Juan José Hernández
La Favorita


Y la mujer que has visto, es la grande ciudad que tiene su reino sobre los reyes de la tierra.
Apocalipsis, XVII, 18.


Ha llenado la bañadera hasta la mitad. Mientras me desnudo, ella me contempla en silencio, con los ojos arrasados de lágrimas; después, no pudiendo ya contener su entusiasmo, exclama: "Cada día más linda, mi reina".
A veces los cuidados de mi madre son abrumadores; sus mimos, sus alabanzas, hacen pensar en los de una noble y abnegada criada a quien se le ha confiado la custodia de un objeto precioso. Cumple sin quejarse la fatigosa tarea de volcar ollas y más ollas de agua tibia en la bañadera; acto seguido, manipula cepillos, esponjas, jabona mi espalda, depila prolijamente mis piernas. Cuando me case con Amín, terminarán sus afanes.
Por ahora, mi única ocupación es representar con dignidad el ideal femenino de mi prometido. Fiel a las tradiciones de sus antepasados, Amín desdeña ese tipo de mujeres escuálidas que aparecen en las revistas de modas. Para conservar mi belleza me basta, contra toda lógica, una dieta sencilla. Vanamente, los ambiciosos de la colectividad, empeñados en conquistar la benevolencia de mi prometido, me envían de regalo bandejas de alfajores y postres perfumados de azahar, que mi madre se apresura a vender en el vecindario. Quizá mi repulsión por las golosinas proviene de la época en que ella me obligaba a comerlas para halagar a los clientes del almacén. Eso sí, adoro los dátiles; éstos, al igual que mis ojos almendrados y mis cejas unidas en un solo arco, retintas, evocan la pureza de mi raza. Aunque nacida en un hogar humilde, mi apariencia fue siempre la de una persona destinada al ocio, al bienestar. De ahí que mi prometido no
haya escatimado gastos para adornar con alfombras, espejos y almohadones de seda el cuarto donde acostumbro a recibirlo.
Pensándolo bien, el orgullo de mi madre se justifica. Mi cuerpo, bajo el hechizo que irradia la fortuna de Amín, multiplica cada día sus encantos; despide calor, turbados efluvios. Después de prodigarme su ternura, no es raro que mi prometido corra hasta la ventana, con la frente empapada en sudor.
Cuando se formalizó mi compromiso, dejé de ir a la escuela. Fue un alivio abandonar los estudios. Obligada por mi desarrollo a sentarme sola en un banco de clase; mis compañeras aprovechaban cualquier oportunidad para mortificarme. A menudo simulaban ignorar la ortografía de una palabra: "¿Bordalesa se escribe con s?", preguntaban burlonamente a la maestra. Yo enrojecía de furia, pero me dominaba y preguntaba a mi vez, con aire ingenuo; "Señorita, ¿tísica lleva acento en la i?"
Ese mismo año, mi madre cerró el almacén. No era correcto que la futura suegra de Amín anduviese de la mañana a la noche rodeada de paquetes de fideos y de botellas de bebidas alcohólicas. Por lo demás, ella no precisaba trabajar con tanta vehemencia. Gracias a mí, al poco tiempo de enviudar pudo pagar las deudas de mi padre y vivir decorosamente.
Nadie ignora que fui en mi niñez el principal atractivo del almacén. No bien abría su negocio, mi madre me sentaba estratégicamente en el mostrador, junto a la caja registradora; ordenaba los vuelos de mi pollera de organdí y erguía sobre mi cabeza un gran moño almidonado. Los clientes, en su mayoría mujeres de ojos sombríos y hombres con tatuajes celestes en las manos, que apretaban un vasito de anís, me observaban con fascinación. Me besaban en la frente, elogiaban mis mejillas de manzana, mi trémula papada; querían saber mi nombre, mi peso, mi edad. Y cuando mi madre, luego de advertirles que no exageraba en nada los hechos, satisfacía la curiosidad de sus paisanos, se oían exclamaciones de asombro. A los incrédulos, mi madre les permitía alzarme en brazos; entonces renovaban sus besos, sus exclamaciones.
Como algunos clientes, demasiado zalameros, alternaban las caricias con furtivos pellizcos, mi madre resolvió protegerme de aquellos exaltados y colocarme en una alta silla de mimbre, detrás del mostrador. Así pasaba el día, hastiada de los caramelos que me regalaban mis admiradores y que debía engullir para no desairarlos.
