Canoso, obeso, con los movimientos
lentos y rígidos de un autómata, este hombre devana la soledad de sus días en un amplio
estudio con las paredes cubiertas por 10.000 libros; en las horas que usurpa a la lectura,
escribe feroces vituperios o delicadas poesías; algunas veces -recuerda un antiguo
guardaespaldas- golpea la mesa irritado, pues no da con la palabra exacta.
Desde 1958 -se supone que entonces sufrió un ataque de hemiplejía- casi no se mueve de
su cuarto: el sol y las estrellas de sus poemas son recuerdos. Duerme hasta el mediodía;
por la tarde, recibe a funcionarios menores, cargados de expedientes; de noche, departe
hasta altas horas con tres o cuatro amigos -siempre los mismos-, que visten austera casaca
militar.
Los centinelas infieren que sucede algo importante si el número de visitantes llega a una
docena. "Cuando Mao Tse-tung convoca a una reunión ampliada -prosigue el
guardaespaldas, que desertó hace unos años-, es que se aproximan grandes novedades.
Pocos días después, China tiembla; a veces el mundo entero se estremece. Usualmente
afable, como dios, a veces -como él- se encoleriza. Los guardias adivinan que algún
jefezuelo del Partido o del Ejercito ha caído en desgracia, cuando Mao cierra las
ventanas para que no se oigan sus gritos.
Su cuarta mujer, Chiang Ching, antigua actriz cinematográfica que hoy detenta el poder
apenas inferior al suyo, vive en otra ala del mismo edificio, en la ciudad Prohibida
(Pekín). Su hija mayor, Li-na, trabaja como investigadora agrícola en Manchuria; la
otra, Mau-mau, estudia en la Universidad Normal y visita a sus padres los fines de semana.
El hijo mayor, An-ying, murió en la guerra de Corea; su hermano Yung-fu, que se educó en
la URSS, enseña ruso en Pekín.
Come solo, aunque ocasionalmente invita a ciertos poetas comunistas; toma cinco comidas
livianas por día; pero casi todo el tiempo se deleita con té. Hay noches en que juega al
ajedrez con algún veterano de la Larga Marcha; hace poco, era el más célebre fumador en
cadena de Asia: consumía diariamente sesenta cigarrillos ingleses (State Express 555);
prevenido, al parecer, por un infarto, los sustituyó con cigarros de hoja. Y lee, lee.
La modestia de su vida no puede compararse con la de ningún otro líder del mundo; sólo
con la opulencia de los nuevos caudillos africanos. Usa medias de algodón hechas a mano,
al estilo campesino. En todo caso, ha progresado mucho en los últimos treinta años;
antes vivía en una cueva de Yennan y se jactaba de su bien más precioso: un mosquitero.
El aislamiento de Mao Tse-tung -del hombre que gobierna al mayor número de hombres, y los
gobierna hasta la mayor intimidad- ha sido dictado, en parte, por su mala salud. Su más
probable heredero, el mariscal Lin Piao, exige a un grupo de médicos, dotados de
misteriosa sabiduría, que lo mantengan en vida hasta los 80 años y más (en diciembre
cumplió 75 o, según la cuenta china, que incluye el embarazo, 76). Algunos de ellos,
llegado el día, lo trocarán en momia. Y esa momia seguirá, tal vez por siglos, rigiendo
a centenares de millones de seres que, materialmente engendrados por sus padres, le deben
su conciencia, nutrida en el pensamiento de Mao.
RUSOS Y CHINOS
Agotada, de hecho,
la guerra vietnamita -y estabilizado desde 1952 el frente coreano-, se abre una nueva fase
de la política exterior china. Desde que Mao llegó a Pekín, en 1949, el mundo tuvo que
adecuarse, bien que mal, a la presencia de 700 millones de amarillos en el club exclusivo
de las grandes potencias. A menudo, en estos veinte años, se temió lo peor; sin embargo,
los dos empates militares fijaron los límites de USA y China: el continente para los
unos, la periferia insular (más dos enclaves) para los otros.
