Futilísima Ruinosa Satelital

El insumergible Duke Ellington

Con los hombres famosos siempre pasa lo mismo. Sus biografías constan en diccionarios, revistas, "quienesquienes"; sus obras son conocidas aunque casi nunca debidamente comprendidas, y cuando se los tiene cerca no se los mira: cuando están de visita se los escruta de manera enfermiza, se sacan todos los trapos disponibles y se los expone al aire, implorando que pase una tormenta. Edward Kennedy Ellington no podía ser ajeno a esta regla y, como en casos similares, salió indemne de la charlatanería y demostró racionalmente por qué es famoso.
El jueves 5 fue un día particularmente agotador para toda la orquesta, que está acostumbrada a días agotadores. A las seis de la mañana estaban en el aeropuerto de San Pablo, luego de haber dado un concierto la noche anterior; las demoras hicieron que llegaran a Ezeiza a las 16 horas. Allí los esperaban directivos del Mozarteum Argentino, organizadores de la gira, algunos diplomáticos, algunos fans y los periodistas de siempre, dispuestos a pergeñar la nota de sus vidas. El equipo de Canal 7 fue particularmente ingenioso: llevó un piano hasta el aeropuerto, convencido de que su mera presencia persuadiría al Maestro. La sensata intervención de Jeannette Arata de Erize, presidenta del Mozarteum, impidió la aberración, pero no las tenaces protestas. Ya cuando vino Armstrong ocurrió algo similar y alguien que previo lo peor tuvo una ocurrencia: cubrió la cabeza de Satchmo con una careta de béisbol. A Ellington le quedó tiempo para decir algún amable lugar común y huyó. Afortunadamente, pocos sabían que la orquesta se alojaría en el Hotel Continental. Allí pudieron cenar tranquilamente, y aunque no mitigaron su cansancio estuvieron un rato aislados, tranquilos.

Para escucharme mejor
La irrupción de la orquesta en el Gran Rex evidenció que es un museo nada imaginario. Allí estaban Charles Melvin 'Cootie' Williams, con su tez oscurísima, sus labios gastados de sostener la boquilla de la trompeta de manera poco ortodoxa, y su mirada de buho; John Cornelius 'Johnny' Hodges, el poeta del saxo alto, petiso.y barrigón; Lawrence Brown, el trombonista que impuso el estilo de los años 30, enhiesto y suave; Harry Carney, que ingresó en el conjunto a los 16 años y nunca se separó de él, tímido y bonachón. Más atrás iban Paul Gonsalves, Mercer (el hijo del "Duke"), Russell Procope y el resto de la banda. El Maestro, como cuadra, entró por otro lado.
Después de la ovación llegó la Black and Tan Fantasy, cuyas primeras grabaciones, a partir de 1927, son imborrables. Ellington no necesita copiarse, ni llorar las ausencias de Bubber Miley o Jabbo Smith. Además, Cootie tiene cuerda para rato, y ya va por los 60. Cuando empieza su solo asume una pose diferente: sosteniendo y modulando su sordina de goma contra la campana de la trompeta, mira al suelo y gira el cuerpo de modo que el instrumento también esté perpendicular al piso. Como diría el lobo, para escucharse mejor. El origen del growl sound es obvio, pero no hay que darlo por sentado. Si se mueve intermitentemente la sordina se escucha wah-wah. Sumado este elemento a voces que emiten onomatopeyas similares, se genera un clima extrainstrumental. El que patentizó el estilo fue Bubber Miley, pero el virtuoso sigue siendo Cootie. Sin la sordina, también es un maestro, y es una redundancia anotarlo.
Cuando terminó el primer medley, llegó hasta el micrófono el "Duke". Vestido de smoking azul, con galón en los pantalones, camisa celeste y una increíble corbata de moño, mencionó los nombres de los solistas y advirtió que se escucharía 'La plus belle africaine', que estrenó el año pasado en Senegal. "Tocamos toda la vida música africana —dijo riendo— y ésa fue la primera vez que estuvimos en África." Sentado como Buda, con bigote y una barbita que pretende disimular su escaso mentón, escuchaba Russell Procope. Ellington luchó en vano procurando aflojar la perilla de un micrófono y volvió a su piano. Se adelantó Procope. Es un clarinetista impar, con el tono inconfundible de los negros. Los que lo han escuchado, claro, se acuerdan de Albany 'Barney' Bigard, posiblemente el único pez gordo que falta ahora. Entró en la orquesta en 1928 y permaneció hasta 1942; hoy vive en Los Angeles. Ellington lo consideraba insustituible y en su momento lo reemplazó por Jimmy Hamilton, un archivirtuoso. Procope está a la escala de Bigard, del jazz, de Ellington mismo.
Rato después, con 'Mood índigo' pudo desentrañarse el misterio del "Ellington sound". Se adelantaron Procope, Harry Carney con el "claron" (clarinete bajo) y Brown con su trombón asordinado. Tocando suavemente, sabiamente, generaron el hechizo. Un fiel seguidor, con los ojos cerrados, se desahogó: "Tuvieron que pasar treinta y cinco años para presenciar esto". La orquesta conoce su papel a la perfección. Son famosos, también, pero saben que todo es un "teamwork" guiado por un genio. Cuando terminan sus solos, automáticamente se retiran. Para ellos todo es fácil, espontáneo. El que agradece los aplausos es el "Duke".
El turno de Harry Carney llegó con Sophisticated Lady. Después de enunciar la melodía con señorío, sin inmutarse, concluyó con una nota sostenida, excesiva, rematada afortunadamente con una coda impecable. Si por un lado batió un record de control abdominal, no puso en juego su impecable buen gusto.

