LIBROS
La devoción humana
André Malraux: Antimemorias


Casi toda la crítica francesa, desde Maurice Nadeau (La Quinzaine) a Pierre Viansson - Ponte (Le Monde), ha protestado porque en estas Antimemorias no podía olfatearse la sangre del que las escribió. André Malraux, el Testigo Absoluto, el pontífice del compromiso con las Grandes Causas del siglo, no se atrevía a desenmascarar su leyenda.
La incriminación era feroz: Ministro de Asuntos Culturales de la Quinta República, Malraux se acobardaba ante el riesgo de perderlo todo, elegía la Historia y el prestigio en vez de la confesión; vaciándose en el molde de una estatua, renunciaba a su carne. Sólo algunas frases sueltas y desoladas dejaban entrever (según los críticos) la idea que el Ministro tenía de sí mismo y de su destino: "Mi vida sangrante y vana". "Casi todos los escritores que conozco aman su niñez. Yo detesto la mía." O bien: "Un hombre es un mísero montón de secretos".
En esta América donde Malraux no tiene otro poder de decisión que la fuerza de su voz, otra grandeza que la de su poesía, esos reproches parecen inútiles. Los seres humanos no se desnudan de una sola manera: Céline o Láutréamont recurrían al delirio y a la blasfemia; Genet o Violette Leduc, a la impudicia; Malraux, que había elegido el desprecio de la vida como un modo perfecto de sobrevivir, ha tomado ahora (cómo Valéry) el camino de la lucidez, de la erudición, de la revelación de sí mismo a través de otros: Gandhi, las ruinas de Saba, Mao, los campos nazis de internación, T. E. Lawrence, y, por supuesto, el general de Gaulle.
Estas Antimemorias, por otra parte, no son el testimonio definitivo que Malraux quiere dejar sobre sí mismo. Abraza apenas cuarta parte de una confesión más vasta que se publicará completa después de su muerte. La irritación por su insinceridad aparente provino de algunas advertencias deslizadas en la primera parte del libro ("1965, por las costas de Creta"), en las que Malraux descubre que las "Memorias proliferan cuando la confesión se aleja", y que vivir es una interrogación, no una respuesta.
Algunos datos de su biografía están escamoteados, es cierto, pero son fáciles de suplir: constan en los registros civiles, en cualquier Who's Who. Es un fuego subterráneo lo que Malraux pone en manos del lector, para que el lector aprenda por su cuenta a medirle la temperatura, a desentrañar el vaivén de sus vetas.
Las omisiones de las Antimemorias son casi todas formales. Malraux no dice que nació en París el 3 de noviembre de 1901, hijo de un gerente bancario que se hacia llamar Georges aunque su nombre era, en verdad, Fernand, del mismo modo que André se llama Georges. Tampoco, que a los 18 años, cuando se desprendió de la tutela familiar para vivir su vida, los padres se divorciaron. André se refugió en Montmartre (avenida Rachel), después en el hotel Lutetia, pero desde el mediodía hasta la noche podía encontrárselo caminando entre ' los kioscos del Sena, donde desenterraba viejos tratados en lenguas orientales y novelas del marqués de Sade.
Cuentan Max Jacob y Fernand Léger que "parecía un Pierrot lunar, de cara huesuda y romántica, con sus ojos ardientes y una rebelde mecha negra flameando en la noche, uno de esos muchachos de los que podía decirse: «Será bello cuando tenga 30. años». Clara Goldschmidt, hija, de una riquísima familia alemana, descubrió que a los 20 ya era "semejante a un dios", y se casó con él. Juntos emprendieron un viaje indolente, que comenzó en Florencia. "Nos divorciaremos a los seis meses, estoy segura", decía Clara. Lo hicieron en 1946, tras una separación de siete años.
¿Las aventuras? No fueron, como -las de Hemingway, una manera de buscarse a sí mismo entre los fragores de la muerte; sino más bien una fuga interminable de la muerte, en Camboya, en Indochina, en Shanghai, en Cantón. Y enseguida, los libros, entendidos como canto de batalla. Algunos han sido olvidados: La tentación de Occidente (1926), diálogo entre un joven oriental y un occidental desarraigado; el manifiesto D'une jeunesse européenne (1927); Royanme farfelu (1928), historia de una revuelta imaginaria, y, por fin, la primera de sus grandes novelas, Les conquérants, con los incipientes destellos heroicos de la revolución china.
