Hoy día no miro televisión, es decir "no me siento a mirar televisión", a despatarrarme y dejarme llevar por ese magnífico invento, pero todavía me sorprende encontrarme pensando cómo es posible que pueda ver a alguien a distancia. Por ahí es que me crié en un momento de tránsito entre la radio y la masificación de la televisión en nuestro país. Vaya uno a saber los manejos mentales. Encima, en lo que hace a los mentados medios de comunicación, también me toca vivir esta transición de incorporación de internet a la cotidianeidad. Ya prácticamente hay personas que compran una pc como quien adquiere una batidora o un lavarropas.

 Ha pasado a la categoría de artículo del hogar. La magia inicial, esa de enfrentarse al teclado o mouse y ver que pasa,  está transformándose en una meseta que no presenta mayores sorpresas. Por ahí, con el teléfono, en su momento, hubo personas que sintieron cosas similares. Pero, bueno, la cosa que, a pesar de haber dejado de prestarle los ojos a la televisión, las imágenes que adquirí están incorporadas, y en algún momento me vi intentando transcribirlas en relatos. Mejor dicho, en historietas. Eso son las Historietas desde Traselpuente, imágenes burlonas de la memoria que quieren seguir fluyendo.
Tito Demoron

o-o-o Historietas desde Traselpuente I o-o-o

Escuchas

Mike Milles había conseguido un puesto de sereno en el garaje de Morris, al este de la 49. Apenas once cuadras lo separaban de su residencia, un departamento en el cuarto piso del tranquilo barrio de Soudmerry. Allí fue criado y había desarrollado su tierna juventud. Época, esta última, en la cual su fresco peinado, apenas caído sobre su ojo izquierdo y una tierna mirada habían dejado huella en mas de una mujer. La mayoría de ellas ahora casadas. Mike ya no era el niño mimado de las jovenzuelas saltarinas, pero no había perdido su entereza con las mujeres, quienes ya superaban los cuarenta, y seguían viendo en él al personaje de cine que al no podían acceder. Varias de ellas lo soñaban, y las mas atrevidas dejaban saber que habían sido insinuadas por él, pero la condición marital de las ya no tan niñas había convertido en negativa las propuestas de romance. Todas tenían algo que enumerar respecto de odiseas con el apuesto Mike. Otras callaban, pero sus miradas y sonrisas, mezclas de ingenuidad y travesura las delataba sin mas: también soñaban. Mike sabía de esos rumores, "corrillos de peluquerías de mujeres" solía sentenciar cuando le inquirían al respecto. Algunos hombres aseguraban que se ponía agresivo ante la insistencia para que contara sus romances. Todos hablaban de Mike en ese sentido, sin embargo no se le conocía mujer y su irascibilidad nunca había pasado de un murmurado insulto, prácticamente inaudible. El dueño del edificio había contado en distintas oportunidades que era una persona franca, amigable y que ciertamente las mujeres lo visitaban a su departamento, preferentemente al mediodía. Todo era incierto.
Esta situación de un hombre soltero, de cuarenta años y en época de guerra, llegó a los oídos de Sarah Barteland, joven y suspicaz periodista del New Soudmerry Shine, quien, extrañada por el caso, decidió investigar a los efectos de hacer los comentarios en su columna Vida Cotidiana;"hombres solteros en guerra", era una excelente propuesta editorial. Se colocó el pañuelo sobre el peinado, tomó sus anteojos negros, y subió al Pontiac verde, no sin antes mirar al espejo y dar el último retoque a sus labios. Estaba decidida a ir directamente al grano: entrevistar a Mike en su lugar de trabajo esa misma noche.
Cuentan en la editorial del New Soudmerry Shine que al volver Sarah de la entrevista, esa madrugada, tomó sus cosas del cajón del escritorio y decidió mudarse a una finca en las afueras del pueblo, más allá del puente. Mike vivió en su departamento dos días más luego del encuentro. El dueño de los edificios de departamento lo encontró colgando de un pañuelo sujeto al ventilador de techo. En la mesa un sobre conteniendo la misiva de despedida decía: "no soy soltero".
El departamento fue alquilado a Austin Bordwin esa misma semana.

