"Esta medida equivale a nombrar
a un asesino juez en una corte criminal", Chou Shu-kai, canciller de Formosa,
desgranaba en malhumor, el pasado martes en los pasillos del edificio de las Naciones
Unidas, en Nueva York. Cabizbajo, el ministro presidía el triste desfile del adiós de su
delegación, en los mismos higiénicos y refrigerados corredores donde sus
correligionarios habían caminado, con la mirada desafiante, durante más de veinte años,
usufructuando la representación de China ante el foro mundial.
"Este es el mayor momento de infamia en la historia de la ONU", alcanzó a
mascullar el irascible George Bush, delegado norteamericano ante el cuerpo ecuménico. En
Pekín, mientras tanto el primer ministro Chou-En-lai no parecía demasiado sorprendido y
sólo admitía que "estamos contentos". Hecho insólito: ante un fotógrafo, el
circunspecto Chou descargó una sonora carcajada. A su vez, Henry Kissinger fue
interrogado (antes de regresar a su país luego de preparar la visita del presidente
norteamericano a Pekín) por un periodista que quiso saber "si la risa debía ser
tomada como un gesto de venganza", vista la reivindicación acordada "¡Cómo
saberlo!", soslayó Kissinger.
Quizá tanto él como Chou-En-lai preveían el resultado y, por razones tal vez
diferentes, lo deseaban. Es que, casi en vísperas de la visita de Nixon a China roja, el
ingreso del país más poblado del mundo al organismo mundial no podía dejar de ser
considerado como un hecho auspicioso.
CUATRO GRANDES Y UNA CHINA
"Después de la
destrucción total de la tiranía nazi, esperamos ver establecida una paz que ofrezca a
todas las naciones la posibilidad de vivir seguras dentro de sus fronteras". El
enunciado de la Carta del Atlántico (1942) firmada por Churchill y Roosevelt, fue el
germen de las Naciones Unidas, un organismo del cual se aguardaba una eficiencia que la
Liga de las Naciones no había demostrado. China nacionalista, como uno de los socios
fundadores, ocupó una de las cinco bancas en el Consejo de Seguridad de la ONU, con
derecho al veto, y aparentemente en un pie de igualdad con los "cuatro grandes":
EE.UU., Francia, Gran Bretaña y la URSS.
Desde luego, Chiang se aferró a su banca y la exhibió ante el mundo como la de "la
única China". Derrotado en diciembre de 1949 por los ejércitos comunistas, recaló
en Formosa y desde allí, apoyado por EE.UU, persistió en su actitud. Ya el 1º de
octubre de 1949, la República Popular China había notificado a la ONU sobre su
existencia. La India, en 1950, propuso a la Asamblea General sustituir a Taipei por
Pekín; no tuvo éxito: eran los tiempos del predominio absoluto de Estados Unidos, que
impuso a una isla poblada por 14 millones de chino-malayos como "representante"
de un país de 800 millones.
En 1950, la asamblea estableció una comisión de siete miembros para que estudiara el
tema y designara recomendaciones. Fue una excusa: la comisión se expidió en 1951,
declarándose incapaz de presentar iniciativa alguna. Bien mirado, esperar una resolución
hubiera sido demasiado optimista; en Corea, tropas de la ONU luchaban contra las fuerzas
chinas, una situación que se mantuvo hasta fines de 1956 y que aún preocupa a los
habitantes de esa península asiática.