Pero el segundo decenio trajo la novedad del conflicto ruso-chino más sustantivo que el
otro, puesto que se concreta en una frontera terrestre de 5.700 kilómetros, atestada de
indecisas minorías étnicas. Una vez más, los intereses nacionales prevalecen sobre la
ideología: esto lo saben, por instinto, los grandes estadistas. Richelieu pactaba con
turcos y protestantes contra los tronos católicos; Stalin con Hitler, y luego con la
mitad del mundo capitalista para destruir la otra mitad.
Stalin, precisamente, adivinó la contradicción entre los intereses de su patria -a
medias europea y a medias asiática- con los de su más temible vecino. El día que los
chinos se unificaran bajo un solo gobierno y una doctrina adherente a su genio nacional,
allí se animarían el tiempo y el espacio histórico, configurando un nuevo antagonismo
radical que tal vez no encuentre solución sino en la guerra. Por eso, sin duda, tanto en
1927 como en 1945, no confió en el comunista Mao; el conservatismo de Chiang Kai-shek
garantizaba la desunión y la molicie del pueblo chino. El día en que Chiang se embarcó
para Formosa, ya abandonado por casi todo el cuerpo diplomático, aún tenía a su lado al
Embajador soviético, que lo había seguido hasta Cantón.
Rusia siempre ha sido consciente de esa amenaza. El Principado de Moscovia se forjó en
una lucha milenaria contra los grandes conquistadores asiáticos. En el siglo XIX, los
rusos se extendieron sigilosamente por Siberia y anexaron extensas comarcas dominadas en
el pasado por los chinos. Esa marcha hacia el este fue detenida por el Japón, con el
previsible estímulo de las potencias anglosajonas, que no querían ver a los cosacos
navegando por el Pacífico: la guerra de 1904 fue una disputa por los desechos del Celeste
Imperio. Cuando los alemanes descubrieron el "peligro amarillo", fue para
alarmar a Rusia y obtener su alianza.
Que esa alarma cundió, lo demuestra sobradamente el libro de Jacques Novicov, El porvenir
de la raza blanca, "Entonces -escribía el Rector de San Petesburgo- los chinos
establecerán entre ellos un verdadero lazo de solidaridad contra el enemigo común e
irreconciliable, contra el blanco, causa del hambre que sufren; y poco a poco se
organizarán en la convicción de que es preferible buscar fortuna en el combate que morir
de hambre por falta de terrenos que cultivar." Novicov combatía ese pesimismo: a su
juicio, la amenaza china podía ser disipada mediante una división igualitaria de los
bienes terrestres; pero el comunismo ruso demostró no ser más sensible que el
capitalismo, a la desigualdad de oportunidades.
También se podrían recordar los artículos de Miguel Bakunin en el periódico Kolokol
(La campana), de Londres (1861); después de sobrellevar cuatro años de prisión en
Siberia oriental, y fugarse, el pontífice anarquista atravesó China y quedó
impresionado por la aletargada energía de esos pueblos, cuyo despertar retaría a la
civilización, adujo.
Mao reavivó esa energía. Sus predecesores no hicieron sino conservarla, impedir que se
extinguiese. El hambre fue vencida por la paciencia y la frugalidad: era la única arma de
esa nación. Un arma terrible, tanto porque causó cientos de millones de bajas a través
de los siglos, como porque permitió a los chinos sobreponerse al tiempo, formando las
más densas reservas humanas del mundo.
"Si el mayor peligro de nuestra civilización -teorizaba Novicov- consiste en el
hecho de que los asiáticos habrán de contentarse siempre con un puñado de arroz,
podemos dormir tranquilos." Para evitar que los blancos duerman tranquilos, Mao
concibió el proyecto de eliminar el hambre -cosa que logró desde los primeros años de
su reinado- y conservar, por un tiempo más, la paciencia y la frugalidad de sus
compatriotas.
La Gran Revolución Cultural Proletaria es un inaudito desafío a la naturaleza humana,
que no sería tal, sino una distorsión histórica suscitada por la burguesía; China, en
los últimos años, hizo una segunda revolución, porque la primera no era íntegramente
china; y si opone a los valores "burgueses", que han encandilado al comunismo
ruso, los "proletarios", a los que se aferra el maoísmo, no es -aunque él lo
diga- por amor a la ideología, sino por mandato de su raza.
