Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado

victoria ocampo
Victoria Ocampo: Una pasión argentina
Las fotografías de sus antepasados la miran por el rabo del ojo, desde lo alto de la escalera. Seguramente no les cae del todo bien esta nieta de pantalones y anteojos de aros blancos, que maneja su Peugeot por las calles de Buenos Aires y toma el té con los fotógrafos que vienen a retratarla. Vaya a saber qué piensan cuando la ven incorporarse en la cama, a las 7 de la mañana, plegar los tules del mosquitero y escribir allí mismo, con la cabeza contra la almohada, la historia de su nacimiento en Viamonte 482, Buenos Aires, mientras delante de sus ojos verdes y vivaces vuelve a flotar el olor a jabón inglés y la blusa almidonada de miss Ellis, su primera institutriz, una perfecta victoriana.
victoria ocampoElla ha dormido en casi todos los cuartos de la casa, y los antepasados ya deben de mirarla como a un barrio bravo de Buenos Aires, cuyos desplantes enojan pero quedan bien. De vez en cuando, Victoria Ocampo toca con sus manos las de una tía abuela que pintó Prilidiano Pueyrredón, y que se adormece en la sala, con los ojos puestos en las barrancas de San Isidro y en un río de la Plata blanqueado por los barquitos que vienen de San Fernando; la frente de la tía es transparente, tersa, pero sus ojos respiran tal aire de inocente vejez, tanta condición femenina llevada con solemnidad, que uno le pierde el respeto en seguida. “Aquí, en este re-
trato, ella tendría cuarenta años, no más — cuenta Victoria Ocampo— ¿Se da cuenta lo vieja que parece? Las mujeres envejecían muy rápido en el siglo pasado.”
Victoria no tuvo tiempo para envejecer. Ha recibido más odio y amor que nadie en la Argentina; ha quemado casi todos sus bienes en la revista Sur, en las ediciones de libros Sur, en arrimar hasta el Río de la Plata a Igor Stravinsky, Ortega y Gasset, Rabindranath Tagore, Rager Caillois, Ernest Ansermet, Waldo Frank y a cuanto artista importante dijo que sí a sus invitaciones; les ha enseñado a los lectores nacionales quiénes eran Kafka, Drieu La Rochelle, el coronel Lawrence, Jean-Paul Sartre y Macedonio Fernández. Y, sin embargo, se sigue pensando en ella como en una dilettante afrancesada y no como en una escritora. Nadie, todavía, ha explicado por qué.
Ni siquiera la propia Victoria entiende qué ha hecho ella para merecer esas antipatías. “En París hubiera llevado una vida rica, sin problemas —decía el domingo pasado, en San Isidro, enfilando hacia adelante la proa del mentón, para que nadie dude de que siempre actuó como se le dio la gana, y es así, nadie duda—. Mi obra hubiera sido reconocida más rápidamente, más fácilmente. Pude irme, pude tener la vida intelectual y espiritual que había querido desde chica. Europa me atraía, me quitaba el sueño. La primera lengua que aprendí fue la francesa. Tuve que desaprenderla para meterme en el español. Hablaba en francés, pero decía cosas argentinas... Y eso es lo que me echan en cara ahora, ¿se da cuenta? Me echan en cara que esté aquí, recibiendo bofetadas y rindiendo examen todos los días, justificándome por lo que hago y por lo que no hago, rindiendo examen a la mañana y a la tarde, en este momento, dentro de media hora. Hice un esfuerzo sobrehumano para ponerme a escribir en español, v va ve... Pero no daría marcha atrás, no cambiaría lo que he hecho”.
La voz suena como un globo de aire moviéndose dentro de otro, el pelo le tiembla apenas dentro de la malla fina que lo apresa desde la coronilla hasta la nuca, y afuera, los olores de los eucaliptos y del río vienen reptando hasta los retratos, inclinan la cabeza delante de una foto de Stravinsky, “a ma chére Victoria”, de una foto de Laurence Olivier, “to Victoria”, de las fotos famosas que ya no encuentran espacio libre sobre las mesas.

Lo fugitivo permanece y dura
Cada día, el pasado la acomete, la arrincona contra esas fotografías. Para calmarlo, decidió contar su vida. Lleva 600 páginas escritas de unas Memorias que “llegan hasta mi casamiento...” (“Mi casamiento fue un fracaso —escribió en Life—. La incompatibilidad de caracteres era absoluta.) Antes de la infancia, la historia del bisabuelo materno que conferenció con Monroe y la de su mujer Victoria Ituarte, que era prima de José Hernández, más la historia de un tatarabuelo que firmó la tercera Acta del 25 de mayo de 1810, van almidonando las blusas de las institutrices, velando el sarampión de las seis hermanas Ocampo, cantándoles en el oído las fábulas de La Fontaine y los cuentos de Poe.
