LIBROS Y AUTORES
DE YRIGOYEN HASTA PERON
Robert A. Potash
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La semana pasada volvía a su casa de Amherst, a su cátedra en la
Universidad de Massachusetts; estuvo aquí cinco meses y sólo algunos
argentinos se enteraron de su presencia. Sin embargo, Robert A.
Potash (48, casado, dos hijas) es el autor de una sólida
contribución a la historiografía nacional: The Army and Politics in
Argentina, 1928-45, Yrigoyen to Perón.
Pese al crucial interés del tema no hay, en verdad, otro
ensayo que se le compare; a las exaltaciones banderizas de tanto
escritor local, al afiebrado discurso de muchos observadores
extranjeros, Potash opone los frutos de una investigación profunda,
minuciosa, que puede resumirse en números: 45 entrevistas, 282
volúmenes de documentos, 230 libros de tesis y de memorias, 7
colecciones de diarios, 5 de publicaciones militares, 5 de revistas
y 9 de hojas políticas y gremiales. Además, caso único hasta hoy, se
sumergió en fuentes nada despreciables: los Archivos del
Departamento de Estado norteamericano, y los del Ministerio de
Relaciones Exteriores de Alemania, esenciales en el período 1939-45.
Este acopio informativo sirve para luchar contra lo que él
llama "abstracciones despersonalizadas"; su texto es, en cierto
sentido, un análisis sociológico. Las hipótesis ceden lugar al
juicio que se desprende de los hechos mismos; espectador de los
acontecimientos que narra, Potash no toma partido, y esa actitud
favorece la independencia de sus consideraciones. El apasionamiento,
ya se sabe, exige una absoluta frialdad; al menos, una frialdad
académica; si el lector no comparte este o aquel descubrimiento,
esta o aquella opinión, deberá admitir que su parecer es subjetivo o
que proviene de datos no obtenidos por Potash. Scholar al fin, él no
arriesga conjeturas ni fabrica interpretaciones que no estén
respaldadas por testimonios y noticias fidedignos. Se le reprochará,
tal vez, una prudencia excesiva, pero es prudencia excesiva lo que
la Historia pide a sus exegetas.
Las "inquietudes argentinas" de Potash datan de hace tres
décadas. Alumno en Harvard, el profesor Haring lo entusiasma para
que dedique una monografía a la guerra de fronteras con los indios.
Apenas terminada, otra guerra, la Segunda, lo aleja de estas
actividades. "Perdí cuatro años en el Ejército —dice—; no obstante,
me valieron para conocer la mentalidad militar, que no difiere
demasiado en todo el mundo." Afectado a los servicios de
comunicaciones, lo desmovilizan en 1945 con el grado de sargento
mayor, y vuelve a Harvard a seguir los cursos de pos-graduados.
"No me alcanzaba el dinero para ahondar mis estudios sobre la
Argentina —añade—; entonces opté por México." Reside allí entre 1948
y 1949, y allí prepara su tesis doctoral: El Banco de Avíos (editado
en español, en 1959, por el Fondo de Cultura Económica; recién ahora
va a la imprenta el original inglés). Ese trabajo, el más completo
en la materia, fue recibido con el aplauso general de los expertos
mexicanos. En 1950, por concurso, accede a la Universidad de
Massachusetts en calidad de "instructor", el primero de los cuatro
escalones que llevan a su cargo actual: profesor titular.
Un lustro después, el historiador Miron Burgin lo invita a
formar parte de un equipo de especialistas en América latina, que
depende del Gobierno. Esa labor es esencial en su carrera y en su
vocación: los dos años que pasa en Washington lo asocian a búsquedas
y exploraciones que no hubiera logrado costearse, y le ganan el
respeto de la comunidad universitaria. Burgin, autor de Aspectos
económicos del federalismo argentino (Hachette, 1950), enciende una
vez más en su colega la atracción por la Argentina. En ese momento,
1955-57, nace el libro de hoy: "Es que me resultaba difícil
comprender el proceso militar de un país con tantas ventajas
económicas, sociales y culturales —explica—. Decidí que no había
sino un camino: el de la averiguación y el examen". De regreso en
Massachusetts inicia la recopilación de materiales; en setiembre de
1961, con una licencia especial de la Universidad y una beca, Potash
viene a Buenos Aires.