"La vecindad ha estado comentando estos días que resulta extraño que siendo Austin un hombre apuesto, cercano a los cuarenta años, no se le conozca mujer. En su antiguo barrio cuentan de Austin, por quien en su tierna juventud las mujeres solían insinuar situaciones de las más osadas travesuras juveniles..." Sarah Barteland, desde Traselpuente, especial para New Soudmerry Shine
-Número 3526 de la 49, Soudmerry, 1944-

Dos caños

Ese día decidí utilizar la Chevy turquesa, había llovido y el camino seguramente empeoraría llegando al río. No cruzaría el puente en esta oportunidad. El día no se prestaba mas que para cine y las películas llegaban los jueves a Soudmerry. La posada de Jeffrey era una buena alternativa en estas circunstancias.
Apenas dos millas antes de arribar divisé la figura de un hombre caminando hacia el puente. Aminoré la marcha. Parecía cazador. Hago señas de llevarlo, mira la caja de la Chevy, vuelca sus bártulos allí y entra a la cabina.
- Sam Sterpenton, encantado.
Le comenté que no era época de caza, que tuviera cuidado pues el alguacil hacía rondas por el sitio. Pareció no importarle y desvió su conversación hacia cuestiones vinculadas al alcohol y la historia del lugar. Me comentó que la cerveza de esta zona era muy popular en su pueblo. Me resultó extraño, pero todo es posible. Lo invité a tomar un par de botellas en lo de Jeffrey así se sacaba el gusto.
- Conocí a "sadman" hace 17 años. Antes que abriera su posada. Solíamos cazar juntos, él July y yo. Seguramente ya no se acordará de mí.
Nunca supe si era un apodo de Jeffrey o su apellido, de todas formas yo no lo llamaba así. Alguna vez había evidenciado que no le gustaba "dime Jeffrey solamente, ya olvidé a Sadman". Llegamos y el hombre cargó la pequeña mochila y su dos caños. Le comenté que no era necesario, que aquí nadie tomaría algo de la Chevy. Solamente me miró.
Abrí la puerta del lugar. La extensa vitrina espejada detrás de la barra lucía altamente esplendorosa con la luz amarilla del atardecer después de la tormenta. Siempre es cálida la luz cuando atardece en las cercanías de Soudmerry. Saludé desde la puerta extendiendo mi mano, a la par que me quitaba el sombrero. Vi que Jeffrey se tiraba detrás de la barra y sentí el estruendo a mi costado, ensordecedor. La vitrina estalló en cientos de pedazos. Yo caía víctima del desmayo.
Al día siguiente el alguacil y su ayudante me trajeron la Chevy turquesa, que había sido abandonada sobre la vieja ruta a Pavington, acceso prácticamente abandonado a la interestatal, al oeste del pueblo. Nunca supimos del tal Sam, y Jeffrey jamás habló del tema, pero al mencionarle el nombre de July sus ojos humedecieron.
Posada de Jeffrey, en las afueras de Soudmerry, 1955

La 9121... y Caledonia.

Una esquina peligrosísima. Cierta tarde cruzaron un Cadillac, blanco descapotado, que transitaba por la 9121 y un Montclair Phaeton, cuatro puertas, una belleza que llegaba desde Park Cruissington por Caledonia, pero a contramano. Nada lo detuvo. Ni siquiera el viejo Chesterghen, agente de la cuadra, que estaba de servicio.
Los chicos que estaban allí jugando a las canicas no podían creer lo que veían. La morocha que venía por la 9121 bajó de su Cadillac. Falda aperdizgada, abierta a la altura de la pantorrilla, tacos altos marfil, cabello ensortijado, culminando en un fabuloso sombrero alado con dos extrañas y coloridas plumas.
Pisó la calle delicadamente y movió su silueta como solamente una actriz de los cuarentas podría hacerlo. Era Jeanne Caritford, una jovencita del medio oeste californiano, venerada en cuanto cine hubiera estrenado sus filmes. Se acercó al Montclair, que le había rozado su Cadillac destrozándole las bombillas. Buscó en su bolso pequeño. Extrajo lo que después supimos era una Walther y le vació el cargador al chauffeur del Montclair.
Volvió sobre sus pasos de la misma delicada forma. Subió y partió.
Los diarios informaron que se trataba de un ajuste de cuenta por celos.
Tiempo después, cuando desclasificaron los archivos de Soudmerry, ya culminada la gran guerra, supimos que Jeanne había sido una espía alemana y se habría vengado ese día con John Starnose, al revelar éste su identidad real.
-Soudmerry, bar de Roony, 1948-

