La pueblada sigue

 


A. Jauretche: Manual de zonceras argentinas — Su mocedad fue un arrebato de pasión cívica. Se lo recuerda, guerrillero 'avant la lettre', rebelado contra la futura "década infame": asaltó una comisaría de campaña, pero fallaron las complicidades prometidas y la minúscula tropa se perdió entre la frontera brasileña, donde él, Arturo, soltaría al viento las sextinas gauchescas de El Paso de los Libres, 1934, caucionadas por un prólogo de Borges.
Maduro ya, y devastado por precoz calvicie, fue un personaje enigmático de los últimos días de la República (si hemos de creerle a Federico Pinedo). Era el jefe de FORJA, unos muchachones radicales que injuriaban a Alvear y ensalzaban, si no a Castillo, a su política de neutralidad; algo muy extraño, como el hecho de que Jauretche vistiera a la vez de chalina y con moñito. Lo cierto es que llevaba y traía mensajes entre Villa María y Campo de Mayo, y como don Amadeo le hizo ascos a la pueblada, él se quedó, no más, con un oscuro coronel. En 1946 se lo imaginaba Ministro del Interior, pero no pudo ser; comenzaba un régimen en el que la inteligencia no era buena recomendación; se requería un espinazo flexible. Como su amigo Scalabrini Ortiz, tuvo que resignarse a mirar desde la tribuna.
La restauración oligárquica le devolvió su vocación de escritor y polemista. El régimen liberal, con su profundo desdén por la cultura, concede unas libertades que todo socialismo debe negar (e incluso la caricatura de socialismo que padeció este país). Y como en tal régimen (que siempre implica una dictadura, porque los pueblos no son liberales) se añora la dictadura bajo la cual se ha sido joven, Jauretche —tercera y definitiva imagen— disfruta hace 13 años una ancianidad dichosa, en la que lee poco y escribe mucho, aplaudido por la mesocracia intelectual a la que insulta, aunque ignorado por aquellos cuya causa sirve. De no ser porque conserva el humor, acabaría por convertirse en "maestro de la juventud", como el del celebrado aguafuerte con que victimó a otro político con chalina, pero sin chacota.
Jauretche es hoy un producto de la sociedad de consumo, y si no se lo anuncia por TV, como a un dentífrico o una bebida carbonatada, es porque en su caso la producción no colma la demanda. Así y todo, suele asomar a la pantalla su carnoso óvalo y la nívea mata de su bigote, bajo el cual murmura unas regocijantes paradojas, que el respetable supone henchidas de folklórica sabiduría. Es verdad que se repite, como Fernando Ochoa, o como todo actor que ha llegado a componer un tipo. Pero se explica, porque su ambición es pedagógica. Lo que Jauretche persigue es que los argentinos aprendan a pensar en argentino, lo que parece ser imposible si no se posee la Gracia, y cada vez, con su santa paciencia, empieza por los palotes.
No hay modo de juzgar estos libros de Jauretche —siempre el mismo, con una mano de barniz;— donde el autor se cita incesantemente, maniático ejercicio que tal vez le impuso la fantasía circular de Borges. Este manual clasifica todas las zonceras que ya había lapidado en 'Los profetas del odio', 'El medio pelo' y otros exabruptos; lo mejor es el índice, que permite hojear cómodamente el pensamiento jauretcheano y evoca en el acto sus burlas y denuestos a los liberales e izquierdistas que tomó de 'giles' convenientemente estereotipados para que nunca tengan razón. Su patriótica lucha contra las zonceras lo absorbe desde los años 40 y no deja saber qué piensa sobre otras materias más dignas de su materia gris.
Aunque el pan sale del horno a medio cocer, no sea que la clientela se impaciente, en Jauretche se reconoce el modo de decir de los panfletistas reaccionarios, desde Barbey a Chesterton, que disimulan su defensa de valores perimidos por medio de un aparente inconformismo, como los curas que dicen palabrotas para ganarse a los muchachos del pueblo y llevarlos al oratorio. Su irreverencia histórica, con la que abruma a todos los argentinos que han sido en un siglo y medio, se detiene prudentemente en los lindes de San Martín y Rosas, Yrigoyen y Perón, la consabida línea nacional y popular que todos asumen a posteriori, pero que sólo algunos rabdomantes intuyeron a tiempo. Jauretche persevera en la pueblada de 1945, sin pensar que mella, su propia inteligencia; al menos, no necesita adiestrar el espinazo, porque su héroe sigue ausente. Todo el bien a un lado, todo el mal a otro: no puede negarse la eficacia didáctica del esquema. Lástima que los liberales e izquierdistas también lo usan, aunque al revés (A. Peña Lillo editor, Buenos Aires; 260 páginas, 750 pesos).
31 de diciembre de 1968
PRIMERA PLANA

Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado

 

Arturo Jauretche
Arturo Jauretche