Los que siguen son sus años dorados. El semidiós de la melena llameante entrará a sangre y fuego en la amistad de la muerte y de los libros: combatiente de la Guerra Civil española, ganador del Goncourt por La condición humana (1933), prisionero de los nazis, fugitivo, maqui, autor de un film famoso (L'esrvoir), el nombre de Malraux comienza. a desembocar lentamente en ese templo mayor de su vida que es la amistad con de Gaulle.
Las Antimemorias no retacean ningún recodo de esa relación feraz, deslumbradora: a lo sumo, omiten el nombre de los personajes que los enlazaron en Boulogne, hacia 1945. El tono de esos relatos es el de la Historia; Malraux canjeará, desde entonces, la condición humana por la devoción humana. Advertirá que el secreto de la grandeza consiste en desobedecer, que la Revolución, vista a través de los cristales de de Gaulle, era una forma de la mística.
Lo que sigue a partir de aquel primer encuentro puede espigarse en cualquier diario: Ministro (1945/46). miembro del Consejo de Dirección del R. P. F. (Rassemblement du Peuple Françáis, el partido gaullista), miembro del Consejo de Museos de Francia, oficial de la Legión de Honor, Ministro una vez más desde 1958, Malraux procuró vencer (y venció) el peligro que flagelaba a sus personajes y no se dejó aplastar por la ciega fatalidad de la historia en una época violenta. Lo prueba, sobre todo, la novela que le arrebataron los nazis durante su reclusión, Los nogales de Altenburg, y de la que publicó algunas migajas abrasadoras: la ternura patriarcal de ese. libro, el retrato de las calmosas tardes alsacianas, en una biblioteca donde un dúo de locos recuerda las locuras de Nietzsche, son los indicios del Malraux que hubiera sobrevenido sin aquella repentina intrusión de la política y los deberes de Estado, en 1945.
Ninguna providencia, ningún desorden pudo, sin embargo, arrasar la transparencia de su lenguaje ni contener el flujo de su inteligencia erudita, heroica, enamorada con ferocidad de la vida. A saltos, moviéndose entre Alsacia y Shanghai, Nueva Delhi y Cayena, las Antimemorias van engendrando una forma diferente del orden narrativo, una jerarquía secreta donde lo que cuenta no es el encadenamiento de los hechos sino la irrupción de esos hechos en la conciencia del narrador.
Más que el Ministro andariego que se detiene en Guayana, en Martinica y en Guadalupe para exponer entre las palmeras y los caseríos soñolientos la política de la Quinta República, Malraux es aquí el guía de una aventura distinta: se le huele su fiebre (y su sangre) cuando describe una tormenta entre Argelia y Tripolitania, a bordo de un avión carrasposo, o cuando emprende una conversación sobre las ardillas y las cárceles con Nehru. Dice entonces: "El aparato casi deshecho se arrastraba bajo la tempestad, a cincuenta metros de las crestas, después por encima de los lúgubres viñedos y del lago: el agua se estremecía bajo las breves ráfagas del viento rasante. Al fin mi mano se separó del vidrio y recordé que mi línea de la vida era larga". Nadie como él ha podido expresar, en esa frase escueta, vacía de solemnidad, la metafísica del héroe, el nervio dorado que hace gloriosos a los hombres.
Cada línea (que la traducción de Enrique Pezzoni rescata con su música original intacta, devotamente, admirablemente) es un abrazo con la poesía, con las tensiones secretas de las palabras, con el misterio de un mundo donde todo es gesta, epopeya, y a la vez reposo. "Y mi memoria —dice Malraux—, ¿se ligaba a la mañana o a la noche?" La respuesta es: a todo, a las palomas y a los gatos que veía saltar sobrecogido en la soledad de sus batallas alsacianas, a las divinidades que visitaba en Benarés, en la época de las lluvias.
"Es el triunfo del formalismo", le han reprochado los críticos. Nada de eso. Las Antimemorias son, más bien el triunfo de una mirada visionaria sobre la Historia, la revelación de un ojo definitivo y atormentado, como el, de Pascal, que al tenderse sobre sí mismo está tendiéndose también sobre el Absoluto. Que las actitudes políticas de este libro (y del gaullismo, en consecuencia) no entrañen ninguna respuesta a los problemas cruciales del siglo, importará poco en los siglos que vengan. Este Malraux crepuscular será oído con las muchas voces de que dispone, todas arrolladuras e incendiarias: la voz del héroe, del creador de mundos, del caminante, del poeta: una suma de laúdes que componen, juntos, el sonido de la eternidad (Sur, 1968; 574 páginas, 1.600 pesos). [T.E.M.]

17 de setiembre de 1968
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Malraux por Sábat
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