Once meses después se marcha con un sorprendente bagaje de
hallazgos y pormenores; ha surcado las bibliotecas del Congreso, del
Círculo Militar y la Unión Ferroviaria, el Departamento de Historia
del Ejército, el Archivo General de la Nación, y las casas de
algunos protagonistas. "Me llevaba algo más —recuerda—, algo muy
importante para mi estudio; haber vivido un golpe de Estado [el que
depuso a Arturo
Frondizi, en marzo del 62]." Sin embargo, no bastaba con
esto: era imprescindible ajustar detalles, sondear nuevas pistas; en
1965 (un mes) y en 1967 (dos semanas, "las más útiles de mi
investigación"), Potash se moviliza en Buenos Aires. Entre tanto, la
Historia argentina se ha unido a la mexicana en sus asignaturas de
la Universidad.
A mediados de mayo de 1968, el manuscrito queda listo;
aparece un año más tarde, y llega a la Argentina hacia enero, casi
junto con su autor: "No sé cuántos ejemplares mandaron", señala.
Pocos, sin duda: la prensa norteamericana aún no se dignó
comentarlo, y las librerías prefieren atosigar a sus clientes con
novelitas de más sencilla digestión. Con todo, el ensayo de Potash
ha reclutado admiradores en los círculos civiles y castrenses; una
empresa local adquirió los derechos y un teniente coronel retirado,
a solicitud de Potash, tiene a su cargo la traducción. Estos
conciertos se plasmaron en el último viaje del profesor, pero su
objetivo era otro: empezar el trabajo de campo para el segundo tomo,
que cubre el período 1946-1966.
SETIEMBRE: LO QUE NO FUE
El drama estalla en 1928: un Ejército profesional —que en
cierto modo refleja la clase media en ascenso, y a quien el coronel
Justo, Ministro de Alvear, ha reequipado y modernizado— teme por su
estabilidad ante el regreso de Yrigoyen. Es cierto que crecieron los
gastos de defensa: 52.063 millones en 1916, para las dos Fuerzas, y
126.316 millones a los trece años. Pero El Peludo, antiguo
conspirador y revolucionario, aún cree en el Ejército romántico,
miliciano, de sus años de agitador.
En 1923 el Congreso había sancionado una Ley de Yrigoyen que
transformaba en "servicios a la Nación" los alzamientos de militares
de 1890, 1893 y 1905: de tal modo, las obligaciones cívicas fueron
colocadas por encima del deber castrense; los radicales, advierte
Potash, "ofrecieron una racionalización para futuros motines, cuyas
primeras víctimas serían ellos mismos".
Tal, el objetivo de la Logia San Martín (1921-26), que impone
la designación de Justo y, con ella, un cisma entre los hombres de
uniforme. "Al pretender eliminar la política partidista, los
miembros de la Logia se entregaron también a la política." Los
críticos del favoritismo yrigoyenista acceden a los altos mandos: no
toman conciencia de que el país alberga una evolución industrial
—que genera, en muchos oficiales inclusive, una tendencia al
estatismo— y las consiguientes erupciones de la clase baja.
Es curioso recordar que los máximos apologistas del Ejército
son, entonces, los yrigoyenistas: a partir de 1928 votan un aumento
de sueldos y un ajuste de las pensiones. Sin embargo, la tutela
presidencial se manifiesta en términos de beneficios individuales
—origen de más divorcios— y un freno a los planes de expansión de
Alvear-Justo: no hay promociones en 1929, sí canonjías para
oficiales retirados, que no se compaginan con los reglamentos. Los
humillados por la Logia se vengan, a expensas de la disciplina y la
moral: los problemas económicos derivados del crash del 29 y la
agonía de una democracia mentida, enrarecen la atmósfera.
No obstante, la Revolución del 30 carece, al principio, de
adhesiones. "Su éxito no debe atribuirse a sus efectivos —600
cadetes y 900 soldados— sino a su impacto psicológico en el pueblo y
en los militares", sostiene Potash. Existía un vacío de poder, y la
división avanzaba en la clase media, que conducía el Gobierno y los
Institutos armados. El desvalimiento de Uriburu lo obliga a pactar
con Justo: ya en la Casa Rosada, sus militares renegarán de los
oficiales yrigoyenistas y justistas. Una sorda puja enfrenta a los
dos líderes: las torpezas de Uriburu, su reiterado anhelo de
reformar el Sistema político, lo condenan para siempre.