Cervezas

En definitiva siempre son historias de soledades. Búsquedas inusitadas que completen la existencia. El de Jack Pillance fue uno de esos casos. Descendiente de irlandeses era algo así como el hijo no querido de su barrio, allá en Soudmerry. Centro católico por excelencia en los bajos de Clintsmaswick. No era una persona muy atenta a lo que ocurría a su alrededor y eso le jugaba en contra. Era objeto de burlas cuando iba a lo de Ronny a tomar cervezas. Nunca les dio importancia. No reaccionaba. La soledad provoca esas inflexibilidades. No hablaba de mujeres siquiera.
Una noche un paisano se le acercó, como que le dio pena:
- Oye Jack, por qué no vas a lo de Betsie y te diviertes un poco. Tú necesitas compañía femenina.
Con unas copas de más se encaminó al codiciado burdel. Un poco caro para el hombre común. Pero Jack siempre tenía unos dólares de más. Betsie, la Madame del lugar lo junó en seguida. Hizo señas a una pelirroja chasqueando sus dedos. La dama escupió su chicle, acomodó su corset y encaró para donde estaba Jack. Cuando pasaba cerca de Betsie ésta le susurró al oído "al lavadero". Los ojos castaños de la dama crisparon, la sangre en sus pupilas hizo aparecer toda vena posible. Un haz de luz en la mirada iluminó la frente de Jack, mientras un hilo filoso de saliva descoloraba el maquillaje de la dama. Su gargantilla azul se ajustó al cuello, sus muslos temblaron en el apronte hasta endurecerse. Tomó a Jack por el hombro. Se los vio internarse tras la puerta lateral.
En Soudmerry, un hombre de blanco, reloj cadena al bolsillo, anillo de brillantes, bastón y sombrero al tono, pasea por la 49, rumbo a lo de Ronny. Los transeúntes lo saludan con respeto, las mujeres se asoman en cada ventana, contemplativas y admiradas por su elegancia.
Al entrar al bar, los habitúes se abren de la barra dando lugar a Jack que extiende su mano atajando la cerveza que exactamente a las 19:33 el viejo Ronny hace deslizar para su distinguido cliente, quien en los últimos diez años no ha faltado a la cita.
Bar de Ronny, Soudmerry, 1948.

B.B.

Brendha Behavior entró a la cantina; meneó la cintura mientras pasaba frente a la caja e ingresó a la cocina. Salió con su delantal celeste puesto a medio abrochar, marcando el taco sobre el piso en cada paso, y se acercó a la barra. Difícilmente pasaba inadvertida. Su modo de pronunciar casi afrancesado, su andar inescrupuloso, la vivaz expresión de su inquiriente mirada y los gestos en su rostro, definían un estilo diferente de lo visto en meseras.
Había ingresado a trabajar a lo de Rooney la noche de los relámpagos o noche de las tijeras, según la zona de Soudmerry que la evocara; y había ingresado de la misma presumida y desencantada forma que lo hizo todos los días en los últimos dos años.
Rooney le pidió que luego de servir las primeras mesas llevara un escocés a los apartamentos de la 91, a un visitante llamado Harry Dagger "... un productor de teatro" le deslizó a Brendha.
Junto al whisky un sobre. Brendha miró el encargo, sirvió las primeras mesas con la misma paciencia, mascando el mismo chicle con sabor a frutilla, de todas las noches. Puso el whisky y el sobre en la bandeja y dirigió sus pasos hacia la 91.
Subió las escaleras de los apartamentos desafiando al eco en cada peldaño. Los finos tacos agujas jamás temblaban cuando la Behavior provocaba el sonido seco contra la superficie. La luz era tenue como en toda la morada. Golpeó la número 16 y el tal Dagger, en bata, atendió. Tomó su escocés en el pasillo de un solo trago, a la vez que hacía señas a Brendha que aguarde.
Abrió el sobre.
Leyó el escueto mensaje.
Miró a nuestra camarera sorprendido.
Y murió.
No atinó a emitir sonido alguno.
El taco de Brenda Behavior penetró su frente.
Harry Dagger falleció al instante.
Cuentan en Soudmerry que Rooney pagó el pasaje de Brenda a México.
Bar de Rooney, 1948, Soudmerry.

