Fragmentario
1984

Antonio Dal Masetto
Historia de cuchillos

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Eduardo Galeano
Ventanas sobre el regreso

Desde hace mucho, el hombre sospecha que (contrariamente a lo que ocurre cuando se conoce a una persona) ciertos acontecimientos, hallazgos o experiencias, sólo se hacen visibles, evidentes, comprensibles, cuando ocurren por segunda vez. Supone, sospecha que esto es así porque en la primera manifestación no existen antecedentes, puntos de referencia, códigos que permitan reconocerla. La segunda, en cambio, señala irremediablemente a la primera, la recupera, la nombra y es ahí donde ambas se complementan y viven y adquieren una forma propia. En fin, tal vez no sean más que divagaciones, ejercicios de la inercia. De todos modos, esto es lo que el hombre ha vuelto a pensar en el día de hoy, cuando mira la primera plana de un diario viejo y ve el cuchillo en la mano del tipo que aparece en el centro de la foto. El diario tiene un mes, por lo tanto la noticia no es nueva, pero es justamente en ese momento cuando el hombre se acuerda de otro cuchillo. Esta foto insólita y grotesca lo lanza treinta años hacia atrás, a un hecho ocurrido en una tarde de su adolescencia.
Puede reconstruir las cosas con cierta precisión. Había un pueblo, un barrio de aquel pueblo, un verano, una barra que compartía la pasión del fútbol en la canchita de un potrero y el placer del agua en la orilla del río. Había además un muchacho del grupo, de la misma edad que todos, o tal vez un poco mayor, fuerte, pendenciero, violento.
Unos más, otros menos, pero todos habían tenido que soportar su prepotencia. De tanto en tanto, lastimado en su orgullo, alguno le hacía frente y el resultado era invariablemente el mismo. Hasta que un día, durante una siesta de aquel verano, apareció uno nuevo. No tardó en surgir el desafío y en el juego de los puños el matón del grupo llevó la peor parte. Vapuleado, magullado, humillado, después de rodar una vez más sobre el pasto reseco del terreno, se levantó y amenazando e insultando, salió corriendo hacia su casa.
Entró, tomó un cuchillo de cocina y regresó. Pero no alcanzó a llegar. Había armado suficiente escándalo, había vociferado bastante cuando iba y después cuando volvía, como para que todos los vecinos salieran a las puertas para ver qué pasaba. Su casa estaba a una cuadra y media del terreno. Pero no alcanzó a llegar. Venía por la mitad de la calle de tierra, siempre a los gritos, frenético, mojado de sudor. En determinado momento cayó hacia adelante y quedó ahí, la cara contra el polvo, convulsionado, echando espuma por la boca, rugiendo, sollozando, tiritando bajo el sol y la mirada indiferente de los vecinos y los muchachos de la barra. Y ahí quedó también, en el extremo del brazo estirado, aquel cuchillo, aquella hoja y su brillo inútil.
Lo que el hombre puede recordar es que entonces quedó extrañamente turbado por aquel suceso. Y que aun más tarde, no podía evocarlo sin malestar, sin sentirse manchado, como si hubiese ahí algo vergonzoso. Después, también aquel hecho pasó al olvido o quedó relegado al fondo de la memoria sin otra significación ni importancia que la de agregar una anécdota más a la lista. Desde aquella tarde, en la vida del hombre que recuerda, hubo infinidad de cuchillos reales o ficticios. Asesinatos atroces, cadenas interminables de muertes registradas por la historia o por anónimas y oscuras reseñas policiales. Cuchillos, dagas, puñales, hierros enarbolados en el extremo de amores y odios, que enriquecieron las leyendas y las infamias, que alimentaron la poesía.
Muchas historias. Pero nunca, en estas crónicas de bellezas y barbaries, el hombre había vuelto a encontrar el brillo inútil, oscuramente humillante, de aquella hoja abandonada en el polvo. Nunca, salvo esta tarde en que redescubre esta foto de un cuchillo que también brilla inútilmente, no bajo un sol de verano, sino a la luz de los faroles y los flashes de los fotógrafos. Y es ahora cuando el hombre cree comprender que se trata de la misma arma, que está frente a una historia similar, que el hecho ha vuelto a manifestarse. Aquella imagen de un cuerpo derrumbado en el polvo vuelve a tomar vigencia, renace, resucitada por esta obra que es su doble, que la complementa y seguramente la explica.
Entonces, hoy, después de tanto tiempo, el hombre cree comprender el significado de aquella figura lastimosa y violenta, arrojada bajo el sol de la siesta. Cree comprender por primera vez aquel sentimiento de vergüenza del que se había sentido contagiado, lo que había ahí de insoportable y humillante. Cree saber por qué aquel cuerpo se sacudía en el medio de la calle y lo que el matoncito debió sentir en el momento de intentar asumir un acto último: que su gesto, su determinación, eran más grandes que él, más grandes que su locura, su furia o su razón, que no podía con ellos, que él no era nada.
Todo esto es lo que piensa el hombre mientras mira la foto, recuerda y medita acerca de que han tenido que pasar más de treinta años para que pudiese descubrir que aquella, la de su adolescencia, no había sido más que la escenificación de un acto de cobardía, la actitud última y desesperada de un derrotado.
Antonio Dal Masetto
Los siempres
Yo estaba recién llegado. Hacía ocho años que no entraba en Buenos Aires.
Nadie sabía. Sólo el amigo que me estaba acompañando en esa primera mañana.
Fuimos en busca de mi café, el café Ramos, y no lo encontramos, o mejor dicho, lo encontramos pero ya no era. Y entonces fuimos hasta la casa donde yo había vivido, en la calle Montevideo, por el puro gusto de mirarla desde la vereda. Y en eso estaba yo, ceremonia secreta, cuando mi amigo me preguntó qué se había hecho de un cuadro que estaba colgado en mi cuarto, sobre la cama.
El cuadro era un puerto, un puerto montevideano para llegar, no para irse; y yo le estaba diciendo a mi amigo que no sabía adonde había ido a parar ese cuadro, quizá perdido como tantas otras cosas, y le estaba diciendo que tampoco sabía qué sería de la vida del pintor, Emilio, tan hermano, y entonces, mientras hablaba de Emilio, me di vuelta y lo vi: Emilio venía caminando, como llamado, hacia el exacto lugar, esa esquina entre las miles de esquinas de la ciudad inmensa y en ese momento exacto.
Y yo me dije: "He vuelto sin haberme ido".

