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crónicas del siglo pasado

REVISTERO

Me duele Occidente

Cuando digo a voz en cuello que detesto la civilización occidental contemporánea, es un poco para molestar a mis hermanos occidentales. Mi posición es a medias seria, pero también un poco en broma.


Revista Nuevo Planeta
octubre 1970

Por más auténtica que sea mi aversión hacia Occidente, no deja de estar mezclada con otros sentimientos. Si no fuera así no me sentiría perdido —estoy seguro de ello— si tuviera que sacar un pie de Londres. Soy londinense de nacimiento y educación, pero no he reaccionado contra mi ciudad natal; y, aunque la aglomeración de la circulación mecánica me irrita, sé que esa plaga es común a todas las grandes ciudades de posguerra. 

Si fuera expulsado de Londres por un equivalente británico (inexistente) del Comité de actividades antinorteamericanas, supongo que me sentiría como en casa en Edimburgo, Melbourne, Roma, Hamburgo o Boston. . . No me sentiría cómodo si tuviera que residir permanentemente en Nueva York, Chicago, Pittsburg, Glasgow, Manchester o Milán. Y pienso que no podría arraigar en Kyoto, Damasco, Estambul o aun en Atenas, por más que admiro a cada una de estas magníficas ciudades no occidentales.
En la Grecia antigua, el centro de la tierra estaba marcado por un monolito en Delfos. Para mí el centro de la tierra no está en Grecia (aunque allí se encuentre mi corazón y mi alma). Para mí el centro del mundo es el Albert Memorial de Kensington Garden. Este monumento es sin duda de una monstruosidad ridícula, pero tiene para mí una familiaridad tranquilizadora. Me gustaba, cuando era muy niño, jugar en sus gradas. Su friso me enseñó los nombres de los grandes poetas, artistas y pensadores del pasado; el grupo de figuras en los cuatro ángulos ubicó para mí los cuatro continentes.
Sí, somos prisioneros de nuestro medio y de nuestro tiempo. Pertenezco a la época anterior a la música sincopada. La música clásica occidental es música para mis oídos. Cuando escucho jazz me siento molesto y agredido. Tengo la sensación de que mi universo tradicional ha sido invadido victoriosamente por el África tropical. Políticamente me ubico del lado de África contra las potencias coloniales occidentales, pero cuando se trata de música, el colonialismo cultural africano me hace adorar el pasado musical occidental preafricano.
Ser prisionero de la época y del medio es parte de las limitaciones humanas. El ser humano tiene raíces como los árboles, y aunque éstas sean de tipo intelectual o emocional, lo traban. De cualquier modo, la naturaleza humana se rebela contra sus límites e intenta sobrepasarlos.