Ella se admira de que ese pasado esté intacto. “Con mi hermana Angélica hablamos muchas veces de la infancia. Y ocurre algo muy raro : vivíamos juntas con nuestras tías abuelas, nos enseñaban las mismas cosas, jugábamos los mismos juegos, y sin embarco. las dos hemos retenido trozos diferentes de una historia igual. Ahora me doy cuenta de que la memoria es una revelación del carácter, la memoria es quién somos de la cabeza a los pies.”
Pero qué clase de memoria, ahí está el secreto ¿Qué puede decirse de una mujer que recuerda los suspiros de mademoiselle Bonnemason, su institutriz francesa, en la estancia familiar de Pergamino (Regardez oes champs cultivés. Vos oncles sont des géants. Je les admire) ?; ¿qué de una chiquilla indignada porque la obligaban a tocar el piano, sin mirar las teclas, los ejercicios de Czerny? Y lo que es peor, ¿qué pensar de una adolescente que frecuentaba “los diversos cursos de la Sorbonne y del College de France” ? La Argentina parece distante de ese mundo, y sin embargo, ese mundo fue la Argentina. Tal vez eso explique que Victoria Ocampo haya elegido quedarse, recibir bofetadas y rendir examen todos los días. No quiere quejarse, pero se queja de que “muchos de nuestros americanistas no viven en América. Ponga el caso de Gabriela Mistral, con todo lo que la quise: ella no vivía en América”.
Es después del piano y del College de France cuando Victoria nace verdaderamente, pero de una manera prepotente, odiosa para el Buenos Aires de 1921. Nace manejando un Packard por las calles de Buenos Aires y aguantando que le griten “machona” como quien tira una piedra; escribiendo en francés y dejándose traducir al principio, hasta que su libro en español De Francesca a Beatrice, una guía para leer La Divina Comedia, fue incluido por Ortega y Gasset entre las publicaciones de La Revista de Occidente. “Mi vida literaria empezó a tomar cuerpo (y, espero, alma)”.
Es entonces cuando la casa de San Isidro decide poblarse de viajeros pasmosos, cuando el agua marrón del río le hace sombra a la cara cenicienta de Tagore, y García Lorca toca el piano de la sala (“nosotros lo escuchábamos embobados”), y Stravinsky se divierte contando sus problemas con la aduana argentina, y ella, Victoria, va y viene de París, casi escupiendo sobre el plato la sopa de ajo que le sirve Maurice Ravel, o veraneando con Aldous Huxley en el sur de Francia, o acompañando a Ortega a las tertulias de la condesa de Noailles, en la rue Scheffer.
Hasta que Sur le complica la vida, en enero de 1931.

No verán de mi amor el fin los días
“La verdad es que yo no tenía ganas de complicarme la vida con una revista”, se acuerda, ahora, Victoria. Pero Sur imprimió su primer número en la imprenta de Colombo, llevada de Areco a Caballito, bautizada por Ortega desde Madrid y soplada por los pulmones de Eduardo Mallea, de Guillermo de Torre, de Alfonso Reyes, de Jules Supervielle. Su padre, que murió aquel mismo año, le pronosticó: “Vas a arruinarte, Victoria”. Y ella no se arruinó, “pero estoy en camino. Siempre fui una Mecenas sin plata suficiente para serlo”.
No hay otra Mecenas de la literatura en este país, nadie que le haya descubierto a los argentinos, como ella, que el trabajo intelectual también debía pagarse con las mismas monedas que al carpintero o al herrero. En los primeros 20 años, Sur no dio la impresión de ser una revista que exageraba su afrancesamiento. Había publicado a 55 ingleses, 80 franceses, y 182 latinoamericanos. Borges fue desagraviado allí en 1942, a lo largo de 30 páginas, cuando la Comisión de Cultura le negó el Premio Nacional; Macedonio Fernández distribuyó en la revista, durante una década entera, sus mejores poemas y cuentos; no quedó, en cambio, ni un solo testimonio de Roberto Arlt. “No se acercó a nosotros”, se justifica, ahora, Victoria.