Se viste mejor, también
La segunda parte se demoró, comprensiblemente, por el tiempo que insumió al Maestro el cambio de atuendo. Pero valió la pena. Encima de una camisa violeta lucía un saco celeste; los pantalones eran sepia, los mocasines carmesí. Hace unos meses, el iracundo poeta segregacionista LeRoi Jones, hablando sobre Ellington y Leonard Bernstein, puntualizó: "Ellington es mejor músico, mejor pianista, mejor director y, además, se viste mejor". Exageraciones del Black Power, tal vez, pero no tanto. Entró con entusiasmo y ordenó a Johnny Hodges que pasara al frente. En la primera parte había estado sin hacer nada, tal vez cansado, posiblemente aburrido, apoyando sus manos sobre su saxo alto. Arremetió con Passion Flower e hizo maravillas; desde el piano, Ellington con su melena larguísima, insistió: things Ain't What They Used To Be (que compuso Mercer). Ese fue, de lejos, el mejor momento de la noche. Cuando ejecuta, Hodges no comunica físicamente nada. Es una estatua de sí mismo, que aun cansado de tocar y agobiado por los viajes no cesa de emitir música con M mayúscula. Ciertamente, no da la sensación de sentirse complacido por actuar y no lo disimula. A los 62 años, sigue sonando con la misma fluidez registrada en Cotton Club Stomp, con la lírica de On the Sunny Side of the Street (con Lionel Hampton) y con la fiereza demostrada en el concierto del Carnegie Hall junto a Goodman.
Paul Gonsalves es la contraparte de Hodges. Cuenta 48 años y representaría menos si no fuera por las canas; tiene cara de pícaro y está siempre encorvado. Ocupa el puesto que inventó en la orquesta Ben Webster para el saxo tenor. En acción, se transforma. Los ojos los cierra para siempre, su columna vertebral al contorsionarse evoca una anguila enloquecida. Su música es de ignición controlada, no obstante. Ha hecho una mezcla de los estilos de Webster e Illinois Jacquet (a quien sucedió, en 1946, en la orquesta de Count Basie), pero vierte cosas propias, también. En 'Crescendo and Diminuendo in Blue' articuló 16 coros consecutivos y tenía cuerda para más.