Cruzando la calle

"Estaba bajando por la escalera, a medio camino, cuando su silueta se insinuó hacia mí. Acababa de poner la última de las gastadas lamparitas del único letrero luminoso que se conservaba en la cuadra. Era una época difícil para las luminarias. El costo de la electricidad en la guerra fue superior a lo esperado, y ya pocos mantenían la iluminación. Con la obsesión de sufrir algún ataque muchas noches se practicaba apagar las luces y se había perdido la costumbre de cambiar los focos. El letrero de O'Brian, sin embargo, nunca dejó de iluminar las noches de Soudmerry.
Ella miraba como descendía, casi lo hacía con pudor, casi risueña. Bajó la vista al encontrarse que la observaba y apuró el paso. Zapatos blancos, medias blancas tres cuartos, caídas y su vestido de mil flores haciendo picardías en mis pensamientos. Creo que esa tarde fue un encuentro definitivo. Un camino maravilloso y sin dificultades se abría. Es que el camino, cuando aparece delante nuestro resulta sencillo, y sin embargo cuando desaparece bruscamente es un salto a la tristeza. Mis amigos, la sola idea de perder una oportunidad con ella me resultó insoportable en ese mismo instante. A veces el instinto es mejor y por él me guié.
Por lo que, luego que pasó delante del desaparecido bar de O'Brian, en la 49 entre Maison y Cordiell, ni siquiera cobré el servicio al viejo Charly y me apresté a abordarla. Coloqué detrás de la Chevrolet la escalera y las herramientas lo más acertadamente posible y manejé siguiendo a esa silueta, absolutamente decidido a no permitir al destino que obstaculice la concreción de aquel encuentro de nuestras miradas debajo de la luminaria del viejo Charly. Ann Marie debe haber escuchado el ronroneo de mi Chevrolet, aminoró su andar. Se entretuvo jugando con sus manos en las plantas de los jardines. La certeza, esa observación humana entre la razón y el sentimiento, entre el instinto y la inteligencia se había apoderado de mí.
Ella estaba por cruzar la calle.
Volteó su rostro hacia mí.
Toqué bocina.
Nuestras miradas volvieron a encontrarse.
Apuró el paso.
No lo vio... no lo vio.
Salud amigos"
(Ann Marie Christoferson fue atropellada el 14 de junio de 1942, en la esquina de la 49 y Maison)
Bar de Rooney, 1948, Soudmerry.

Tango... tango

Harold Rise, alias "el mudo", había sido dado devuelto a Soudmerry por el ejército antes de llegar al frente. Muchos dijeron que por una deficiencia física. Otros, los más, que por haberse escondido antes de que el cuerpo de infantería, al que pertenecía, fuera embarcado. Ninguna versión pudo comprobarse y de vez en cuando se rumoreaba una nueva en el bar de Rooney al que Harold frecuentaba junto a Susan y Margie.
Eran de las pocas mujeres que ingresaban a lo de Rooney. La única bebida que se hacían servir era champagne. No bebían demasiado. Podían estar toda una noche con la misma copa pero el efecto del alcohol solía causar estragos en ambas.
Harold siempre mantuvo excelente comportamiento. Era un gran bailarín y sentía una inexplicable obsesión por el ritmo de tango. Solía imitar muy fielmente a Valentino. Eso divertía a Susan, rubia que había trabajado de camarera en Monty's, obteniendo fama de tener la sonrisa sencilla y fácil. Esto era cierto, excepto cuando su compañera Margie demostraba no haber tenido un buen día. Ese era el momento en que llegaba a exigirle a Harold su versión de tango. Aquella fue una de esas noches.
Entraron al bar y se sentaron en la misma mesa de siempre, en silencio. Rooney se percató de la situación y aprestó el tocadisco, al tiempo que asentía a la seña de Susan que le pedía la misma bebida de todas las noches. Los sirvió y se retiró a observarlos detrás de la barra.
Hubo una pequeña charla, Susan levantó la voz. La pudorosa Margie calló y Harold retiraba su silla casi enfadado, casi altanero, e invitó a Susan a bailar. El sonido del tango no se hizo esperar. En la barra, los habitúes se colocaron de costado para ver la pareja. Entre ellos estaba Horace, un tanto pasado de copas. Entusiasmado por el ritmo y la fantasía se dirigió a la pudorosa Margie que observaba desde la mesa con la copa en su mano.
Susan vio al hombre de espaldas apoyado sobre su mesa. Dejó el baile y se acercó. Apoyó suavemente su delicado cuerpo sobre el costado de Horace y arrimó los labios a su oreja como susurrándole. Su lengua ensoñó la fantasía del habitué. Un juego seductor impregnó al lóbulo. Susan miró a Margie, quién comenzó a levantarse hasta colocarse detrás de Horace. Se sintió en el limbo.
Las dos mujeres sobre él.
Los dientes de Susan jugueteando, inquietos.
Mordió el lóbulo.
Lo arrancó de un tirón.
Lo escupió sobre la copa.
Margie dibujó una sonrisa de satisfacción.
Inmovilizó al hombre con sus brazos.
Horace debió beberse la copa y tragar su propio lóbulo. Luego huyó del bar.
Esa noche, Harold, no dejó de reprocharle a las damas que lo hubieran dejado solo en la mitad de su imitación de Valentino bailando tango.
Bar de Rooney, 1947, Soudmerry.

