Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado

 

La industrialización de la protesta
Un nuevo helado de frambuesa y pistacho rociado de chocolate, el Underground Sundae, se instala cada semana, desde noviembre, en las pantallas de la televisión norteamericana. El Underground, un nombre que alberga a todos los movimientos subterráneos de protesta, sobre todo a los intelectuales en ruptura con la sociedad de consumo, se convirtió en el último invento publicitario. No hay duda: es el mejor ejemplo del canibalismo cultural que ejerce el aparato comercial norteamericano. También es un signo de la prodigiosa vitalidad que le permite digerir a sus enemigos más acérrimos; o de tolerarlos con una amplitud asfixiante.
La generosidad debe ser la táctica de la cadena de restaurantes Schrafft, que auspicia un festival técnico de sesenta segundos en donde celebra las virtudes del Underground Sundae: no sólo tomó el nombre de los insurrectos, sino que confió el proyecto a Andy Warhol, 39, sumo pontífice del Pop Art y gurú de los cineístas de vanguardia. Para colmo, Andy se mostró satisfecho con la proposición comercial; “quiero entrar en el mundo de los business", anunció. Un sueño que había comenzado a realizar cuando su vasto film Chelsea Girl (seis horas y media de duración) recorrió las universidades norteamericanas y aportó a su director medio millón de dólares.

Los caminos de la marihuana
Es cierto que los triunfos del Underground no son una novedad; hacia 1957, los intelectuales norteamericanos comenzaron a aislarse para ensayar un nuevo estilo de vida. Los poetas de la Beat Generation, de Allen Ginsberg a Jack Kerouac, se apresuraron sobre las huellas de Walt Whitman y cien años más tarde recrearon el amor a la naturaleza, buscando una salida inaugurada en la década del 20 por Henry Miller. El blanco de esos rebeldes era el puritanismo, sometido, entonces, a los golpes de una prosperidad aplastante. Con 1960, llegó la victoria. Pero el precio era elevado: la editorial Grove Press consiguió editar Trópico de Cáncer, de Miller, y El amante de Lady Chatterley, de David Herbert Lawrence, luego de atravesar 150 procesos que costaron 300 mil dólares.
Con la primera batalla ganada, los jóvenes escritores se afanaron en arrasar con el tabú de la droga: pedían la venta legal de la marihuana. Al mismo tiempo, el Happening y la Orgía fueron los Grandes Temas que bordaron el año 66. Ahora, los sábados por la noche —en los suburbios de Los Angeles— los clubes de organized sex ofrecen placeres múltiples a los clientes que no se conforman con un mero partenaire. El desnudo —largo tiempo vituperado por las Ligas de Moralidad— se instala en los teatros de Broadway para que lo disfruten los honestos matrimonios de la clase media. Más osados son los mensajes que recibe Kusama, una pintora japonesa de 31 años cuyo departamento en el Village es el último reducto del happening. Fue ella la organizadora de un matrimonio de homosexuales y también de una fiesta en el Central Park donde todos los asistentes se presentaron desnudos. Pero la inquietante nipona ya no tiene tiempo de alegrar a sus amigos bohemios: el mes pasado, una agencia que se ocupa de planear almuerzos para ejecutivos le solicitó cuatro jóvenes hermosas y plásticas para que clausuraran con un toque lujurioso un almuerzo de empresarios en el Waldorf Astoria. El body painting, o cuerpo ilustrado, reemplaza por amplia mayoría aquellas tortas de los twenties de las que emergían opulentas bailarinas.

Anuncios sexuales
Protegidos por el primer artículo de la Constitución norteamericana, que garantiza la libertad de expresión, varias centenas de diarios underground aparecieron de modo más o menos efímero. Sin embargo, no se puede desconocer su importancia: el tiraje total roza el millón de ejemplares y abarca un público comparable al del semanario Lije. Los Angeles Free Press, el Village Voice (una institución de la vida neoyorquina) y el East Village Other, son de una solidez envidiable: cada uno vende 75 mil ejemplares. Más sorprendente todavía, es la estación de radio libre de Nueva York, la W.B.A.I., que no acepta publicidad. Tiene un millón de oyentes y vive de la cotización anual de 15 dólares que aportan 20 mil fieles, varios de los cuales —obviamente— pertenecen a los Servicios de Seguridad. Pero la emisora debe cuidarse, más que de los espías, de la Radio Innombrable, la competencia nocturna. En la Innombrable, el locutor y animador Fass ofrece comentarios de actualidad que desmienten a cada rato las versiones oficiales. El único límite para las dos estaciones es la obscenidad pero hasta ese reparo no es muy riguroso. Los programas son de un eclecticismo sustancial: los análisis de la obra de Bach se mezclan con emisiones especiales para homosexuales.