Satisfecha por la prosperidad de su negocio, mi madre decidió bautizarlo con mi apodo. Todavía puede leerse sobre la puerta de calle: "La Mascota. Almacén y Despacho de Bebidas". Sin embargo, ahora recuerda con amargura sus años de trabajo en el almacén. "Tanto sacrificio —acostumbra a lamentarse— y jamás pude ahorrar lo suficiente para poner un zócalo de mármol en nuestra casa."
Después de mi casamiento viviremos juntas en la mansión que Amín hace construir en las afueras de la ciudad. He visto el plano del edificio. Me sorprendieron los muchos dormitorios y cuartos de baño. Mi madre me explicó que Amín, por su alto rango dentro de la colectividad, poseía doce mujeres; como las leyes del país le impiden mantener abiertamente a una familia tan numerosa, simula levantar un hotel. "No te preocupes —agregó—. Todas serán tus sirvientas. Ninguna te llega a la suela de los zapatos."
Ser la mujer más codiciada de la colectividad tiene sus desventajas. Basta que asome un momento a la puerta de mi casa para que el primer ciclista que pase se crea obligado a tributarme sus empalagosas galanterías. Las palabras suelen ir acompañadas de ademanes de mal gusto. No puedo evitar ruborizarme. "Basuras", les grito, al mismo tiempo que cierro la puerta con violencia y oigo estallar la carcajada insolente del ciclista.
Al publicarse en La voz del Líbano la noticia de mi compromiso, aumentó el asedio de mis admiradores. Diariamente recibo anónimos sentimentales que abundan en alusiones a mi juventud, a la decrepitud de mi prometido y a la codicia de mi madre. Algunos van acompañados de fotografías y hasta de mechones de pelo crespo pegados con engrudo. Mis enamorados me atribuyen el papel de víctima, cuando en realidad soy el poder de Amín, el puño que los aprieta, la ostentosa abundancia que se les niega. Mi matrimonio debería recordarles que la unión de la belleza y la fortuna es inevitable, y que ellos, como pobres, deben sobrellevar resignadamente la mediocridad de su destino; viajes en colectivo, cigarrillos baratos, novias insignificantes acariciadas en el banco solitario de una plaza, o en las no menos incómodas butacas de un cine del suburbio.
Fuera de Amín, y de dos o tres magnates que frecuentan el mismo club social de la colectividad, ¿quién podría aspirar a desposarme?. Las románticas historias del amor que florece por encima de las penurias económicas (reiterado tema de los anónimos) son tan difíciles de imaginar como un boabad en una maceta o una ballena en un balde de agua.
Las personas mal pensadas suponen que estoy dispuesta, por interés, a satisfacer los menores caprichos de mi prometido. Asimismo, calumnian a mi madre. Murmuran que Amín, a causa del precio exorbitante que le exigieron por mi mano, debió de recurrir al capital de sus socios, y que no voy a casarme con un hombre sino con el directorio de una sociedad anónima.
Comprendo el motivo de esas erróneas suposiciones. En verdad, mi noviazgo contrasta con el barrio en que vivo. Los sábados por la tarde, el vecindario contempla boquiabierto el larguísimo automóvil blanco que se detiene frente a mi casa. Antes de que Amín se disponga a bajar, dos individuos corpulentos que lo sirven, y que son también sus guardaespaldas, extienden una alfombra roja desde el automóvil hasta la puerta de calle.
No niego que mi madre sea en extremo sensible a la generosidad de mi prometido, y que yo misma, en vez de bordar mi ajuar, prefiera divertirme probándome las alhajas que me regala para aliviar su conciencia. Porque Amín, no obstante la natural delicadeza de su alma, suele abandonarse a ciertos arrebatos de pasión impropios de un caballero. Con astucia inventa sospechosos juegos infantiles. Sentado en la alfombra, frunce la boca y emite un chillido entrecortado y agudo. "Soy tu ratoncito", dice. Y trata de deslizarse entre mis piernas. O bien, sorpresivamente, sus manos temblorosas, salpicadas de manchas marrones, levantan el ruedo de mi vestido. Luego, como herido por el rayo, retrocede unos pasos y se desploma. "Soy un gusano", solloza. Y me pide que lo aplaste.