La de Eric

Cuando joven tuvo necesidad de trabajar. No era un momento sencillo. Los años treinta estaban encima. Eric logró trabajar levantando cosechas y en un descuido de la larga jornada cayó al piso, tal vez por el cansancio, quizás por el exceso de sol. Uno de los viejos carros tirados a caballo, de ruedas de madera, le torció el pie. Quedó rengo. A las burlas, de las que había sido víctima durante su infancia, se sumó una más.
Así las cosas, enanismo, renguera y burlas crearon en Eric una extraña forma de aproximación a las personas y las cosas. Solía golpear sin pudor los tobillos de quienes se acercaran a la barra en la posada de Jeffrey. Pedía disculpas, dando miles de excusas sobre su estatura, el accidente y el acoso de la sociedad que lo había llevado a sentir agresiones donde tal vez no las hubiera. Si eran aceptadas la amistad estaba encaminada a mantenerse y siempre pagaba las copas. Caso contrario lo que aconsejaban era seguir de largo sin detenerse, ya que en el momento menos esperado muy disimuladamente se aproximaba y orinaba las botamangas de los pantalones de quienes lo hubieran desaireado. Las burlas del resto de los hombres era inmediata. Eran unos cuantos quienes habían jurado vengarse de tal artimaña.
Sandy, una rubia y muy delgada hija de campesinos, de cabellos siempre cortos, que evidenciaba ser más joven que Eric, era la única compañía femenina con quien se lo veía, casi siempre a la hora del almuerzo en la posada de Jeffrey. Siempre con vestidos debajo de la rodilla e invariablemente luciendo zoquetes y botitas.
En primavera del 46, como lo hacía todos los años, Jeffrey organizó una fiesta por un nuevo aniversario de su posada. En esta oportunidad sería en el patio trasero, la sequía en la zona auguraba que no llovería como todos los años para esa fecha. Y así fue. Llegada la noche del veinte y cinco de septiembre, las luces iluminaban la extensa pérgola y las mesas lucían sobre sus manteles verdes y blancos los centros de mesas con flores especialmente tomadas del invernadero de Jeffrey para la ocasión.
Eric y Sandy asistieron a la velada invitados en forma insistente por Jeffrey, ya que ellos habían sido sus primeros clientes y nunca había logrado que asistieran. Fueron el comentario de los invitados durante toda la noche. El embarazo de Sandy estaba muy avanzado. Eric se percató de los comentarios y comenzó a sentirse molesto, pero por respeto a su compañera se mantuvo despejado y con la sonrisa amplia.
El profesor Ronald, un vecino muy conocedor de plantas, y que había obtenido las botamangas mojadas de parte de Eric en varias oportunidades, invitó gentilmente a la pareja a recorrer el iluminado invernadero del que Jeffrey solía hacer alarde. La pareja aprovechó la invitación para distenderse de las molestas miradas de los concurrentes. El profesor comenzó a explicarle sobre las distintas variedades que allí se encontraban y cómo habían sido obtenidos.
Se pararon frente a unas extrañas especies.
Los infinitos colores mantenían absortos a Eric y Sandy.
Ronald vio la oportunidad de vengarse de tantas mojadas en las botamangas.
No pudo evitarlo, la tentación pudo mas.
Abrió la bragueta de su pantalón.
Se dispuso a orinar a Eric.
Un solo grito partió la noche.
En la posada siempre se comentó que Eric al darse vuelta tomó una tijera y destrozó la virilidad de Ronald. Los más escandalosos mencionaban la intervención de Sandy en el affaire. La versión oficial indicó que el profesor no se percató que estaba muy cerca del regalo que la pareja había obsequiado a Jeffrey con motivo del aniversario de la posada: la peligrosa Sarracenia carnívora de las ciénagas de Soudmerry, que esa noche goteaba sangre por su tallo.
Posada de Jeffrey, 1946, Soudmerry.

