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El Stevanovítch de entonces — pisando apenas los
veinticinco años— era ya un viajero lleno de
pasión a través de los territorios de los
idiomas. Sin duda por algunos rincones de su
sangre le venía la cosa: abuelos yugoslavos,
madre franco-rusa, una mezcla de lenguas que se
vertían finalmente sobre el castellano. —No
sé, no sé definirlo bien. Es algo que se
relaciona con el oído, la memoria, la velocidad
mental, el placer de entender otra gente, otros
mundos y poder explicarlo. De ese modo, al
margen del estudio, me formé intérprete. Si, más
intérprete que traductor, porque son cosas
distintas. El intérprete debe resolver sentidos,
expresar conceptos lejos del rigor del
diccionario. ¿Sabía qué es importante en la
formación de un intérprete? La angustia de no
poder elegir el idioma natal, el desamparo de
tener que usar otro a la fuerza para pensar y
hablar. —¿Eso le sucedió en aquellos viajes?
—Me sucedió, por supuesto. Y tuve que derrotar
esas sensaciones. Cuando las derroté supe que
los idiomas eran llaves que abrían puertas. Así
fui el primer argentino que se desempeñó como
intérprete en las Naciones Unidas, cuando las
presidía Trygve Lie. Participé de la traducción
de la Declaración de los Derechos del Hombre al
castellano y allí pude conocer a Gromyko y a
Eleanor Roosevelt. Un hombre de enorme astucia y
una mujer repleta de vida y de ternura.
fragmento de reportaje de Mario Mactas en la
Revista Gente y la Actualidad, foto de Eduardo
Frías 08.04.1971
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