La calavera tremoló en
el aire y pareció sonreír. Al menos ésa es la imagen que registraron quienes estaban
más cercanos a ella: unas pocas decenas de hombres y mujeres, entre el retumbante medio
millón aglomerado en las calles de Washington. Claro que ese símbolo huesudo -con su
rictus, convertido en mueca humorística cada vez que el estandarte bailaba al viento- no
estaba solo: lo escoltaban otros cráneos moldeas en cera, más cientos de letreros
repletos de slogans políticos, muchachos remotamente emparentados con el atuendo hippie y
chicas que -más lejos- brincaban como monos mientras aullaban: "¡Traigan a los
soldaditos a casa: la guerra es un negocio de cerdos inmorales!". Simultáneamente,
señoras de aspecto respetable competían en la puja con caballeros que, en otro lugar,
podrían haber pasado por prósperos ejecutivos; y que acaso lo fueran, aunque ahora se
enfurruñasen igual que adolescentes mientras fatigaban centenares de cuadras.
Ambientada en los alrededores del Capitolio o Parlamente washingtoriano y procedente de
todo el país, aquella descomunal agitación -que también chicoteó en la ciudad de
Filadelfia, Pennsylvania- fue el síntoma más reciente de un fenómeno nada nuevo, pero
que, en esta ocasión alcanzó perfiles desacostumbrados: por lo pronto, hacía mucho que
los grupos de "palomas" (como se denomina en la jerga estadounidense a cuantos
reniegan del belicismo en Vietnam) no reunían tal montaña de adeptos; y sobre todo,
aunque deshilachados en mil grupúsculos, esos manifestantes triscaban alrededor de un
núcleo-eje: los propios soldados de dicha contienda, enrolados en la liga Veteranos de
Vietnam Contra la Guerra.
Tanto bullicio fue seguido muy de cerca por un show artístico que con idéntico móvil
pacifista montó en Monterrey, California, la estrella Jane Fonda; según puede observarse
la diatriba de la vedette no respetó nada, ni siquiera a la modosa figura de Pat Nixon,
esposa del primer mandatario estadounidense: es decir, los fuegos de estruendo detonados
por la Fonda incrementaron una manifestación que, conforme lo reconoció el influyente
diario New York Times, "fue la más imponente protesta antibélica en toda la
historia norteamericana".
STATUS, FUSILES Y FLORES
Un momento cumbre del ajetreo quizá haya sido
el que culminó con el desprecio a los premios conquistados por hazañas en el campo de
batalla: insignias y medallas rodaron por el suelo, sufriendo el pisoteo de sus anteriores
beneficiarios que se rebelaron contra esa fanfarria. A tiempo que los comercios bajaban
sus cortinas los agentes del orden se limitaban a escrutar, prudentes, esa marea humana
con gorritos y estandartes: en realidad, el grueso de pacifistas no provocó casi ningún
disturbio fuera de agenda y llegó a superar la mitológica urbanidad proverbial de muchos
países europeos: cada vez que el semáforo ordenaba Don't Walk (no avance), el alud se
detenía, con la misma obediencia de un gentleman británico.
Con todo, al caracolear cerca del Capitolio los manifestantes amagaron una actitud menos
estática: trepándose a las verjas, un veterano alzó su muñón y con la mano libre
empezó a esparcir folletos que sacaba por montones, de un enorme bolsillo: "Aquí
está toda la verdad sobre esta guerra sucia a partir de ahora ya nos consideramos
organizados como para librar nuestra propia guerrilla, y recurriremos a las mismas armas
de fuego que tan bien nos enseñaron a usar".
Como dando razón a la amenaza, decenas de militantes negros y estudiantiles se ocuparon
de agregar su gota de vitriolo. Corriendo como desaforados o echándose al suelo,
desnudándose de la cintura hacia arriba o incitando a los ex combatientes a despojarse de
sus uniformes, los revoltosos pusieron en aprietos a la policía; especialmente desde que
decidieron pasar a la acción, y arrojaron todo tipo de proyectiles contra el personal
uniformado. Los automóviles tampoco se salvaron de la ira pacifista: muchos resultaron
incendiados en el ardor de la baraúnda.
De este modo la "guerra contra la guerra" -como la bautizó un periódico de la
vecina Nueva Jersey- acumuló tantos matices como la vestimenta de sus promotores: desde
una indumentaria que evoca al vale-todo hippie, con gorros flexibles al lado de blusones y
sandalias, hasta los adustos ropajes militares, nada faltaba en esta galería de
protestones por participacionismo de los Estados Unidos en el Sudeste asiático;
incluyendo aristas casi teatrales, como esos negros que exigieron ser crucificados -claro
que en forma simbólica- o los muchachones que enarbolan fusiles de juguetes en cuyo
extremo podían admirarse coloridos ramos florales. A corta distancia de ellos, los
representantes de los trade-unions o sindicatos parecían, con mucho, niños de pecho; un
fenómeno que no debe extrañar si se piensa que buena parte de los trabajadores blancos
goza, en las grandes metrópolis estadounidenses, un standard vital relativamente
próspero en comparación con el de sus pares de color. |
Parecen hippies, pero no lo son: flores y botones con variadas inscripciones predicen una
pose militante
La marcha silenciosa o el estrépito que culmina en un pisotear de insignias y medallas
conquistadas en el campo de batalla
Jane Fonda y su antibélico show, dirigido a hacer trizas las cualidades de la sociedad
tecnocrática: puntapiés y trompis para los caídos
"Así no vale: es muy
difícil argumentar nada en favor de la intervención en Asia, hecha para salvaguardar las
instituciones libres, cuando sus detractores apelan a la sensiblería de la gente
mostrando una pierna de menos o una manga vacía, fruto de su pelea en aquel lugar"
denostó en la primera tarde de manifestaciones Randall J. Timothy, líder local de los
participacionistas. Sea o no así, la burbujeante humanidad volcada por todos los rincones
de Washington y Filadelfia tal vez revele algo insólito: la dosis de ira que alberga el
pacifismo, su aptitud para traducirse en un combate de nuevo cuño.
LA BELLA Y LA PAZ
Enfundada en los
blue-jeans y en la blusa muy parecida a una camiseta, no tenía nada en común con la
Barbarella que hace dos o tres años hizo cimbrear más aún el trono de Brigitte Bardot:
el show antibélico de Jane Fonda. Para exaltar las virtudes de los squares (burgueses) y
demostrar qué tóxica es la Paz -tal el sarcástico título de su pantomima redactado por
ella de puño y letra sobre un cartelón-, no dejó títere con cabeza.
Primero berreó a todo pulmón un cántico que explicaría Por qué los Estados Unidos
metieron sus narices en Camboya (así se llama ese producto ideológico-musical) para
remedar más tarde escenas que, a su juicio, desnudan el estilo de vida tecnocrático:
varias personas que se ensañan a puntapiés con otra caída en el suelo, equipos de
baseball que de pronto se convierten en clanes armados, fueron otros flashes de su
andanada californiana. Cuando concluyó el show, Fonda todavía tuvo energías para
denunciar "Bah, no enviaron las tropas contra nosotros; pero sé muy bien que las
fotos de cada participante están siendo estudiadas ahora por el Servicio de
Inteligencia". |