La civilización occidental
contemporánea me aburre

Soy, además de un hombre, un historiador, y la rebelión particular del historiador es la de sacudir las cadenas de la sangre y del suelo de su cabeza (para decirlo con las palabras odiosas pero expresivas de Hitler). El oficio del historiador es el de moverse libremente en el tiempo y en el espacio. ¡Cómo nos aburrimos con nuestra propia civilización! Cansa porque es demasiado familiar. Tuve la suerte de aprender latín y griego. Esta educación me ha servido de alfombra mágica para transportarme del siglo XX de la era cristiana al siglo tercero antes de J. C., y del Atlántico norte al Mediterráneo oriental. Detestaba aprender los nombres y las fechas de los reyes de Inglaterra. Los reyes de Israel y de Judea eran casi insoportables puesto que el Antiguo Testamento en la versión del rey Jacobo pasó a formar virtualmente parte de la literatura inglesa. Pero me encantaba sumergirme en los Ptolomeos y los Seleucos. ¿La historia constitucional de Inglaterra? Una mirada al compendio de Historia Moderna y Medieval de Oxford bastaba para hastiarme. Pero la historia del Islam, la del Budismo, me abrían mundos fascinantes.
La civilización occidental contemporánea me aburre, no porque sea occidental sino porque es la mía y soy historiador. Si hubiera nacido en China en 1889, en lugar de hacerlo en Inglaterra, sin duda me estaría aburriendo de la China de Pu-yi, de Chiang Kai-shek, y de Chu-En-lai. Pero siendo como soy un historiador occidental, el Occidente contemporáneo me hastía inevitablemente. Me aprisiona entre sus engranajes. Me impide regresar al tiempo anterior a la máquina e instalarme en Rusia, en Dar-el-Islam, en el mundo hindú, en Asia Oriental. Mi ineluctable occidentalismo me impide aclimatarme culturalmente en cualquier otra civilización contemporánea. Es un atentado a mi libertad personal que me irrita. De todos modos, tengo una razón más trascendente que cualquiera de las mencionadas hasta aquí para detestar a Occidente. Desde que soy adulto, Occidente ha producido dos guerras mundiales, el comunismo, el nacional-socialismo, el fascismo. Ha producido a Hitler, Mussolini y McCarthy. Estas monstruosidades occidentales hacen que me sienta amenazado en tanto occidental. Teniendo en cuenta que mis compañeros alemanes han masacrado a seis millones de judíos, ¿cómo puedo estar seguro de que mis compatriotas ingleses no harán algo parecido? Ya hemos masacrado a algunos millares de civiles indefensos en Port Said en 1956. Después de eso, ¿por qué no habremos de ser capaces de cosas peores? Qué cosas seré capaz de hacer yo mismo si me asalta la locura criminal del Occidente contemporáneo.
Tiemblo y me estremezco. Antigua humildad cristiana, ven en mi ayuda, por favor. Sálvame de esta criminalidad satisfecha del Occidente postcristiano. Me sentiría mejor si en lugar de ser el compatriota occidental de Hitler, como soy, pudiera serlo de Gandhi. Sí, creo que hasta soportaría Benarés si pudiera escapar de la compañía de Hitler. Pero no puedo. Este camarada occidental (nacimos con una diferencia de apenas una semana) va a obsesionar el resto de mi vida.

Privamos a los niños
del derecho a la infancia

Además de los crímenes del Occidente contemporáneo, hay otras manchas en la vida occidental que me repugnan. Pese a que repruebo la antigua servidumbre del individuo a la comunidad en Japón, considero peor, tal vez, los extremos a que ha llegado el individualismo occidental. Occidente no tiene piedad con los ancianos. Es, según creo, la primera civilización en la cual los ancianos no han tenido automáticamente un lugar en la casa de sus hijos adultos. Mirando esta insensibilidad occidental con ojos desoccidentalizados la encuentro profundamente ofensiva.
Repruebo también la publicidad occidental. Ha convertido en un arte la explotación de la tontería humana. Gracias a ella estómagos saciados embuchan bienes materiales que no necesitan mientras dos terceras partes de la humanidad carecen de los elementos imprescindibles para vivir. Es un aspecto horrible de la sociedad de la abundancia; y si se me dice que este es el precio de la abundancia contesto que es un precio demasiado alto. Otro ejemplo del precio de la abundancia es la estandarización de los bienes y servicios producidos en serie. La estandarización entraña un empobrecimiento deplorable del aspecto material de la cultura humana.
Examinando el pasado de Occidente —un pasado que era aún presente en mi infancia— admiro el éxito del siglo XIX en retardar el despertar sexual, la experiencia y vanagloria sexuales, más allá de la pubertad física. Se me dirá que esto es antinatural; pero ser humano consiste precisamente en trascender la naturaleza, en superar las limitaciones biológicas que heredamos de nuestros hominídios antepasados.
Todas las sociedades humanas superan la muerte creando instituciones que se transmiten de una generación a otra.
El sexo es un lazo con nuestra herencia biológica más molesto que la muerte, y nuestro siglo XIX occidental manejó el sexo con relativo éxito. Retardando la edad del despertar sexual, prolongaba el período de la educación. Es —junto al acierto del siglo XII aprender a pensar por sí mismo y no por fe a una tradición— lo que explica la preeminencia de Occidente en los últimos siglos.