En 1966, Mao-Tse-tung apeló al irracionalismo depositado en el alma juvenil, al celo
incandescente de los Guardias Rojos, porque necesitaba imponer a una segunda generación
el mismo desolado aislamiento y fanático sacrificio que padeció una generación rusa.
Tal vez lo haga con la ilusión de que trabaja por la Revolución Mundial; pero cuando su
patria sea también una potencia satisfecha, alguien -en la India, tal vez- lo acusará de
haber sido un nacionalista chino.
Corea y Vietnam probaron que Mao no se permite la aventura de avanzar por el Pacífico
Norte (sobre el Japón) ni por el Sur (sobre Indonesia). Probaron también que los Estados
Unidos no están dispuestos, para librar del "peligro amarillo" al hombre
blanco, a internarse en el inmenso país chino, que absorbería a cualquier Ejército.
Así como destruyeron a Hitler, conquistador de Europa, ahogándolo en sangre rusa,
intuyen que el conquistador de Asia puede ser detenido por nuevas oleadas de la misma
sangre.
El principal consultor del Presidente Nixon en asuntos de política exterior, Henry A.
Kissinger, 45, ha sido definido como un "globalista", escuela capitaneada por
Walt W. Rostow, a quien sucede. Pero la indefinición en Vietnam ha puesto en evidencia
las demasías del globalismo rostowiano; el nuevo, que tiene en cuenta las insistentes
objeciones del kremlinólogo George Kennan, propone desechar las empresas militares en
Asia: el virtual armisticio vietnamita desplazó al exuberante Rostow y abrió camino a la
cautela de Kissinger. Admitir un tercer contrincante en la lucha por el poder mundial
importa dejar al antagonismo ruso-chino en libertad para desarrollarse. Esa será,
probablemente, la misión de Nixon.
El pensamiento de Mao:
el libro rojo en todas las manos
Los atómicos chinos
Kissinger: el neo-globalismo
la frontera marítima está asegurada
la terrestre no
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VISTA A LA DERECHA
El 20 de febrero se reanudarán
en Varsovia las intermitentes conversaciones chino-norteamericanas, que datan de 1955. La
iniciativa partió de la Cancillería china, la cual reinicia sus actividades propias
después del largo período en que la Revolución Cultural le impuso varias tareas de
propaganda.
El 26 de diciembre último, The Associated Press logró saber que la comunicación china
sugería al Departamento de Estado "la concertación de un acuerdo sobre coexistencia
pacífica entre el nuevo Gobierno (Nixon) y el régimen chino". Durante varios días,
Radio Pekín glosó disimuladamente el contenido de la nota entregada en la capital polaca
al Embajador Walter Stoessel. La agencia japonesa Kyodo percibió el mismo movimiento y
dejó entender -a través de una entrevista con un funcionario no identificado de
Washington-, que "esta proposición podría adquirir importancia trascendente en las
relaciones a largo plazo entre USA y China comunista". Para Kyodo, "medios
oficiales norteamericanos le asignan una elevada significación, como signo precursor de
una nueva diplomacia pequinesa para el período postvietnamita".
"Después de tantos años de escuchar vitriólicas arengas -comentaba Newsweek-, los
funcionarios de Washington no podían dar crédito a sus oídos."
Nixon, si bien "se las arregló para tranquilizar a Chiang Kai-shek", instruyó
a Robert Murphy, su enlace con el Presidente Johnson, para que se ocupase de preparar una
nueva serie de conferencias de Varsovia, añadía el mismo semanario, que terminaba
citando a "un diplomático": "Esta es la cosa más prometedora que ocurre
desde hace mucho. Quizá Mao está listo a para dialogar". No lo estaba, ciertamente,
en 1966, cuando el grupo "revisionista" de Liu Shao-shi lo puso en minoría y
cuando la contienda de Vietnam lo obligaba a cumplir -al menos de palabra- sus deberes de
"solidaridad proletaria".
