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crónicas del siglo pasado

REVISTERO

FEBRERO 11. 1929

Firma del Tratado de Letrán

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La ceremonia: Il Duce y Pacelli (izq.)
leen las actas al Papa

Revista Primera Plana
28 de enero de 1969

 

 

El Invierno había llegado con un furor desconocido para Europa en lo que iba del siglo. A comienzos de 1929, en Polonia, la temperatura descendió por primera vez hasta los cincuenta grados bajo cero. En la mañana del lunes 11 de febrero, sin embargo, las calles de Roma se fueron poblando por una muchedumbre murmurante, que parecía no reparar en la despiadada temperatura: cuando Benito Mussolini hizo estacionar su Cadillac negro a un costado de la plaza de San Juan, medía hora antes del mediodía, le sorprendió encontrar a unas cinco mil personas bullendo entre los árboles deteriorados por las nevadas.

 

 

 Un acceso de ira le sobrevino al comprobar que sus órdenes, en el sentido de mantener en absoluto secreto la ceremonia que iba a desarrollarse, no se habían cumplido fielmente, pero no tuvo tiempo de manifestarlo: el implacable protocolo lo atrapó desde ese instante, en la escalinata del Palacio de Letrán, en cuyo interior el Papa Pío XI y su estricta comitiva lo esperaban desde hacía unos minutos.
Ni la guardia fascista, ni los carabinieri, rindieron honores durante la visita del Duce: habían sido suprimidos para no llamar la atención; se contentaron, más tarde, en organizar a la creciente multitud para que no estorbara las entradas y salidas de personajes por la puerta principal, en la que un solo portero cubría la dignidad de la ceremonia.
Embutido en un raro uniforme, Mussolini ascendió hasta el segundo piso, donde lo esperaba el diligente y activo Cardenal Gasparri, una de las figuras clave en las negociaciones que culminaban esa mañana. Lúcido y ágil a pesar de sus setenta y siete años, Gasparri salió al encuentro del Duce, y cruzó con él un prolongado apretón de manos. La lectura de las actas no comenzó hasta las doce en punto, luego de la presentación e intercambio de las respectivas credenciales: entonces, el Duce sugirió a Gasparri —convaleciente todavía de una enfermedad— que permaneciera sentado, aunque los restantes testigos de la lectura se ponían de pie. Luego de las firmas —mientras las campanas se echaban a vuelo y los estudiantes de Teología, reunidos en el patio interior entonaban el Te Deum—, el Cardenal obsequió a Mussolini la pluma de ave con mango de oro que había servido para rubricar el acuerdo. El líder fascista la aceptó complacido: "Será para mí —murmuró— uno de los mejores recuerdos que haya merecido".
Al día siguiente, en una conferencia de prensa, Pío XI sintetizó mejor que nadie los alcances del triunfo de la Iglesia: "Mi pequeño reino —afirmó— es el más grande del mundo". La prensa de Italia y del exterior le daban la razón: con la firma del Tratado de Letrán, que reconocía la soberanía del Estado del Vaticano —un pequeño y lujoso feudo de 144 hectáreas—, la Iglesia Católica clausuraba un pleito iniciado casi un siglo atrás, cuando las consecuencias políticas del poder temporal del Papado la habían puesto en una de las situaciones más difíciles de su historia.

La tormenta del temporal

El 16 de junio de 1846, Juan María Mastai Ferreti era ungido en el sitial de San Pedro, con el nombre de Pío IX, para suceder a Gregorio XVI. El cónclave demoró cuatro rondas antes de coincidir en su nombre, hostigado por la corriente conservadora que acusaba a Ferreti de progresista. Una de sus primeras medidas —poner en libertad a dos mil presos políticos que se pudrían en las mazmorras de los Estados Pontificios— pareció confirmar esa sospecha; una tracción de purpurados consideró que ese acto desautorizaba la política intransigente de Gregorio, y favorecía las maniobras de carbonarios y francmasones.
En 1848. Roma ardía de radicalismo, y los militantes del Círcolo, azuzados por Cicerauchio, incitaban al pueblo contra el poder papal, señalando la indiferencia de los Estados ante el dominio austríaco en la península. La revolución del 8 de febrero obligó a Pío IX a claudicar ante algunas presiones, pero persistió en su negativa de declarar la guerra a Austria: el asesinato de su Primer Ministro, el Conde Rossi, el 15 de noviembre de ese año, terminó sin embargo de debilitar su posición; al día siguiente, el Quirinal era sitiado, y Palma, un prelado de la corte, muerto de un balazo en la refriega.
Pío huyó entonces a Gaeta, en Nápoles, y Roma quedó en manos de los insurgentes; la nueva República abolió el poder temporal el 9 de febrero del año siguiente, aunque para fines de junio de 1849 el pontífice consiguió retornar a su sede, apoyado por las tropas francesas al mando de Oudinot.
Los atributos temporales del Vicario seguían, sin embargo, en la cuerda floja. La entrevista de Plombiéres, entre Napoleón III y Camilo Benso, Conde de Cavour, consolidó la estrategia contra los austríacos, renunciantes a sus pretensiones sobre los Estados Pontificios, luego del desastroso revés de Magenta: dos años más tarde, el 5 de abril de 1861, Víctor Manuel II, de la casa de Saboya, se declaraba Rey de la Italia unificada, y establecía su capital en Florencia, sin dejar de mirar a Roma, donde languidecía el sitiado poder papal.
Superados, luego de casi una década, los pruritos franceses en relación a la persona del Papa, Víctor Manuel ordenó al general Cadorna la toma de la anhelada ciudad: al frente de cincuenta mil hombres, Cadorna entró en Roma el 20 de febrero de 1870, sin encontrar resistencia de parte de los cinco mil zuavos:- se rindieron sin combatir a los invasores.
Desplazado del Quirinal por el Rey, Pío se refugió en la villa de Castel-gandolfo. El poder temporal había muerto, y la "cuestión romana" entraba en un intervalo de 59 años.