Los jamases
Me faltaron personas, amigos que ya no están en Buenos Aires ni en ninguna parte. Desaparecieron. Los desapareció la santa inquisición de los militares, el exorcismo de sangre contra el porfiado diablo de la rebeldía popular.
Y me faltaron lugares. El Bachín ya no estaba donde antes estaba y un pedrerío me esperaba en lugar del viejo mercado donde yo solía ir a ver aromas y respirar colores. Me quedé con las ganas de la sopa de pescado en la esquina de casa, donde ya no están los vascos; y supe que ya no habrán fuentes de caracú ni madrugadas en El Tropezón.

La Herencia
Encontré la moneda nacional reducida a un espejismo. Con un billete de un millón de pesos pagué el diario y el tipo del quiosco no se desmayó.
En el diario leí que la tasa de interés acababa de subir medio punto en Estados Unidos, medio punto nada más, cosa de nada, y ese humilde medio punto aumentaba en 250 millones de dólares la deuda externa argentina. Mala noticia, pensé, para los millones de trabajadores que tienen que pagarla. Excelente noticia, en cambio, para la minoría que guarda en bancos norteamericanos las ganancias arrancadas al país en todos estos años y que todavía dedica a la especulación sus días y sus insomnios.
Para bajar los salarios a la mitad, la dictadura tuvo que multiplicar la deuda por seis. Sin una cosa, no era posible la otra. Es mucho y caro el combustible de la máquina del terror. Y mientras tanto, volaban los dólares. Igual que en Chile, igual que en Uruguay: los amos de afuera te prestan lo que te roban los amos de adentro; y después tenés que pagar el garrote que te golpea y el lujo que te humilla. Robin Hood al revés, rey Midas en negativo: un sistema que roba a los pobres para dar a los ricos y que convierte en basura todo lo que toca. Luchar por cambiarlo, ¿no es lo que merece y exige el buen oxígeno de la democracia, para que ése buen oxígeno siga siendo y sea más? Quien eso cree, ¿es sospechoso de terrorismo o gil a cuadros? Quien eso dice, ¿atenta contra la democracia y el buen gusto?

El túnel del tiempo
Amigos de hace treinta años, de cuando yo estrené los pantalones largos en las manifestaciones callejeras, me estaban esperando en Montevideo. Hacía once años que no los veía, y desde entonces había llovido mucha ceniza sobre el Uruguay. La tortura se había convertido en costumbre, la solidaridad en delito y la delación en virtud; la mentira y la desconfianza se habían hecho necesidades cotidianas y el miedo y el silencio, modos de vida. Pero no bien los vi supe que esos viejos amigos seguían siendo capaces de indignación y de asombro y de chiquilín entusiasmo, y que ahora tenían todas las edades a la vez.
Busqué algunas placitas de mi infancia, que eran de puro pasto, y las encontré tapadas de cemento. La dictadura uruguaya, que sueña con un mundo quieto, adora el cemento. Y con toda razón desconfía del pasto y de cuanto crece y se mueve. Con toda razón odia a los jóvenes.
Los muchachos se asoman a un país arrasado, donde encontrar trabajo resulta una hazaña y sobrevivir un milagro, pero no asisten de brazos cruzados a la desgracia nacional. El sistema quiso castrarlos, y ellos son los más fecundos. Quiso callarlos, y son los más decidores. Fracasaron quienes prohibieron el agua porque no pudieron, porque nadie puede, prohibir la sed.
Eduardo Galeano

 

 

Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado

 

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68 - 69: Síntesis y perspectivas sociales ¿Todo tiempo futuro será mejor?
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