Una acogida tan benévola -corroborada, además, por editoriales del New York Times y
otros periódicos norteamericanos- causa asombro, si es verdad que los chinos sugieren
nada menos que la adhesión de los Estados Unidos a los cinco principios de Bandung,
formulados por Nehru y Chou En-lai en 1955; aún más inconcebible sería la aquiescencia
de Washington al abandono de Formosa y al retiro de la VII Flota, que patrulla el Mar de
la China desde 1945.
Ciertamente, las puerilidades de la propaganda no se han desvanecido por milagro. El 21 de
enero, la agencia Nueva China saludaba a Nixon como "el nuevo cabecilla de los
círculos reaccionarios de USA"; las manifestaciones hostiles, en el acto de
transmisión del poder, demostrarían descontento con "el régimen reaccionario de la
monopolizadora clase capitalista y con la política reaccionaria -tanto interna como
exterior- del imperialismo de los Estados Unidos". Pero, en Washington, quizá los
círculos oficiales hayan prestado mayor atención a cierto documento
"conservador" que divulgó misteriosamente Radio Pekín: es el texto de una
orden lanzada por Mao hace veinte años. Aboga por la estabilización de la economía
china, por el establecimiento de relaciones diplomáticas y comerciales con las naciones
"imperialistas", y exhorta a los intelectuales chinos para que asuman su papel
en la vida nacional. Según los observadores, "desempolvar ese documento significa
que las autoridades chinas desean restañar las heridas internas y alistarse para una más
activa participación en la vida diplomática".
En realidad, la iniciativa es norteamericana tanto como china. Quizá Mao no se habría
lanzado tan intempestivamente a esta gestión si Nixon, en su campaña electoral, no
hubiera rectificado hasta cierto punto su pasado político, envainando su espada de
cruzado anticomunista. Más aún: si no hubiera dedicado un sugestivo párrafo a las
relaciones con China en su entrevista con el corresponsal inglés Kenneth Harris.
En los próximos años, "será necesario que los Estados Unidos den todos los pasos
tendientes a que los líderes de China comunista lleguen a las mismas conclusiones a que
llegaron los dirigentes rusos: esto es, que la expansión militar conduce a la guerra
mundial y que una guerra mundial es impensable". Recuerda que el Gobierno,
Eisenhower, en particular, fue "paciente, imaginativo y fuerte" en la tarea de
endicar al comunismo europeo; y, a su juicio, los chinos aún no llegaron a esa
comprensión. No tiene prisa por reconocer a Pekín, por recibirlo en la UN, porque así
confirmaría a Mao en sus pasadas actitudes; pero, a la larga, "no podemos
permitirnos el lujo de dejar a China fuera de la familia internacional, porque es así
como China aumenta sus sueños, acaricia sus odios y amenaza a sus vecinos"; es
absurdo dejar que "centenares de millones de hombres vivan en el aislamiento y la
cólera".
Decididamente, "el mundo no conocerá la paz mientras China no cambie; por lo tanto,
nuestro objetivo debe ser el de ayudar al cambio". Tal vez Mao lo sepa hace tiempo;
pero tal vez no le convenía dejarse convencer mientras USA se convencía de la
imposibilidad de prolongar en territorio chino las guerras coreana y vietnamita, como
pretendieron los generales McArthur y Westmoreland, y alguna vez el propio Nixon.
Quizá convenga examinar la biografía y la obra escrita de Kissinger: acaso puedan
inferirse las razones por las cuales fue escogido por Nixon para planificar a largo plazo
la política exterior norteamericana. Este hombre aportó algunos rasgos personales, junto
con el futurólogo Hernan Kahn y el astronáutico Werner von Braun, al tipo del Doctor
Insólito, creado por el director cinematográfico Stanley Kubrick.