Al oír el relato de estas escenas, mi madre sonríe con malicia. "Ya tendrás tiempo de aplastarlo", dice. Y hacemos planes para cuando nos mudemos a la futura mansión.
Mi alejamiento definitivo me pondrá a salvo de posibles venganzas. Hace tiempo que observo una coincidencia entre mi actividad glandular y los desórdenes del barrio. Derrumbes, explosiones, incendios, motines callejeros y otras calamidades se suceden mientras permanezco indispuesta, recostada en la cama, con expresión agonizante. Después de una semana de sufrimientos, llega el alivio: me convierto en un manantial de sangre. La casa huele a vísceras tibias, a fruta levemente podrida. Encerrada en mi cuarto, bajo el mosquitero que me protege de las mariposas nocturnas que intentan posarse sobre mi cuerpo, oigo el aullido quejumbroso de los perros del vecindario; sus húmedos hocicos olfatean al pie de mi ventana. Hombres borrachos vienen a darme serenatas; ponderan mis encantos, pero defraudados por el terco silencio que reciben como única dádiva a sus homenajes, reaccionan con furia, dejan de cantar y me insultan. Al marcharse, orinan en la vereda, vomitan.
La santa de mi madre se levanta esos días más temprano que nunca; limpia cuidadosamente la vereda y borra las inscripciones obscenas y las manchas de vino de las paredes. Cuando me case con Amín, terminarán estos escándalos. La verja electrizada que rodeará la mansión sabrá mantener a distancia a esa turba de galanes desaforados. Sin embargo, estoy segura de que habré de extrañar mi vida de soltera. Conozco, por mí madre, las obligaciones que debo asumir cuando sea la mujer del hombre más poderoso de la colectividad. Si bien continuaré recostada la mayor parte del día, o sumergida en un bañadera, ciertas noches, después de una fiesta o una reunión de directorio, Amín querrá mostrar a sus amigos íntimos los esplendores de la favorita. Necesito ser comprensiva y someterme a esas fantasías dictadas por la vanidad de mi futuro esposo. Como algunas ciudades levantadas para el exclusivo placer de los ricos, ofreceré el espectáculo de mi desnudez a un grupo de privilegiados. Los amigos de Amín pueden comprarlo todo: una provincia, un país, un continente. Será emocionante verlos a mi alrededor. Mis dientes blanquísimos les recordarán el tenebroso agujero de sus bocas; las serpientes de mi cabellera, sus pulidas calvicies; mis formas opulentas, sus esqueletos miserables. Para ellos, como para mi prometido, represento el triunfo de la abundancia que buscaron afanosamente y que acabó por convertirlos en un montón de ancianos diminutos, arrogantes y secos como frágiles momias. Sólo la muerte llegará a devolverles, transfigurado, el antiguo frenesí que los dominaba: la ebullición brillante de las larvas semejantes al oro que supieron acumular mientras vivían.
Copyright Minotauro, 1968.

Mágicas Ruinas
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dibujo de Sábat

Desde que publicó El inocente, en 1966, Juan José Hernández ha sido reconocido como uno de los mejores narradores argentinos. Con un lenguaje que se parecía al de las telarañas, por su poder de seducción y su transparencia, reconstruía allí una ciudad entera, su oscura modorra, sus ascos y sus efemérides. No la nombraba, pero era Tucumán, sin duda, donde nació en 1932: publicó allí su primer libro, los poemas de Negada permanencia, y le dedicó dos más, Claridad vencida y Otro verano. El relato que se publica a continuación data de un par de meses atrás: fue escrito para la Antología del cuento fantástico argentino, compilada por Francisco Porrúa, con textos de Marechal, Vanasco, Cortázar, Harss, Néstor Sánchez y Bernardo Kordon. Su aparición está prevista para julio próximo. (1968)

 

 

 

 
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