Hasta el último minuto se niega el Presidente a tolerar una
sucesión Justo: el triunfo radical en Buenos Aires y el motín de
Pomar-Cattaneo anulan el futuro del partido pero indican a Justo
como el mal menor, ante el posible ascenso de un gobernante
yrigoyenista. Si el año y medio de Uriburu tiene un "leve efecto en
el volumen y estructura del Ejército", daña en cambio la moral y
perspectivas de los mandos: habían entrado de lleno en la política.
Justo, y su Ministro, el general Rodríguez, buscarán ahuyentarlos de
ella.
Un vasto programa de desarrollo acentúa la profesionalización
de las Armas (gastos en 1932: 170.268 millones; en 1937: 315.306);
el Estado consulta a los oficiales para asuntos técnicos. Una red de
vigilancia y espionaje detecta las conjuras radicales y las
uriburistas; al mismo tiempo, las promociones y las amnistías
alcanzan a figuras de ambos bandos. Nadie puede arrebatar a Justo el
control de las Fuerzas; sin embargo, el fraude electoral halla
opositores dentro de esas filas, y también aumenta entre los
nacionalistas la certidumbre de que los militares deben ejercer una
mayor —casi absoluta— injerencia en la formulación de la política
interna y exterior. Los seis años de Justo —dice Potash— no ciegan
la brecha entre el papel que el Gobierno asigna al Ejército, y el
que un sector de la oficialidad quiere entregarle.
Ortiz, de la mano del general Márquez, lleva a fondo la
reestructuración de las Fuerzas (en Ejército, crea el Comando de
Caballería, por ejemplo), instala en altos cargos a jefes moderados
y hasta legalistas del 30, acrece el presupuesto de defensa, funda
Fabricaciones Militares y pide al Congreso fondos excepcionales para
armamentos (1.000 millones). A su manera, pretende así la buena
voluntad castrense, si bien ella sirve sus fines políticos: una
restauración de las prácticas "democráticas". Los nacionalistas,
archivados por Márquez, no abandonan la conspiración.
El Ejército —que mantuvo silencio ante los fraudes de la era
justista— apoya las intervenciones de Catamarca, tierra del
Vicepresidente Castillo, y Buenos Aires: observadores militares
siguen las elecciones de febrero, 1940. en Buenos Aires: es un viejo
anhelo de los radicales, que habrá de convertirse en ley seis años
más tarde. La victoriosa ofensiva alemana en Europa, y la declinante
salud de Ortiz, cancelan estas experiencias. Márquez se afana en
reducir la influencia nazi.
Si la diabetes derrumba a Ortiz, el negociado de El Palomar
termina con Márquez, inocente responsable. Castillo debe apoyarse en
Justo, que le facilita el aborto de dos sublevaciones (1940); con el
tiempo, habrá de inclinarse ante la oficialidad media, nacionalista,
que le eleva un ultimátum. Ya la Guerra exige rotundas definiciones:
Justo se declara aliadófilo; los militares, neutralistas. Castillo
reincide en el fraude comicial, y queda con las manos libres el 11
de enero de 1943, cuando muere Justo. Los Estados Unidos no le
venden armas: Alemania, que dice querer venderlas, no está en
condiciones.
EL COSTO DE LA UNIDAD
El Presidente se lanza a una nueva burla de las ansias
generales: el 17 de febrero anuncia el nacimiento de un sucesor.
Patrón Costas. Según Potash, los militares se alzan para frustrar
ese "atentado cívico"; esto es, obran movidos por razones éticas.
Acaso la Revolución obedece, también, al hecho de que Castillo
quiebra la neutralidad al digitar al "amigo de Gran Bretaña'. como
le llama el Embajador de Berlín. En todo caso, el revulsivo Patrón
Costas amalgama a los simpatizantes del Eje con los aliadófilos, en
contra del Presidente; el GOU, filofascista. alienta el fuego desde
el 10 de marzo.
