Juan L. Ortiz, una gloria de la poesía argentina
"Vivo metido 'de patitas' en la vida y en la literatura"

Cuando llegué a la ciudad de Paraná atardecía. Crucé las calles más céntricas y pronto estuve en la Costanera Alta. Hacia abajo, las barrancas deslizaban en las aguas del río aún dorado y en los árboles lejanos. Mientras iba hacia la casa de Juan L. Ortiz pasé junto a un enorme camión con un letrero: "Meteme kilos y dame pata, si no e| banco me remata". La poesía y la realidad viven en el pueblo. Y los más grandes poetas serán siempre los que mejor escuchen esas voces. Hombres como Juan L. Ortiz, poeta distinguido y recordado en toda América, traducido y elogiado con una película realizada —por el Fondo Nacional de las Artes— sobre su persona, vive en su retiro, dedicado a difundir y traducir a otros insignes poetas de hoy. Preocupado por el mundo, no descuida su pequeño jardín ni la verde cabellera del ipiraí. Recibiendo una nutrida correspondencia desde todos los confines, tendrá tiempo para hacer lánguidos dibujos, tizar paisajes de colores en traslúcidas hojas verdes, volver a las novelas del peruano José María Arguedas, las obsesiones del argentino Antonio Di Benedetto, las interpretaciones sobre Rainer María Rilke y los ensayos de Teilhard de Chardin. Su vida de todos los días. La vida de Juan L. Ortiz aguardando en una pequeña casa que mira al río Paraná.
Cuando llegué Juan L. Ortiz fumaba su larga pipa oriental. A su lado descansaba un viejo mate de huampa y varios gatos se entrelazaban a sus pies.
Sin saber por qué, Buenos Aires se nos entremete en la charla. Y entonces Juan L. Ortiz, con sus juveniles setenta y seis años, recuerda su bohemia:
—Estuve en Buenos Aires en mi juventud. Viví un tiempo con una tía en un conventillo de Malabia y Triunvirato, hoy Corrientes. La ayudaba haciendo retoques de fotografías, y también llegué a ser corredor de aceite. Como debía levantarme muy temprano para trabajar, casi no me quedaba tiempo de leer. Y siempre la lectura fue una de mis grandes pasiones. Recuerdo que cuando regresaba ya era de noche y, para no molestar a mi tía, me acostumbré a leer en un corredor. Ponía una vela contra la pared y me sumergía en la lectura. Un sábado que estuve leyendo hasta la madrugada me sorprendió la vuelta de los inquilinos en el pasillo. La gente volvía despreocupada de los cines y de las milongas cuando me divisaron. ¡Ni susto que se dieron! Sentado en el suelo, a la luz de una vela y flaco como siempre fui, debieron creer que se topaban realmente con una aparición. Pero, en fin, eso era entonces, metido de patitas en la vida y a la vez en la literatura. ..

LA BOHEMIA PORTEÑA
Este hombre que me invita a entrar en su casa porque afuera hace ya frío es, con seguridad, una de las más originales figuras de la poesía de América. Uno de los escritores más lúcidos y fervientemente actualizados de nuestro país. De una cordialidad sin límites, de una sensibilidad fuera de lo común, Juan L. Ortiz se ha convertido en la Meca literaria del continente. A su casa llegan constantemente jóvenes escritores de todas partes. A su casa llegan diarios, libros y revistas que le envían de lugares remotos. Juanele, como con cariño le dicen sus devotos, tiene una palabra para todos. Juanele, con esa L, impuesta en la pila bautismal en reconocimiento de un pariente llamado Laurentino, conoció a mucha gente. De todos conserva algún recuerdo, cierta impresión. Y mientras renueva el tabaco consumido en el diminuto cazo de plata de su pipa, los nombres de Eleonora Duse, José Ingenieros, Carlos Alberto Leumann, Nicolás Olivari, Leopoldo Lugones, Roberto J. Payró, llegan como invocados por un amigo de otros tiempos. Pero hay alguien que conmueve profundamente a Juanele. Entonces, se mesa la blancura de sus cabellos deja la pipa y dice:
—Una tarde estaba yo merodeando por los despachos y fugares de trabajo del diario "La Nación", cuando me descubrió un tío que allí trabajaba de cronista. Yo me hice el desentendido y saludé tratando de parecer despreocupado ante mi tío. Pero él, dándose cuenta, me dijo con fina ironía: "Ah..ya andás vos por aquí..estás esperando a tus dioses..Y era realmente así. Aquella tarde y gracias a mi pariente hablaría nada menos con Rubén Darío y su inseparable amigo Enrique Gómez Carrillo.
Juanele hace silencio. Mira hacia el fondo del paisaje donde altos jacarandáes y lapachos elevan sus ramas como manos y dice:
—También pronto conocería a Salvadora Medina. Una inteligente mujer que se casó con Botana. Ella hizo mucho por mí. Y así llegó la época del diario "Crítica" y pasan por él los mejores del periodismo: Olivari, Gandulia, los hermanos González Tuñón, Rojas Paz, Borges. Sí, Jorge Luis Borges estaba encargado del suplemento literario y publicó mis cosas. En una ocasión que sus amigos le habían fallado y no tenía con qué completar el suplemento, Borges tuvo una audaz decisión. Escribió en el mismo taller del diario uno de sus mejores cuentos: "El hombre de la esquina rosada". De aquella época recuerdo las famosas reuniones que organizaba Manuel Ugarte en su casa de la calle Rincón. Ugarte era un hombre amigo de los jóvenes y uno de los pocos que estuvieron alertas contra el imperialismo. A sus reuniones concurría toda la intelectualidad de entonces, pero además para mí tenían una especial atracción: había cigarrillos y, a veces, también comida. Después de mis noches en el centro tenía que volver hasta la calle Crucecita, por donde termina la avenida Mitre, en Avellaneda. Ese trayecto lo hacía caminando y sobre la madrugada. Calles de barro donde todas las noches despachaban a alguien.
Pasarían los años y Juan L. Ortiz, que había vivido su infancia en Villaguay y su escuela normal en Gualeguay, vuelve a instalarse para siempre en su provincia natal.
—Si bien yo vivía por entonces en Gualeguay, hubo un momento en que iba seguido a Buenos Aires. Allí tenía un gran poeta y amigo, José Portogalo. Él me llevaba a su casa en Villa Ortúzar y allí pasábamos días enteros hablando de poesía. Portogalo, como también Carlos Mastronardi, fueron mis guías y amigos. Con ellos iba a los estancos de tabaco que abundaban en la calle Reconquista. Tampoco ciertos partidos de fútbol nos fueron ajenos por aquel entonces.