Hubo que aguardar a 1960 para que el ingreso de China roja volviera a considerarse; pero
la votación le fue adversa. Es que EE.UU. encontró un tecnicismo que le permitió
convertirse en árbitro inapelable de la situación; el recurso de la "cuestión
importante", según el cual, para tratarse el tema debía ser aprobado por los dos
tercios de las naciones reunidas en la Gran Sala de Conferencias de Manhattan. La década
estuvo signada por esa traba. Pero en 1970 por primera vez, hubo 57 votos a favor de
Pekín contra 49 que no querían considerar su ingreso, y 25 abstenciones. Si bien no
bastaban para que la cuestión fuera considerada, era un toque de alarma. Y el gobierno de
EE.UU., ahora con déficit en su comercio exterior, veía debilitarse, lenta pero
inexorablemente, su influencia sobre los miembros de la organización mundial. El mismo
generalísimo Chiang lo advirtió, y sus ataques hacia Mao arreciaron; eran, a juicio de
los observadores, sólo bravatas. Francia, Inglaterra, Italia y muchos otros países ya
tenían en sus capitales representantes de China roja. Un mercado de alrededor de 800
millones de consumidores potenciales era naturalmente un bocado demasiado tentador. Y si
se piensa, por un momento que esa población había producido por su cuenta la bomba
atómica, podían admitirse en la cuestión otras aristas aparte de la económica. En el
equilibrio del poder mundial, hasta ese momento aparentemente repartido entre los EE.UU. y
la Unión Soviética, asomaba un tercer candidato. O más: Japón por su lado, Europa
unida por el otro, no se resignaban a jugar de segundones.
SI LO SABE, CUENTE
En Julio último,
Richard Nixon, un presidente de quien muchos esperaban una administración conservadora,
anunció su propósito de visitar Pekín "antes de mayo de 1972". Días
después, el Departamento de Estado afirmaba que apoyaría el ingreso de China roja en las
Naciones Unidas, aunque cumpliendo "nuestros compromisos con Formosa". En
setiembre, el gobierno norteamericano volvió a anunciar una medida trascendental: su
apoyo a Pekín para que uno de sus representantes se ubicara entre los cinco ocupantes del
Consejo de Seguridad de la ONU, más conocido como El Club Atómico.
A todo esto, Pekín no hacía declaraciones. O sólo hablaba para agredir "al
imperialismo norteamericano", una actitud consecuente con las tradiciones
diplomáticas chinas. Así se llegó a la vigésima sexta asamblea general de la ONU, con
las dos posiciones perfectamente definidas: la albanesa, que sustentaba el ingreso de
China roja por simple mayoría de votos y la expulsión sin más de Formosa, y la
norteamericana, que defendía la tesis de "las dos Chinas": es decir, sugería
otorgarle a Mao su lugar en el Club Atómico, pero sin excluir a Chiang de la ONU. |
ONU
Pekín tendrá derecho a veto en el foro mundial
Una
posición extraña si se analiza un poco: "Es algo así como proponerle a una mujer
que sea nuestra esposa y al mismo tiempo pedirle que admita la permanencia en casa de
nuestra antigua amante", se burló la semana pasada James Reston, especialista en
política internacional del influyente New York Times.
LAS "CUESTIONES IMPORTANTES"
El texto aprobado en
la ONU luego de la votación final (que se inclinó en favor de Pekín por 76 votos a
favor, contra 35 de la oposición, con 17 abstenciones, la de Argentina entre estas
últimas) dice que se "decide restablecer a la República Popular China todos sus
derechos (...) y expulsar de inmediato a los representantes de Chiang Kai-shek de la banca
que ocupan ilegalmente en las Naciones Unidas y en todos los organismos afiliados".
Más allá de la agresividad del tono, no es arriesgado afirmar que la resolución sólo
clarifica un problema (el trueque de Chiang por Mao) que hubiera sido irracional mantener
pero que, con todo, no resuelve las verdaderas "cuestiones importantes".