El hombre del destino

El 6 de febrero de 1922, dos semanas después de la muerte de Benedicto XV, el Cardenal Achile Ratti era elevado al solio pontificio, bajo el nombre de Pío XI: curiosamente, seria el encargado, cuatro años más tarde, de reiniciar las conversaciones que su homónimo no pudo llevar a buen fin. El primer contacto entre las partes se realizó el 6 de agosto de 1926, cuando Domenico Barone —emisario de Mussolini— se entrevistó con el doctor Francesco Pacelli —laico adscripto a la Santa Sede, y hermano del futuro Papa Pío XII— haciéndole saber el interés de Mussolini por reabrir la "cuestión romana". Pacelli contestó que dos cláusulas eran imprescindibles como punto de partida: el reconocimiento a la posesión de un Estado soberano bajo la autoridad del pontífice, y la igualdad jurídica entre matrimonio civil y religioso.
Ante el asentimiento del Duce, las reuniones comenzaron a nivel estrictamente confidencial: el Jefe del Gobierno había anticipado que la menor infidencia paralizaría todo lo actuado, y se consideraría atentatoria contra la seguridad del Estado, condenando al culpable a un destierro de por vida en las Islas Lipari.

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Pío XI "el reino más grande"

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Il Duce en tiempos de triunfo

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A las puertas del palacio de Letrán un obispo anuncia la novedad

Hacia fines de noviembre —cuando Mussolini aprobó por nota los progresos de las negociaciones, y el Secretario de Estado Vaticano, Cardenal Pietro Gasparri, hizo lo propio en representación del Papa— el diligente Pacelli había soportado ya 129 entrevistas con el pontífice por cuestiones de procedimiento, algunas de las cuales se extendían por cuatro o cinco horas. Para esa fecha se había dado fin a un anteproyecto de tratado que contenía 16 artículos, extendidos posteriormente a 27 y cuatro piezas anexas mediante una serie de enmiendas. Un año más pasó antes de que comenzaran las conferencias relativas al concordato, y otros ocho meses antes de que los términos definitivos incluyeran también los artículos de la convención financiera.
El 5 de setiembre de 1928, el Cardenal Gasparri consideró que todo estaba a punto ya para iniciar las reuniones en el más alto nivel: dos meses después, el Rey Víctor Manuel autorizaba a Mussolini para que en su nombre llevase adelante la firma del tratado, el concordato y la convención financiera. Esta última —que nunca llegó a cumplirse totalmente— reconocía el derecho de la Iglesia a percibir una indemnización, cuyo monto se fijó en 1,750 millones de liras, por los ingresos que había perdido en los casi sesenta años de hostilidad más o menos encubierta con el Estado. El concordato, a su vez, reconocía al pontífice las prerrogativas inherentes a todo soberano, desde el gobierno autónomo hasta la creación de un cuerpo de policía, un registro civil, el uso de bandera, y la emisión de moneda y sellos postales.
Otras características del triunfo papal eran apenas menos impresionantes: la facultad para nombrar Obispos sin consulta, la personería jurídica para las congregaciones religiosas, la prometida paridad legal de los matrimonios religioso y civil, la imposibilidad del divorcio, el feriado obligatorio en todo el país para las festividades de guardar, la enseñanza católica obligatoria en todos los establecimientos de enseñanza.
El manto de misterio que se tendió sobre la dilatada negociación sólo pudo ser descorrido con lentitud luego de la ceremonia de Letrán. Se supo entonces que el texto del acuerdo había sido impreso en el Vaticano, por operarios a los que se mantuvo prisioneros hasta días después del 11 de febrero, y que el Papa había corregido personalmente todas las pruebas de imprenta: "Hay casos en que la presencia o ausencia de una coma —le comentó a Gasparri— puede modificar todo el contenido".
Dos días después de la firma, durante las celebraciones del medio siglo de su ordenamiento sacerdotal, Pío declaró refiriéndose a Mussolini: "Nosotros también hemos sido muy favorecidos: se necesitaba un hombre como el que la Divina Providencia puso en nuestro camino". El Duce aprovechó demagógicamente esa debilidad, para acuñar una muletilla que lo definía como "el hombre providencial", y que contaba nada menos que con el respaldo de la infalibilidad pontificia.
En Buenos Aires, la creación del Estado Vaticano fue recibida con algarabía. Entre manifestantes espontáneos y declaraciones de la jerarquía eclesiástica, la de monseñor Gustavo Franceschi alcanzó acaso a sintetizar el acontecimiento; "Una nueva tempestad ha capeado la barca de San Pedro —dijo—: la borrasca pasó y la barca sigue navegando incólume, como lo hará hasta la consumación de los tiempos".