LA VIDA Y LA POESIA
La trayectoria de Juan L. Ortiz tiene sus hitos en una labor iniciada en 1924 con El agua y la noche y se continúa en una vastedad de obras donde figuran El ángel inclinado (1937), La rama hacia el este (1940), El álamo y el viento (1947), La mano infinita (1951). La brisa profunda (1954), De las raíces y el cielo (1958). Una poesía hecha con el temblor del aire entre las ramas de espinillos florecidos; un poeta que trabaja la palabra sin olvidar que, sobre todo, poesía es "la intemperie sin fin, / cruzada o crucificada, si queréis, por los llamados sin fin / y tendida humildemente, humildemente, para el invento del amor"...
Una obra vasta, compilada en mil páginas bajo el título En el aura del sauce y que la Editorial Vigil, de Rosario, realizó en homenaje a Juanele. Al mismo hombre que abandonando la bohemia se emplea en el Registro Civil de Gualeguay y se casa en 1924 con Gerarda Silvana Irazusta. Una mujer alta y sonriente que en una pausa recuerda:
—Cuando iba alguna pareja a casarse, Juan les leía muy rápido y resumiendo la legislación sobre el matrimonio. Juan opinaba que los novios estaban apurados y no había por qué hacer la ceremonia demasiado larga. ¡Pero eso, en verdad, lo hacía para terminar él pronto y seguir leyendo sus cosas!
Y como las risas vienen a rubricar el relato, Juanele también recuerda que tenía que levantarse a las cuatro de la mañana para leer un rato y matear antes de salir.
—Había comenzado a trabajar allí en 1915 y estaría veintisiete años seguidos..., con algunas escapadas, claro, a Buenos Aires. Escribía y pintaba mucho. Finalmente llegamos a esto. Hace quince años que vivimos en Paraná y en este mismo lugar. Mientras nuestro hijo Evar es profesor en Diamante... Y también hay una nieta.
Después que Juanele armó y me convidó un diminuto cigarrillo, comienza a preparar una larga boquilla de tramos de bambú confeccionada con su infatigable habilidad. Echando una inicial bocanada, me dice:
—Los caminos de la poesía son siempre los que se encuentran. Sean cuales sean. Es algo muy delicado, muy personal. Se puede y es bueno tener influencias, pero es necesario superarlas, madurar la propia expresión. Todo sin falsas urgencias. Hay gente que recién madura a los cuarenta años. ¿Se da cuenta?
—¿Cuál de sus libros cree que lo representa mejor?
—No tengo preferencias por ninguno. Empecé a escribir a los doce o trece años y, pese a todo lo publicado, siempre se está corrigiendo y volviendo a corregir. Incluso tengo trabajos que están aún sin editar. Algunas canciones de cuna, poemas históricos y vidalitas. Justamente Ariel Ramírez y Mercedes Sosa están preparando algunas cosas mías para grabar y ponerle música.
Ya es noche cerrada y a los gatos, desapareciendo de nuestro alrededor, se los siente por los tejados vecinos, por esos "territorios de la noche", como dice este hombre que está frente a mí, sentado en su largo sillón y habiéndome con una brillantez pausada y reminiscente,