In Memorian

"Cruzaban el puente todas las semanas. Seis meses durante 1946. Sus manos arruinadas por completo. Jardines y rosales. En una temporada conocieron cada rincón del suburbio. La naturaleza es impiadosa y amontona soledades en lugares insospechados. Ningún oficio por vulgar que parezca es indiferente a la creación. Ellos lo sentían de esa forma. Era como si buscaran el sendero desconocido, ese que por inútil no resulta de los elegidos para transitar. "A todos parece gustarles recorrer el sendero principal. Allí hay mucha gente.", solía mencionar Rex, y su charla sobre la conveniencia de inutilidad para alcanzar la madurez, comenzaba. Apasionado y eufórico, había aprendido gradualmente a reconocer en un sencillo y pequeño auditorio la posibilidad de crear un mundo suelto en vida y resistente a las marchitas influencias citadinas. Su cuerpo, tan sutil como su espíritu parecía deslizarse perezosamente. La mirada del tiempo en la ciudad cambia cuando el horizonte se extiende. Su compañero de tareas, Ralph, difícilmente mencionara palabra. Apenas saludaba tocando el ala de su sombrero. Pero con su mirada era capaz de manifestar los mayores disgustos que alguna situación le planteara, la indiferencia descuidada o el embelesamiento prolongado. No parecía esforzarse demasiado. En eso, en la actitud natural de llevar sus inflexibles vidas, los dos compañeros se parecían. Muchos confundían esa imagen quieta y pacífica de los muchachos por pereza. Nadie logró encontrar sus cuerpos, y a nadie pareció molestar que no se los viera mas. Hay pocas referencias de su paso por nuestra vecindad y excepto por el boticario a quién solían venderle frutos recogidos en sus vagabundeo azaroso, seguramente nadie los recordaría. Estaba escrito como si fueran las primeras letras que aprenden los niños: "from the useless dual zone". Eso decía en las referencias que traía cada frasco de recetas magistrales de la farmacia central de Soudmerry, allá por el año de nuestro señor de 1946, cuando el boticario preparaba ungüentos y pastillas a modo de placebo para los quejosos pacientes que no padecían más que angustias.
Dios conserve la cultivada fragancia que trae el camino sin huella de nuestra existencia. Amén"
Reverendo Minfoll, Presbitería Conciliar, Soudmerry, 1948.

Columnas

Marcando un suave descenso la pulcra colina dejaba ver en lo alto las tres columnas truncadas y sus enredaderas prolijamente mantenidas. No se recuerda noche en que la iluminación amarilla se viera desde lejos. Allí en lo que era el viejo portal de acceso a la zona de fincas los enamorados suelen tomarse fotografías en los días previos a la entrega matrimonial. El viejo teniente Maztinler jamás hizo oposición a que su jardín sea utilizado como escenario por los novios. Incluso se recuerda una bella velada nocturna en la que la Orquesta Filarmónica de Soudmerry dejó impregnados sus clásicos sonidos. Magnánimo, como sus antecesores, el viejo teniente cedía gustosamente el lugar a cuanto evento se le propusiera desde la alcaldía, y si de cuestiones juveniles se tratara, ponía especial énfasis en que su finca era el albergue ideal. Fueron muy recordadas las festividades primaverales, hasta aquel año de 1946 en que Diane Leaves desapareció de la comarca sin dejar rastros luego de haber festejado con sus compañeritas un día de campo en las cercanías del palacete. Algunas de ellas comentaron que la picardía que la caracterizaba y su atrevimiento sin igual la llevó a entrar por una ventana en la parte superior que da a los dormitorios. Otras que su padre la pasó a retirar y se la llevó hacia el sur.
Su madre nunca supo de ella.
Sobre la pulcra colina,
las cuatro columnas truncadas
y sus enredaderas,
prolijamente mantenidas,
son el escenario ideal.
Una velada prestigiosa
se auspicia desde la alcaldía.
Posada de Jeffrey, 1948, Soudmerry.
(traducción de Egbert Myser)

 

Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado

 

CRÓNICAS NACIONALES

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