En 1957 su primer libro, que lo llevó a la fama (Armas nucleares y política exterior),
dramatizó el peligro de atenerse al concepto de las represalias masivas y pidió la
adopción de respuestas más flexibles: tres años después, Robert McNamara adoptaba esas
ideas y el general Maxwell Taylor las exponía como un deseo de los militares
norteamericanos. Hace tiempo que Kissinger deplora la suposición de que su país debería
ampliar la superioridad militar sobre la URSS, porque así -afirma- se destruye el
equilibrio de poder, tan necesario en un mundo atómico; sin embargo, Nixon reclamó en su
campaña un nuevo avance del poderío militar de USA; lo hizo seguramente para cumplir
compromisos políticos con el complejo industrial-militar. Este elemento escapa a la
percepción de Kissinger: en Un mundo restaurado, que se publicó también en 1957,
estudiando la política de Metternich en la Europa posnapoleónica sentenciaba: "El
afán de seguridad absoluta de una potencia equivale a la absoluta inseguridad de las
demás potencias".
Kissinger sirvió como consultor durante los primeros 18 meses de la Administración
Kennedy; pero su influencia se desvaneció cuando se opuso al envío de 16.000
"consejeros militares" a Vietnam, el error irreparable que comprometió a los
Estados Unidos en una guerra sin victoria posible. "La política norteamericana más
constructiva -escribió en La asociación conflictiva, 1965- fue el desarrollo de las
relaciones atlánticas."
Arguye que las naciones de Europa querían el liderazgo -no la hegemonía- de USA; si ha
defendido con firmeza a de Gaulle es por sus esfuerzos "para enseñarle a su pueblo,
y quizás a su continente, actitudes de independencia y confianza en sí mismo".
Piensa como el conductor francés que la paz no es una situación normal, sí el resultado
de un equilibrio de poder cuidadosamente preservado.
En un informe que entregó a Nixon en diciembre afirma: "El dilema de nuestra época
es que ya no existen soluciones totales; vivimos en un mundo trabajado por revoluciones
tecnológicas, institucionales y de valores. Estamos inmersos en un proceso sin fin, no en
la búsqueda de un destino final", crítica flagrante al trascendentalista
"proyecto norteamericano" de Rostow. "La forma del porvenir dependerá en
última instancia de convicciones que trasciendan el equilibrio físico del poder."
Este equilibrio, según él, augura el fin de la era de las superpotencias; los dos
gigantes, USA y la URSS, "quedaron convictos de su incapacidad para traducir su
poderío militar en influencia política, para usarla uno contra otro, o contra los
neutrales, o contra sus propios aliados". Consecuencia: las viejas alianzas están
seriamente dañadas y el nacionalismo impele a los países débiles a deteriorar la
estabilidad. "En los próximos años, el más profundo desafío (a la política
norteamericana) será filosófico: consiste en desarrollar un concepto de orden en un
mundo militarmente bipolar, pero políticamente multipolar."
La vertiginosa aparición de China en el juego político, antes que en el campo militar,
cierra el período bipolar; en adelante los antagonistas son tres, y los tres se disputan
la mente y los corazones de la humanidad.
También los expertos en internacionales se reparten hoy en tres bandos: los urschinos,
que apostaban a la alianza ideológica; los usursinos, seducidos por la patente
coexistencia entre Washington y Moscú; y los usachinos, que vaticinan una gradual
aproximación de los Estados Unidos con China comunista, para liberar el dinamismo
norteamericano en otros continentes. La combinación más obvia, URSS-CHINA, es hoy
inimaginable; la segunda, USA-URSS, es un hecho, pero sus posibilidades parecen
momentáneamente agotadas; la tercera, USA-CHINA, puede contribuir a enriquecerlas.
A la primera vista, el planteo es desconcertante. Los datos de la realidad se alteran
bruscamente. Así, por ejemplo, el Japón -atemorizado por los ensayos nucleares chinos-
mira con nuevos ojos a Moscú, mientras el Kremlin, no contento con granjearse la amistad
de los generales indonesios -que hace tres años asesinaron a más de 300.000 comunistas-,
envía un mensajero a Formosa para que, en calidad de periodista, entreviste al hijo y
sucesor de Chiang Kai-shek.
La diplomacia soviética supo prever la evolución china, pero no podía prevenirla. Los
acontecimientos de Checoslovaquia demoraron un curso que tendía a nuevos arreglos sobre
desarme y sobre colaboración atómica y espacial. A pesar de todo, Johnson intentó en
los últimos meses entrevistarse nuevamente con Kossynguin; pero hubiera sido un desafío
a la opinión mundial. El Congreso ratificó el tratado de no proliferación nuclear.
