se negaban a surgir. París solo no hace milagros, por supuesto.
Mientras tanto, nacían el aburrimiento, la soledad rencorosa. La prensa exhibía su indiferencia. Los problemas latinoamericanos sólo interesan a la prensa cuando ofrecen un interés pintoresco o sensacionalista. Claro, hay excepciones. Por otra parte, estas quejas llevan implícita una mentalidad de colonizado que está pidiéndole un reconocimiento a la metrópoli.
Pero los franceses siguen pensando en términos franceses. La soberbia nacional subestima casi todo lo que se hace en el resto del mundo. Abren unos ojos increíbles cuando leen la traducción de una obra maestra escrita por un monstruo tropical. Olvidan que las revistas de más alto tiraje son las de fotonovelas; que Francesoir, el único diario que supera el millón de ejemplares, es una hoja sensacionalista: que el único periódico digno de leerse. Le Monde, no sobrepasa las 450 mil copias, con un público potencial de 30 millones de lectores. No conozco una proporción tan desastrosa en ninguna capital de América latina. Y en todas ellas, en Caracas o Buenos Aires, en México o Lima, se está erigiendo una literatura seria y valiente, que gana cada vez más un público vasto.
* * *
Casado con una argentina que nació en Bahía Blanca, y con una cara que parece la cruza de otros dos argentinos —Juan Carlos Gené y Jorge Lavelli—, González León es el primer aporte venezolano a la raza de gigantes que desarrolló la novela latinoamericana en la última década. Armado caballero por la mafia, no lo será del todo hasta que País portátil no libre su batalla campal con los lectores.
Triunfadora en el Seix-Barral sobre 91 originales (de los cuales 29 provenían de este lado del Atlántico), la novela de González León fue ensalzada por uno de los jurados, José María Castellet, al describir la calidad de los postulantes: “Hubo unas seis novelas de notable valor —declaró en marzo de 1968 al corresponsal de Primera Plana: ver Nº272—; algunas eran ininteligibles hasta el último capítulo, que contenía todas las claves para interpretarlas. País fue, sin duda, la más bella”. En la deliberación final, González León recibió tres de los cinco votos. Dos príncipes de la mafia, Mario Vargas Llosa y Guillermo Cabrera Infante, lo precedieron en el Seix-Barral con más blasones: La ciudad y los perros y Tres tristes tigres ganaron por unanimidad.
Primera Plana
14.01.1969
 

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