La unidad del Ejército, por la que se desvelaron Justo y
Ortiz —con fines distintos, sin duda—, y a la que no contribuyeron
Alvear, Yrigoyen, Uriburu y Castillo, se forja por razones
circunstanciales; obviamente, duraría tanto como un suspiro. La
vetustez de las instituciones —que apenas si representaron a los
gobernados, de 1853 en adelante—, el deterioro de las bases
jurídicas de la Nación, la tácita lucha de clases inherentes al
Sistema, se trasladaron al Ejército profesional, como antes a la
Milicia voluntaria, cuando bregaba por la organización del país.
¿Puede reinar la unidad en las Fuerzas Armadas si ella no impera en
la sociedad de donde salen y a la que pertenecen indisolublemente?
No pensaron en este asunto los militares que el 4 de junio
salieron a la calle, con la dirección de Rawson (aliadófilo) y el
beneplácito o el permiso de su jefe, Ramírez (pro nazi). Resolvieron
que ese golpe era mejor que la franca disputa del poder en las
elecciones de setiembre; tres años más tarde recurrían a ese
dispositivo, vencidos ya por una condena inflexible: no habían
ejecutado Revolución alguna. Los dos últimos capítulos del libro de
Potash reseñan —con nuevos antecedentes— la caída de Rawson, un
símbolo de la improvisación y falta de metas que caracterizó al
movimiento, y el inefable combate por el dominio del Ejército.
Dos bandos pelean: el de Ramírez-González-Gilbert contra el
de Farrell-Perón. Indaga Potash: "¿Podría una oficialidad tan
dividida como la de 1943, «poner en orden la Nación», como asegura
Rawson?" No sólo jugaban las diferencias ideológicas sino las
jerárquicas: 37 generales de nada eran capaces en una Revolución
surgida de los mandos inferiores (121 coroneles, 233 tenientes
coroneles, 371 mayores). La ambivalente actitud de Ramírez, que no
se atreve a poner coto a las intrigas del Ministro de Guerra y el
Secretario de Trabajo, socavan su autoridad. Él y González, que
acordaran una misión ante el Reich para comprar armas la través del
espía Johann Leo Harnisch y su socio Osmar Alberto Helmuth), son los
únicos firmantes del Decreto que el 26-1-1944 rompe las relaciones
con el Eje.
El poder cae en manos de Farrell y Perón; no elimina, desde
luego, la riña de facciones. Los nuevos adversarios se congregan
alrededor del general Perlinger (Interior); sin embargo, es Perón
quien tiene los resortes decisivos, los del Ministerio de Guerra,
más una base popular que cimienta con demagogia y sabiduría: en
julio del 44 se desembaraza de Perlinger y su séquito y acapara la
Vicepresidencia. Ahora, no bastan los resortes sino el liderazgo
moral y profesional: así se explica el Estatuto militar de octubre
(el primero desde 1915), las vigorosas medidas de expansión para las
Fuerzas Armadas, además de su acceso a ciertas responsabilidades en
el terreno de la economía.
Los liberales —de uniforme o de paisano— reaccionan en 1945:
un complot es desmontado en abril; los nacionalistas del Ejército,
como en la década del 30 con Justo, también abjuran de la
Presidencia. En octubre, el general Eduardo Avalos pone a la
guarnición de Campo de Mayo frente al Vice: el 9, Perón dimite sus
tres cargos.
Es lamentable, pero los dos caudillos militares (Avalos,
Vernengo Lima) están tan a oscuras como el 4 de junio de 1943; con
una diferencia: ahora, al revés de Castillo, Perón dispone de un
partido embrionario. En lugar de ganarlo para su causa, lo desdeñan.
No les quedaba sino humillarse ante los civiles
antiperonistas: admitir que el Ejército y la Marina no solucionarían
la vasta crisis, y entregar el poder al Juez Supremo. Catorce años
antes, una disyuntiva análoga obligó a Urirubu a permitir el ascenso
de Justo. Potash se pregunta si Avalos no llegó a la conclusión de
que tenía más en común con su viejo aliado que con los civiles. Y si
no claudicó, por eso, el 17.
Si hay un culpable, agrega Potash, son los políticos: a
partir de 1916, cada llamado a la puerta de los cuarteles redunda en
su extinción. R. de C. (Supuestamente escrito por Ramiro de
Casasbellas)
Revista Periscopio
06.06.1970 |
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