Ya casi no se ven las fundas blancas de los sillones, en su casa de San Isidro a medio cerrar, por el verano. El cielo estaba fijo sobre los ombúes, y de repente, se movió como una fotografía a medio revelar, dejó crecer un herbario de luces rojizas en la sala. Victoria no dejó de hablar. Sigue creyendo que Sur fue lo que ella quiso, un puente, una manera de acercar a los escritores de Argentina, Estados Unidos y Europa; que Sur “ha cumplido, dentro de lo posible, no como yo lo soñaba, no después de chocar con tantos obstáculos, con tantas dificultades, con tantas personas”.
Los últimos años de Sur son los que ahora resucitan en la sala, a‘ la sombra de Huxley mirando con sus ojos bizcos y a la de Albert Camus, que estuvo sentado allí donde está ella, en ese sillón desde el que se dominan todas las fotografías. Porque la primera objeción es que la revista ya no tiene casi nada que ver con la Argentina, ni con América, ni con las cosas que pasan en América. A Victoria le pesa que se lo digan. Pregunta por qué, esgrime el Nº 293 de Sur dedicado a América latina. Es cuestión de enunciar nombre por nombre.
—Julio Cortázar.
—Nos vimos en París —dice ella—. Hace doce años escribí una carta a la Unesco recomendando a su mujer, Aurora Bernárdez. Ya ve, es una prueba de que los quiero. Y lo admiro, claro que lo admiro. Le he pedido colaboraciones.
—Leopoldo Marechal.
—Publiqué en Sur “El centauro”, uno de sus grandes poemas. En 1936, le editamos Laberinto de amor. Y de pronto, él se volvió contra mí, no sé bien por qué, sin ninguna razón precisa. Conservo aquí unos epigramas injuriosos que me dedicó.
—Rodolfo Walsh, el colombiano Gabriel García Márquez, el mexicano
Carlos Fuentes. (Victoria calla. No parece conocerlos.)
—Mario Vargas Llosa.
—Lo leí o me lo leyeron en Mar del Plata. Me gustó muchísimo La ciudad y los perros. Le escribí a París, proponiéndole recomendar su novela a Gollancz, el editor inglés. Me dio las gracias y le dedicó a Sur algunas frases de elogio en la Radio Televisión Francesa. Estoy esperando sus colaboraciones.
Ella insiste en que la calidad literaria ha sido la única discriminación a que se atuvo Sur en estos 35 años. “Me gustaría que me entregase usted una lista de nombres de esos jóvenes talentosos que Sur ha ignorado o desdeñado o ninguneado. Y también de sus obras”, escribió al día siguiente, con su letra abierta y grande, inclinada hacía la derecha, en un papel celeste con el membrete de Villa Ocampo, San Isidro. Aquella tarde de domingo, Victoria dio la impresión de querer conocerlo todo y de no conocerlo todo. “Se dice que influyen mal sobre usted, que ya en Sur sólo queda lugar para los próceres o los falsos próceres”, es la objeción. “Cuando usted aprenda a conocerme, sabrá con certidumbre, con absoluta certidumbre, que nadie puede influir sobre mí —contesta ella—. El único que hizo en Sur lo que se le dio la gana fue José Bianco, Pepe.”
Parece una mujer frágil, de pronto, cuando habla de Pepe. Se la puede sentir estirándose sobre el sillón, en medio del atardecer que está revelando en negativo los eucaliptos y los ombúes del jardín. Las nubes entran por el cielo de a dos y los pájaros cantan tontamente. Bianco fue el jefe de redacción de la revista hasta cinco años atrás, cuando la Casa de las Américas lo invitó a La Habana, Cuba, para que oficiase de jurado en su concurso de novelas. “Le pedí que escribiera el texto que juzgase mejor, informándole a la gente que esa invitación era personal. Pepe pudo decir en aquel texto cualquier cosa, yo no me hubiese opuesto. Pero no quiso. Y se fue dando un portazo, le cortó el teléfono a mi hermana Angélica y me hizo llegar un telegrama el día de mi cumpleaños acusándonos a H. A. Murena y a mí de habernos conjurado para expulsarlo. Nadie lo quiso expulsar; doy mi palabra de que Murena no tuvo nada que ver en esto.” Los suaves globos de la voz revientan en el aire. “Lo quise a Pepe enormemente, fue como un hermano para mí y para mis hermanas...” Ella no habla más.