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Dibujo de Philippe Cousin

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"El sueño americano"
pintura de Erró

El conjunto de nuestra política educacional actual encierra una paradoja. Mientras reducimos la edad de la conciencia sexual —y frecuentemente la edad de la experiencia sexual— a un nivel verdaderamente hindú, prolongamos el tiempo dedicado a la educación. Forzamos a muchachos y chicas a tomar conciencia del sexo a los doce o trece años, para exigirles luego que prolonguen sus estudios hasta los treinta años. ¿Cómo puede esperarse que se concentren en el estudio durante dieciséis o diecisiete años de obsesión sexual?
Nos enorgullecemos de proveerles de educación secundaria, universitaria, etc. Pero esto es totalmente inútil si no volvemos a la costumbre de prolongar la inocencia sexual como en la época de nuestros abuelos. Si persistimos en la. actual tendencia "hindú", nuestras novísimas y hermosas instituciones para la educación superior sólo serán, en la práctica, clubes de apareamiento sexual.

Mis nietos son occidentales
y pese a todo los quiero

Este retomo a la sexualidad precoz es una de las taras morales de la civilización occidental contemporánea. Una de sus taras intelectuales es su insistencia en hacer estallar el universo en trozos cada vez menores e independientes. El saber y el conocimiento están escindidos en una multitud de "disciplinas" estancadas. Repruebo el nacionalismo y repruebo la especialización; ambos son aberraciones características de Occidente.
Cuando tenía alrededor de dieciséis años vivía en casa de un tío que era especialista en Dante, mientras que su mujer se dedicaba a Horace Walpole. Su biblioteca era un poco menos especializada y yo husmeaba con deleite. Cuando llegó el momento de mi partida, mi tío me dijo:
"Arnold, tu tía y yo pensamos que estás dispersando tu talento, deberías especializarte." No dije nada, pero tuve la instantánea certeza de que jamás seguiría su consejo; en verdad nunca en los sesenta años que transcurrieron luego dejé de hacer exactamente lo contrario.
¡Qué mundo este! Después que hube tomado conciencia de mi ambiente natal, la tecnología occidental inventó máquinas cada vez más complicadas. Aprendí a andar en bicicleta. ¿Cómo imaginarse que en una vida se pueda aprender también a conducir una moto o un automóvil? Comencé a afeitarme en la era de la navaja, y la invención de Mr. Gillette fue un verdadero alivio. Pero, ¿cómo aprender después a utilizar una afeitadora eléctrica? ¿Cómo hacer para comprender algo de voltios, ohmios y transformadores? Un amigo norteamericano me regaló una afeitadora eléctrica. Está enterrada en el fondo de un armario, y cada vez que la veo me produce terror.
No viajo en auto ni en avión. Cuanto más rápido se viaja, más difícil es para el pasajero curioso ver la vida. Mi primer viaje a Grecia fue en 1911. Lo hice a pie, como mochilero. Fui libre como el aire. Podía llegar donde no llegaban ni las mulas. Podía ver el mundo a mi agrado. Nunca volví a viajar tan placenteramente.
Las máquinas me asombran, me desconciertan, y he nacido en la era del maquinismo. ¿Por qué no habré nacido en el siglo tercero antes de Cristo en Siria o en el séptimo siglo en China? No estaría agobiado por la máquina como en la actualidad. Repruebo sinceramente este aspecto de la vida contemporánea occidental, y sin embargo a los ojos del resto del mundo la mecanización es la base del poder de nuestro mundo.
He aquí algunas de las razones por las que me disgusta la civilización occidental contemporánea. Pero como dije al comienzo de este artículo, mi reprobación se ha mitigado. Mis nietos son occidentales, y pese a todo los quiero.
Descubrir la existencia del átomo y luego cómo provocar su ruptura ha sido la obra maestra de la ciencia y la tecnología occidental. Odio la ciencia occidental que hace de sus inventos hallazgos mortales; pero tengo bastante fe en el buen sentido político del occidental como para esperar que no se suicidará. Es por ello, tal vez, que no critico tan duramente a mi civilización como lo hago en mis momentos de intensa exasperación por los terribles errores de Occidente.

ARNOLD TOYNBEE
el autor es mundialmente célebre por sus posiciones virulentas y su concepción pesimista sobre el nacimiento y derrumbe de las civilizaciones. Texto extraído de The Edge of Awareness.