Los observadores se preguntan, por ejemplo, qué ocurrirá ahora con Taipei. Para decirlo
de otro modo, se calcula cuánto tardará en alejarse del Mar de la China la Séptima
Flota norteamericana y Mao en cruzar el estrecho de Formosa. Si esos pronósticos no se
cumplen, queda en pie la infinita soledad a la que ha sido sumido el régimen de Chiang
Kai-shek, que ya se ha materializado en un principio de descalabro económico. Bélgica,
por ejemplo, se apresuró a establecer relaciones con Mao, uno de cuyos representantes se
ubicará en Bruselas en las cercanías del edificio del Mercado Común Europeo. El
"Grupo de los 77" -formado por países latinoamericanos y, en general, por
naciones subdesarrolladas- que delibera en estos momentos en Perú, también especula con
la participación de China roja en las reuniones del Tercer Mundo. De ocurrir eso, se
deduce, las naciones pobres cobrarían un impulso y una proyección insospechados. Pero
China Popular guarda silencio y habrá que esperar que lo rompa para saber cuál será su
actitud.
¿Qué estrategia planteará Mao -por otro lado- dentro de la Asamblea y del Consejo de la
ONU? "China quizá se resuelva a actuar como factor de paz antes que de destrucción
del orden mundial", opinó el Times de Londres. Pero esa conjetura no tiene otro
valor que un simple enunciado de deseos. Un optimismo -conviene decirlo- que comparte la
mayoría de los países, deseosos de que alguien contribuya a solucionar de una buena vez
las cuestiones verdaderamente importantes; esto es: la crisis mundial derivada de la
ruptura del viejo equilibrio de poder. Porque, como diría Mafalda, "las estructuras
deben romperse para ser renovadas, pero ¿qué hacemos con los pedazos?".
LAS FUERZAS DEL MAL
"Han entregado
el mundo a las fuerzas del mal", bramó Chiang en su palacete de Formosa. En efecto,
si se piensa que las Naciones Unidas están en bancarrota; que U Thant, su secretario
general, se aleja; que las relaciones de poder en el mundo se han modificado; que 26 años
de Naciones Unidas no han servido para evitar conflictos como los de Corea, Indochina,
Biafra, Medio Oriente, India y Pakistán; si se piensa en la guerra fría; en la mala
distribución de la riqueza; en el hambre en el mundo; en el subdesarrollo creciente de
grandes regiones, balanceado con el desarrollo en auge en otras; en las medidas
unilaterales de países líderes; si, en fin se tienen en cuanta estas circunstancias,
habría que convenir que Chiang no exagera. Sólo que también a Chiang le caben las
generales de la ley.
¿Qué pretende, por otra parte, EE.UU.? ¿Es consecuente su actitud de defensa del
régimen de Chiang en el momento que negocia un acercamiento con Pekín? Algunos
observadores sugieren que se trata de un intrincado match en procura de un reconocimiento
de la situación mundial, cuyos contrincantes tiene en cuenta, ante todo, sus propios
intereses.
Lo concreto es que Estados Unidos, coloso de Occidente, mantiene sin embargo tensas
relaciones con varias de las potencias del "mundo libre·, y debe esbozar una
táctica triangular hacia los países comunistas, aceptando a China como interlocutor
válido Los soviéticos, a su vez, se verán obligados a presenciar un espectáculo que
seguramente revolverá en su tumba a Pepe Stalin: la utilización de la tribuna mundial
por parte de China para propagandear la versión maoista del marxismo y -tal vez-
proyectarse como eje de un nuevo movimiento.
Lo cual conduce rectamente al tema de fondo. Los analistas sostienen que tanto Estados
Unidos como la URSS planean aprovechar el ingreso de China a la ONU para domeñar su
ímpetu incendiario y diluir al maoismo en los marcos institucionales. Un ejemplo
anecdótico que clarifica el entuerto: Radio Pekín es la emisora más poderosa del orbe,
la de mayor alcance, por la sencilla razón de que ignora olímpicamente los códigos
internacionales sobre la materia. Si China cede en este ítem baladí, ¿dará marcha
atrás en otros más decisivos?.
Es decir: ¿Mao insistirá en alentar la "revolución cultural proletaria" desde
las Naciones Unidas, o estampará su firma en un nuevo pacto de coexistencia pacífica,
ahora que se lo admite en el concierto de "los grandes"? Un excelente dilema: el
destino del mundo, o poco menos, depende de él. |