Hasta el último cartucho


Baldomero Fernández Moreno: La mariposa y la viga — Veinticuatro días antes de morir, el 13 de junio de 1950, Fernández Moreno agradecía el Gran Premio de Honor de la SAME con un discurso que —tal vez él ya lo sabía— fue su despedida y su testamento, una pieza oratoria de estremecedora autocrítica.
"Cuando desde la ríspida cumbre de estos años contemplo los transcurridos —dijo entonces— lo hago con un gesto de desconsuelo. Siento la necesidad de recoger y de quemar apuntes, borradores, pruebas, el tinglado oculto que pueda quedar por ahí. La de reunir todos mis libros, maltrechos y amarillosentos, y reducirlos a uno solo, a un cuadernillo, menos, a un simple papel de fumar con un pareado único, pero que me sirviera para la eternidad. Porque en tantos años había tiempo de sobra para algo más sazonado, más grave, más universal."
Quien así se exigía, llevaba publicados casi treinta volúmenes de versos, cuya trascendencia aún no ha sido aceptada en la misma medida en que creció la celebridad de Baldomero, acaso el autor de mayor popularidad en la literatura argentina. Nacido junto con la reacción antimodernista (en 1915, con Las iniciales del misal, que aparecieron al mismo tiempo que El cencerro de cristal, de Ricardo Güiraldes) iba a edificar, a lo largo de tres décadas, una de las obras más puras y armoniosas, más firmes y excepcionales que se conozcan en el país.
Para Fernández Moreno, salvo quizás en Penumbra (1951), la poesía crepitaba fuera del poema; surgía, en rigor, al cabo de una aventura que él se propuso única: la de vivir. 
"Es suficiente con dejarse vivir, / lo que ha de venir por fuerza ha de venir", indicó a su hijo César al prologarle su debut en la misma senda. "Yo veo el mundo en trozos líricos nada más", había confesado antes, porque "amar mucho hincha los corazones, las bocas más cerradas gritan como pregones / y fluye como arroyo la tinta por los dedos / igual que en el lagar mosto de los viñedos. / Y que todos tus versos —seguía aconsejando—, en tu entraña forjados, / señalen treinta y siete, y un poco más, en grados, / que la torre de sangre jamás se viene abajo..."
Esta concepción de la poesía como la máxima reivindicación del hombre, como forja inagotable (torre de sangre, temperatura permanente del ser humano), se extiende en la obra de Baldomero con una abundancia y una flexibilidad capaces de llamar a engaño. Pero rematar un soneto, acondicionar un romance, pulir una seguidilla, chisporrotear en endecasílabos o alejandrinos era, en él, si se permite la palabra, una función física, inseparable de su acontecer. El lema suyo pudo enunciarse así: existo, luego escribo, y nunca al revés. Para Baldomero, el misterio —ese objetivo final de la poesía— se hallaba al alcance de la mano, puesto que vivir era un vasto misterio, inexplorado, rico como aquellos dominios que Apollinaire quería regalar a quienes representaban la "perfección y el orden" y cuya "boca estaba hecha a la imagen divina". A las zozobras experimentales del lenguaje, Fernández Moreno —como Apollinaire, como Drummond de Andrade, como Dylan Thomas— prefirió los sobresaltos de la realidad, esa incesante madre del lenguaje.
A la misma corriente pertenecen los aforismos, las anotaciones, las revelaciones, las confesiones de 'La mariposa y la viga', que sólo ahora recibe su edición definitiva. No se ha prestado suficiente atención a este reguero que las circunstancias quisieron en prosa, aunque —como lo reconoce el propio autor— no son sobrantes de poesía. "Hubiera sido falso hinchar el aforismo hasta el poema, o comprimir el poema hasta el aforismo", sostuvo veinte años atrás en un reportaje. Hacía, en ese momento, una cuestión de formas: porque si 'La mariposa' "sale del mismo manantial" que toda su obra, es poesía, no importa de qué manera se encuentre vertida.
Síntesis e ironía son, para Baldomero, dos condiciones esenciales del poeta. Son, también, los elementos básicos de La mariposa, los carriles a través de los cuales él reflexiona, comenta, acerca de los temas que le importaban: el amor, el arte, la muerte, los juegos de azar, los sentimientos. Difieren los matices, no el fondo: "La imaginación me exalta y me contiene". Hay golpes líricos, observaciones agudas: "Cuando un pájaro se posa en el lomo de un rinoceronte, éste se llena de buenas intenciones"; "Encontré en una calle un fragmento de carta de amor. Ya era pequeño pero lo rompí en dos"; "¡Cuánto rocío!, exclamó un niño. Y era un charco"; "El hollín se acuerda a cada instante de que fue humo"; "Un poeta nacional es un poeta universal que se ha ensañado con su país"; "Nada más fecundo que un punto".
Es en la zona denominada "Aire confidencial" donde el libro alcanza sus cimas: el hombre sospecha la cercanía de su fin (la pérdida de un hijo, Ariel, en 1937, sumió a Fernández Moreno en una depresión nerviosa que los médicos declararon extinguida en 1939, pero que lo abatió para siempre) y se desnuda, entre la ternura y el sarcasmo, entre el dolor de partir y el júbilo de seguir en pie. Únicamente las citas permiten adivinar la altura de estas cavilaciones. "Ya creo en todo, hasta en las dedicatorias"; "Morir es esperar a los demás"; "Tal vez con modificar la forma de los féretros se me haría más tolerable la idea de la muerte"; "Los días sólo me sirven para amontonar versos"; "Me paso el día aprisionando vaguedades, enfriándolas sobre mí mesa, dándoles un contorno y poniéndoles un nombre"; "Busco la muerte, no la fosa"; "Creeré, cuando esté por morirme, que eso es sólo hasta el día siguiente".
Sin embargo, la vida era más poderosa: "Yo no me repito, me aumento. El pregonero es el que se repite"; "No puedo reprimir la velocidad dé mi sangre ni la de mi tinta". En fin, "quiero ser poeta entre los hombres, no entre los ángeles"; eso sí: "Hasta el último cartucho, hasta el último poema" (Alonso, 1968; 108 páginas, 370 pesos).
PRIMERA PLANA
15 de octubre de 1968

Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado

 

Baldomero Fernández Moreno según Sábat