No se vayan
Cuando era la 0.30, Ellington, que en ningún momento dio sensaciones aparentes de fatiga, dijo irónicamente, que "lamentaba retener al público hasta tan tarde" e hizo entrar a Trish Turner, hermosísima jovencita con una voz fenomenal. El "Duke" siempre ha tenido especial puntería con las cantantes. La primera fue Adelaide Hall, responsable de las onomatopeyas en Creole Love Call; después fue Ivie Anderson (1931-42), que hizo famoso el It Don't Mean a Thing if it A'int Got That Swing. Entre los varones han brillado Ray Nance (Flamingo) y Herb Jeffries (también Flamingo). La Turner aporta algo diferente: la vocalización sardónica de Billie Holiday, y una frescura ausente en todos los cantantes de su generación. El varón, Toney Watkins, es un barítono un tanto grandilocuente y que conoce su libreto. Juntos, cantaron y bailaron estimulados por el "Duke" y se pudo apreciar, aunque minimizado, el ambiente festivo de las apariciones de Ellington en los diversos clubes negros. Porque Ellington no sólo se remitió al disco, ni ha tenido el puritanismo a veces absurdo de sus propios coleccionistas. Porque sabe, como muy pocos, que el jazz no está compuesto por meros ejemplares circulares surcados milimétricamente.
La ovación que sobrevino para los cantantes encontró mal parado a Ellington, que posiblemente pensara irse en ese momento. Puso su mejor sonrisa: "Raras veces hemos encontrado un público ten amoroso y tan maduro". Nueva ovación. Fue hasta el piano y transmitió Meditation. Su estilo original fue absorbido después de escuchar a James P. Johnson y Willie The Lion Smith, en Harlem. Uno de sus raros solos grabados, Black Beauty, ya lo mostraba más independiente del 'oompah' que imprimían aquéllos. Claro que él pensó siempre en términos orquestales, pero no ha perdido la pulsación. No decora lo obvio y hace conciso lo complicado.
El gran finale incluyó una participación del público (el "finger snap-ping"), que no está acostumbrado a esos acompañamientos digitados y no fue muy generoso; cuando "Duke" hizo, finalmente, las primeras notas de Take the "A" Train (el ferrocarril que cruza Harlem), se comprendió que el desfile de solistas anticipaba el final. Se escabulló, temiendo una nueva pieza, y se cerró el telón.
Los comentarios posconcierto de algunos asistentes que nunca habían visto a Ellington (y posiblemente tampoco lo vean más: no es eterno) alternaron entre los que afirmaban que no escucharon jazz en toda la noche y atesoran en sus oídos tres segundos de un disco de 1928, y aquellos que comunicaban que Lawrence Brown está aburrido y quiere irse cuanto antes a su casa. Mientras tanto, para tranquilidad de todos, Ellington, que nunca ha estado en minucias y no vive de anécdotas menores, logró llenar un hueco que no ocuparon visitas anteriores y que es dificultoso que la ocupen los sobrevivientes de esta curiosa saga del siglo XX. Ojalá tenga la misma salud para muchos años.
PRIMERA PLANA
10 de setiembre de 1968

Luego del recuerdo vamos con lo importante: los futilísimos consejos.

-Todos los días después del baño, aplíquese el desodorante. Aunque haga frío, aunque usted transpire poco, aunque no se mueva... Habitúese a esta obligación si quiere ganarse auténtica fama de mujer elegante.

-Si no tiene tiempo para ir a la peluquería, ¡péinese usted solita! Hágase rueditas prolijas, con el cabello a seco. Después vaporícelas apenas con una buena loción con fijador. En pocos minutos tendrá el cabello seco y listo para peinárselo regiamente.

-Si su cabello es muy seco no lo lave más que una vez cada diez días. Con una loción embebida en un algodón, con alcohol fino, frote ligeramente el casco, el nacimiento del cabello, separándolo por rayas con el peine. Luego cepíllese bien, para quitar el polvo de las hebras.

-Cuando se quiere adelgazar, esa gimnasia casera que todas hacemos debe realizarse inmediatamente al salir de la cama, por la mañana.

-Cuando se quiere engordar, entonces esa gimnasia hay que hacerla entre la hora del te y de la cena.

-Este verano su melena no debe en absoluto bajar a sus hombros. A lo más, cubrir su nuca. Y para recogerla en alto, ate con moños y cintas de cualquier fantasía.

-¿Por qué se forman pliegues en el cuello y por qué se obscurece y se aja? Porque no se tiene el mismo cuidado que para la cara (no se le limpia por la noche, no se lo engrasa, no se le masajea...), y encima se le obliga, muchas horas por día, a estar plegado sobre sí mismo, cuando se agacha la cabeza...

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