CAUDILLOS Y LUCES DE PROVINCIA
Si en las estanterías del cuarto de trabajo de Juanele abundan libros de poesía y ensayos de política, enormes pilas de diarios de todos los rincones del mundo introducen en este apartado retiro, en esta ermita entrerriana, la urticante actualidad. Los temas nacionales donde desemboca nuestra conversación.
—Ya en la escuela de Villaguay mi primera pasión fue la historia, que más adelante abordé sistemáticamente. Siempre me interesó comprender el problema de los caudillos, que es el problema nacional. Los caudillos son !a reacción contra los intereses porteños. Gente que estaba en arreglos con las diademas, con las coronas de Inglaterra y Portugal. Intereses europeos que imponían sus objetivos en el Río de la Plata. Pese a la Revolución de Mayo, el interior continúa sujeto a Buenos Aires. El federalismo es una entelequia. En mi poema "Tríptico del viento" sintetizo, de algún modo, el problema. Para eso tomé figuras que reconozco principalísimas. Moreno, el hombre de fuego. Francisco Ramírez, rama de orilla, hombre del pueblo de Entre Ríos, y sobre todo, José Artigas, con un pensamiento y una acción de los más avanzados para su época. Ellos son tres grandes caudillos atentos al latido del pueblo...
Esto me lo dice como dejando en un gesto el último sentido de sus palabras. De aquella comprensión atenta al drama constante de todos los hombres. Un sentimiento que dejó en la trama de sus versos: "Ah, mis hermanos, mis hermanos sedientos / sobre cuyas espaldas se edificó la belleza". Y volvemos a hablar de poetas nuestros. Ortiz destaca los nombres de Hugo Gola, Leónidas Lamborghini, Luis Grosso, Juan Gelman, Marcelino Román. Después, como cambiando de tema, me señala un retrato que cuelga en la pared. Es un colorido óleo que en 1955 le dedicó Raúl Schurjin. En un rincón de la sala hay un busto que lo representa y que es del escultor Israel Hoffman. Cuadros, esculturas, lánguidos paisajes de Oriente, un florero con jubilosos tulipanes, son el ámbito de todos los días donde Juanele carga su termo de agua caliente y ceba interminables jornadas. Afuera, a través de la ventana, se divisa la endeblez de un árbol que Juanele me señala, diciendo:
—Ese arbolito se llama Guinko y es un regalo de amigos que saben mis preferencias por Oriente. Estuve en China en 1957 y tengo muchas ganas de volver.
Ahora el mate ha vuelto a pasar a mis manos, juanele me dice que es de madera de naranjo y alaba su dulce perfume. Entonces recuerdo. Hace cerca de diez años llegué a esta misma casa por primera vez. Era por el final del invierno y una lluvia inclemente caía sobre las calles de entonces. Oscurecía en una ciudad que comenzaba a conocer con mis amigos. Éramos jóvenes y nos unía la devoción a un poeta que sólo conocíamos por sus libros. Estábamos por primera vez en Paraná y no sabíamos su dirección. Tan sólo que era sobre la costa. Pero llovía, era de noche y las calles desiertas acentuaban el desaliento. Por fin, una pequeña ventana iluminada nos hizo acercar a un grupo de sombrías casas. Y allí estaba Juanele. Lo vi a través de estos mismos vidrios y estas pálidas cortinas que ahora estoy mirando. Nos invitó a entrar. Su cordialidad pronto nos abrió su amistad y sus mates nos ayudaron a pasar el aguacero. Se sucederían los años, volvería varias veces a su casa, estaría en este momento haciendo esta nota, pero nunca olvidé aquella noche del encuentro primero. La estatura íntegra de este hombre tímido y lúcido, soñador y desvelado, poeta que no cesa de interrogarse sobre el sentido y la vida del hombre. Poeta y muchacho de alborotado pelo blanco que camina sobre sus pies floridos en un paisaje de cielos, verdes y ríos.
Mientras recordaba aquel primer encuentro, Juanele había pasado a su cuarto de trabajo. Con libros y papeles que se desgranan de las estanterías y cubren el piso, su lugar de trabajo es prueba de su personalidad inquieta. Busca entre sus papeles y me alcanza una vieja fotografía suya, diciéndome:
—¡Cuánto tiempo pasó desde que me sacaron esta foto ¡Mire la corbata bohemia y voladora que se usaba entonces! Muchas cosas cambiaron. Muchas seguirán cambiando. Pero hay un sentimiento, un fuego que siempre se expresará en la poesía. Y estoy seguro de que los jóvenes de hoy tienen la pasión y la magia de toda poesía. De ellos y para ellos es el futuro.
ALBERTO M. PERRONE
Fotos: EDUARDO FORTE
Revista Siete Días Ilustrados
08.11.1973


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