Andrei Gromyko, en noviembre, respondía con súbita prisa a una proposición
norteamericana -vieja de dos años-, por la cual ambas potencias desistirían
conjuntamente de erigir costosísimas redes de defensa antibalística. Y el mismo día en
que Nixon prestaba juramento, un portavoz de Moscú lo exhortaba a reservar el primer
punto de su agenda a un ciclo de negociaciones sobre desarme.
Es una tentativa de último momento -y no disimulada- de adelantarse a los contactos entre
Washington y Pekín: este propósito se discierne claramente a través de un demoledor
ataque lanzado por Pravda contra Mao, el 12 de enero. Reconocía la derrota final de los
amigos de Moscú en la Revolución Cultural: presentaba a los actuales dirigentes como
"fanáticos que sólo brindan devoción a la persona de Mao"; el PC chino ya no
sería comunista sino de nombre; de hecho, "la autoridad cayó en manos de los
militares y burócratas". En los últimos tiempos, el "izquierdismo
oportunista" de los chinos se habría desenmascarado: ahora procura "un acuerdo
con USA a cualquier precio".
La suspicacia rusa no es excesiva. Mao ha suspendido, por ahora, la segunda Revolución y,
según The New York Times, "China avanza hacia la normalidad". Este año, antes
de los festejos del 20º aniversario, se reunirá el IX Congreso, diferido por espacio de
una década. Lin Shao-shi, derribado de la jerarquía partidaria, será formalmente
destituido de la Presidencia, y Lin Piao, el poderoso Ministro de Defensa, quedará
investido como sucesor del jefe supremo, cuyo postrer legado ideológico sería una nueva
Constitución.
El proyecto comienza con esta ardua letanía:
- "El PC chino toma el marxismo, el leninismo y el ideario de Mao como las bases
teóricas que guían su pensamiento."
- "El pensamiento de Mao es el marxismo-leninismo de la era en que el imperialismo se
dirige hacia el colapso total y el socialismo hacia su victoria en todo el mundo."
- "En el último medio siglo, el camarada Mao ha combinado las verdades universales
del marxismo-leninismo con la práctica concreta de la Revolución; ha heredado, defendido
y desarrollado el marxismo-leninismo, lo lanzó a una etapa completamente nueva."
- "El camarada Lin Piao ha mantenido firmemente en alto la gran bandera roja del
pensamiento de Mao; es el más estrecho camarada de armas y el sucesor de Mao."
El 29 de diciembre, China detonó su segunda bomba H, que algunos sabios occidentales
estiman ya "miniaturizada"; también experimenta -afirman otras fuentes- un
cohete balístico intercontinental. Esta arma, de alcance demasiado corto para sobrevolar
el Pacífico, no lo es -se supone- para ser disparada sobre los Urales.
Un millón de soldados chinos se han concentrado en Manchuria y en Sinkiang, dos vastas
provincias donde los rusos, en el pasado, introdujeron miles de agentes para conmover la
lealtad de ciertos grupos alógenos. Las posiciones rusas en ambos extremos del arco -en
Corea y en Asia Central- podrían ser tomadas por la espalda.
El jueves último, Diario de Pekín aseguraba que "la pandilla Brezhnev-Kossynguin
envió numerosas tropas a las fronteras chino-soviéticas y chino-mongólica para provocar
a China e intensificar su cerco", después de haber publicado en Izvestia un
artículo sobre el Lejano Oriente que, "bajo el pretexto del patriotismo, trataba de
provocar entre los pueblos de la región sentimientos antichinos".
No cabe esperar, allí, un cataclismo bélico inmediato; pero comienza un largo período
de tensión fronteriza entre los dos colosos comunistas. Es natural que los consejeros de
Richard Nixon estudien con ahínco la nueva estructura tripartita del poder mundial. No
sería prudente instigar una contienda. Lo es, en cambio, negociar con unos y otros, en la
inteligencia de que tratarán de asegurarse -los unos a expensas de los otros- la amistad
de los Estados Unidos.
Osiris Troiani
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