En su número de marzo-abril de 1961, Sur publicó esta aclaración: “José Bianco ha partido para Cuba invitado por la Casa de las Américas para formar parte de un jurado literario. La invitación le ha sido dirigida personalmente y nada tiene que ver su viaje con la revista donde trabaja, desde hace años, con tanta eficacia. Esta aclaración no sería necesaria, y hasta sería ridícula, en tiempos normales. Pero el tiempo en que vivimos no lo es. El mundo está revuelto y la confusión se crea con pasmosa velocidad. Siempre hemos creído natural que las personas reunidas en nuestra revista, por razones extrapolíticas y puramente literarias —ya que en nuestro Comité de Colaboración hay escritores de distintas ideologías—, carguen cada cual con la entera responsabilidad de sus opiniones”.
Por esa puerta, le pesase o no a Victoria, la política entró a Sur y empezó a batir las lámparas.

Y a mí no traigo cosa semejante
La revista se había puesto durante la guerra contra el fascismo, de un modo franco y obstinado; no enmascaró su oposición a Perón hasta 1955, pese al forzoso crespón que rayó su portada en julio de 1952, al morir Evita; desde 1959 y 1960, los volantes sueltos que protestaban contra los brotes de comunismo en América latina llegaron a repartirse junto con Sur. Victoria solía explicar que Waldo Frank y María Rosa Oliver, dos marxistas, eran miembros del Comité de Colaboración. Ahora, en la sala de su casa, es más explícita: “No estoy contra el comunismo. Estoy contra todos los totalitarismos, por pura incompatibilidad espiritual. Siempre desconfié de los mentirosos, y creí en Fidel Castro hasta que se desdijo. Soy de buena fe. Cuando empiezo a desconfiar, desconfío a fondo”.
No podía ser de otro modo: Perón entra en juego. “El peronismo engañó mucho a las pobres gentes —dice Victoria—. No creo que se les haga un bien dejándolas en la ignorancia. Se les obligaba a pensar en determinada dirección, se las utilizaba en vez de dignificarlas. Quizá Perón se explicaba un poco por los errores de quienes nos gobernaron antes que él. Había cosas que clamaban al cielo. Pero no fue ésa la manera de corregirlas. Comprendo a los peronistas humildes y ciegos, comprendo la razón de su sinrazón. Cuando hablo
con ellos, me doy cuenta de que estaban ilusionados con Perón, que presentían en él una fe, un fuego que iba a cambiarles la vida; a los otros no los comprendo. Con los marxistas (no con todos, no con María Rosa o Waldo Frank) me siento como ante los fanáticos religiosos; al meter los dedos en el dogma, hay ya un muro que no se puede atravesar.”
Después de todos esos no, un sí: “El político que más admiro es Gandhi. Gandhi y Nehru son los hombres en quienes más confianza tuve”. Y otro sí: “Soy cristiana. No católica, cristiana”.
Victoria suele decir que las contestaciones se le ocurren al día siguiente, cuando ya es demasiado tarde. Otra carta en un papel celeste corrigió esa tardanza: “Volviendo a lo de ayer —escribía al redactor de Primera Plana—, siento haberme metido en un terreno que no es el mío, el de la política. Yo no sé qué manía tienen de quererme hacer opinar sobre cosas que están muy al margen de lo que yo conozco bien (o creo conocer). Si yo le hubiera preguntado a usted el nombre de los árboles de mi jardín, estoy casi segura que no hubiera pasado del ombú y del eucalipto. Mi posición respecto a Cuba ya la he escrito en Sur. ¿Por qué volver sobre el asunto? Políticos como Gandhi (si así se lo puede llamar) y Nehru han merecido siempre mi más profundo respeto. Los otros no. No les he reservado ni consagrado (como diría Virginia Woolf) mi parte de credulidad. Algunos de ellos pueden ser grandes hombres bajo ciertos aspectos, pero bajo ciertos otros sus fallas me chocan (aunque sean fallas humanas como las de todos nosotros). Pero ellos, por ser responsables y tener el poder en la mano, tienen menos derecho a equivocaciones que repercuten en millones de personas. Nadie tiene obligación de pensar que Sur es una buena revista. Ni siquiera yo. Pienso que a veces está bien y a veces no. Como le dije ayer, yo soñaba, al hacerla, con algo muy perfecto. Pero los sueños sueños son. Y navegar por estos mares sudamericanos (literariamente hablando) no ha sido cosa fácil, créame”.