Los rebeldes mueren jóvenes
Finalmente —y ésa es quizá la medida del camino recorrido por los insurrectos—, un estudio serio y prospectivo hecho por la General Electric prevé que de aquí a dos décadas, el 75 por ciento de la clase media le volverá la espalda a los esquemas que rigen hoy a la sociedad norteamericana y se volverá hippie.
Un terremoto inevitable, a menos que el nuevo viraje tomado por el ala avanzada del Underground no resuelva todas las previsiones. Porque los militantes del movimiento se desinteresan de la orgía y el happening cuando pasan la primera juventud. El Living Theatre, por ejemplo, volvió a Nueva York después de una gira de cuatro años “por una Europa provincial”, y decepcionó. Joe Chaikin, que formaba parte de la troupe y ahora dirige el Open Theatre (a la cabeza de toda la vanguardia), declaró: “En su último espectáculo Paradise Now, que revolucionó el festival de Avignon, el Living recomienda un estilo de vida y propone un mensaje dionisiaco. Nosotros ya hemos hecho esta revolución de costumbres, ahora nos interesamos en la revolución a secas”. Desde la guerra de Vietnam y los choques raciales, los hippies más virulentos —fervorosos de la contemplación y del budismo Zen— se metamorfosearon en yippies (Youth International Party), es decir hippies politizados y decididos a salir a la calle. Incluso Andy Warhol, el príncipe decadente rodeado de una corte de efebos y mujeres-objetos, admite que “he dejado de entender las tortuosas manifestaciones hippies”.
El estallido de los viejos tabúes, droga y sexo, es todavía para los jóvenes el signo de una cierta emancipación, pero se los utiliza sobre todo como fin político. “Un joven que toma LSD está manifestando un rechazo a las leyes de nuestra sociedad”, escribió un líder estudiantil. Por eso, en la comida que dio el senador Paúl O’Dwyer, la víspera de las elecciones, John Kenneth Galbraith fue interrumpido en plena elegía política por una hermosa jovencita que se paseó desnuda.

Para ellos la libertad
En el Underground, la lucha política está impregnada de un humor ácido. Que se trate de elegir un chancho como Presidente de los Estados Unidos —50 mil votos en Nueva York— o de rociar a los comisionistas de bolsa de Wall Street con una lluvia de dólares, un alegre espíritu Dada preside las manifestaciones. Como escribe Abie Hoffman, uno de los grandes líderes yippies, en un manifiesto que acaba de publicar, Revolution For The Hell Of It: “No apoyo un movimiento erigido sobre el sacrificio, la responsabilidad, la cólera, la frustración y el pecado, todas cosas tristes, según creo. Prefiero decir: si usted quiere ser feliz, hacer el amor, fumar hachís, dejar campo libre a la creatividad, entonces abandone la escuela o el trabajo y viva su quimera”.
Los artistas no se quedan atrás; los cantantes tampoco. Con el grupo Mothers of Invention, de Los Angeles, el rock se puso a la altura del repudio elaborando una filosofía rabelaisiana y truculenta, en donde La Gran Sociedad inventada por Johnson o Elvis Presley son el blanco de las diatribas: vendieron medio millón de ejemplares.
Durante los beaux jours, hasta el teatro se convierte en guerrilla. En Times Square, en pleno corazón de Manhattan, se mima la agonía de un vietcong torturado. Jonas Mekas, realizador de The Brig y Hallelujah the hills, creó en 1967, con un grupo de directores teatrales, Newsreel, cooperativa de actualidades cinematográficas militantes. Sin pretender objetividad —ellos le niegan el derecho a la existencia— los miembros de Newsreel expresan una versión propia —generalmente violenta— de la Historia.
Una miríada de organizaciones animadas por la intelligentzia neoyorquina aconseja a los jóvenes que quieren evitar el servicio militar. Llamando al teléfono 683.81.20, de Nueva York, se obtienen indicaciones preciosas sobre los métodos de evasión. Canadá ya ha recibido quince mil objetares de conciencia y la inmigración continúa. En París y Estocolmo existen filiales que se ocupan de conseguir trabajo y alojamiento a los recién llegados.
Todo lo que reluce es oro
Hasta el momento, los Estados Unidos, absorbieron estos fenómenos sin perjuicio aparente. El aparato económico se nutre de estas revoluciones que contribuyen a su desarrollo. Claro que el número de jóvenes norteamericanos que abandonan la universidad antes de diplomarse y se convierten drop out no cesa de aumentar. Y entre aquellos que terminan sus estudios no son pocos los que pierden su afición por los negocios y se vuelven insensibles a las promesas fulgurantes de la gran aventura industrial.
Si la revolución tecnológica tiene necesidad de cerebros y ellos se marginan en un número demasiado crecido, la revolución puede patinar de modo peligroso. Y entonces hay dos hipótesis: a bien la sociedad de consumo acabará con estos seudopodios molestos, o bien —y es la perspectiva más probable— inventará la alquimia que metamorfoseará el Underground en un negocio redondo. Como el helado de chocolate.

PRIMERA PLANA
21 de enero de 1969

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