Pero Victoria Ocampo, lo acepte o no, ha sido responsable, ha tenido en la mano el poder (una rienda del poder) de la literatura argentina. Sus seis series de Testimonios, sus églogas a las barrancas de San Isidro, siguen siendo una isla dentro de Sur, las únicas obras argentinas de su generación escritas llanamente, cálidamente, como para que los hombres del Río de la Plata se reconozcan en ellas. Su lengua se despertaba (se despierta) con la soltura de un porteño que reflexiona en voz alta ante sus amigos, en las mesas de café, y se suspendió con devoción para nombrar a Valéry, a James Joyce, a Jean-Paul Sartre, con el mismo entusiasmo de una muchachita joven que se desvela en los bares, soñando con viajar a París. Eso también fue la Argentina, eso también sigue siendo la Argentina.
Suele objetársele que haya arrimado a Stravinsky, a Camus o a André Malraux hasta estas playas que no tenían demasiadas ganas de oírlos; que haya tomado el té con Ravel y la condesa de Noailles. Se le ha objetado menos que consumiese su fortuna editando por primera vez al alemán Robert Müsil, al ruso Vladimir Nabokov, al italiano Giorgio Bassani, a la inglesa Virginia Woolf, al francés Henri Michaux, al uruguayo Juan Carlos Onetti, al norteamericano Henry Miller, a algunos argentinos que no condecían con todas esas famas. Es posible desdeñar su pasión por ser un puente, hasta puede decirse que el puente fue inútil. Sería injusto no aceptar que ella puso toda la buena fe y todo el aliento de que disponía para que la cultura argentina resonase afuera sin complejos de inferioridad.
En 1931, cuando se reunía con sus amigos de Sur en la calle Rufino de Elizalde (“era un cuarto en el piso bajo de mi casa, al lado de la embajada de España, y pare de contar”), esos complejos parecían inquebrantables. Victoria Ocampo, que empezó por burlarlos desde el volante de su Packard, los ignoró después al obstinarse en que esa casa de Palermo Chico. construida por el arquitecto Alejandro Bustillo, obedeciendo puntualmente a sus gustos (“los supo respetar, sin muchas ganas”); Le Corbusier le dio la razón, al alabarla en su libro sobre Buenos Aires. Cuatro años más tarde, durante el gobierno de Justo, ella avasalló, por fin, todos los prejuicios sobre la sumisión femenina al exigir que se respetaran las magras libertades concedidas a la mujer por el Código Civil. A partir de ese retumbante combate, Victoria Ocampo aceptó el privilegio de ser denigrada porque le formaban coro sólo empeñosas sufragistas “que ni eran siempre viejas, ni siempre feas, como supuso Evita.”
En estos meses, ha vuelto a enrostrársele su individualismo, su decisión de alzarse “no contra una clase opresora, sino apenas contra su familia”: esa objeción soslayaba el hecho de que su rebeldía precedió en veinte años a la de Evita y que —por lo menos— cualquier forma de protesta era entonces preferible a ninguna.
Pero su combate no fue individual, y quizá en eso, Victoria Ocampo haya errado. Drieu La Rochelle profetizaba en el primer número de Sur que “a la edad madura, los artistas ya no pueden vivir en común: cada fruto se separa, al caer del árbol, de los otros frutos”; fue también Drieu quien incitaba a romper las máquinas de escribir "al cabo de diez años", quemar los archivos y cumplir, cada uno por su lado, “el trabajo comenzado en común”. Desoyéndolo, Victoria quiso comprometer a todos los escritores argentinos en su tenaz batalla por las libertades humanas. No es su culpa que haya quedado casi sola.
Allí, en San Isidro, entre los retratos pintados por Pueyrredón —los bisabuelos que siguen mirándola tan de soslayo como los jóvenes escritores que descreen de Sur y de Victoria, unos porque tiene demasiado coraje, los otros, porque le falta—, ella escribió la noche de Navidad de 1965, entre sus nubes de fotografías: “Parecería que estoy pidiendo disculpas por haberme pasado 35 años trabajando en Sur. ¿No es un poco absurdo? Por malo que les parezca a los jóvenes ese trabajo, trabajo ha sido, y por consiguiente respetable. Yo no me he cruzado de brazos. Eso no me lo negarán”.
TOMAS ELOY MARTINEZ
PRIMERA PLANA
15 de marzo de 1966
victoria ocampo
victoria ocampo
victoria ocampo

Mágicas Ruinas en Facebook clic aquí

ir al índice de Mágicas Ruinas

Ir Arriba