Si fuera expulsado de
Londres por un equivalente británico (inexistente) del Comité de actividades
antinorteamericanas, supongo que me sentiría como en casa en Edimburgo, Melbourne, Roma,
Hamburgo o Boston. . . No me sentiría cómodo si tuviera que residir permanentemente en
Nueva York, Chicago, Pittsburg, Glasgow, Manchester o Milán. Y pienso que no podría
arraigar en Kyoto, Damasco, Estambul o aun en Atenas, por más que admiro a cada una de
estas magníficas ciudades no occidentales.
En la Grecia antigua, el centro de la tierra estaba marcado por un monolito en Delfos.
Para mí el centro de la tierra no está en Grecia (aunque allí se encuentre mi corazón
y mi alma). Para mí el centro del mundo es el Albert Memorial de Kensington Garden. Este
monumento es sin duda de una monstruosidad ridícula, pero tiene para mí una familiaridad
tranquilizadora. Me gustaba, cuando era muy niño, jugar en sus gradas. Su friso me
enseñó los nombres de los grandes poetas, artistas y pensadores del pasado; el grupo de
figuras en los cuatro ángulos ubicó para mí los cuatro continentes.
Sí, somos prisioneros de nuestro medio y de nuestro tiempo. Pertenezco a la época
anterior a la música sincopada. La música clásica occidental es música para mis
oídos. Cuando escucho jazz me siento molesto y agredido. Tengo la sensación de que mi
universo tradicional ha sido invadido victoriosamente por el África tropical.
Políticamente me ubico del lado de África contra las potencias coloniales occidentales,
pero cuando se trata de música, el colonialismo cultural africano me hace adorar el
pasado musical occidental preafricano.
Ser prisionero de la época y del medio es parte de las limitaciones humanas. El ser
humano tiene raíces como los árboles, y aunque éstas sean de tipo intelectual o
emocional, lo traban. De cualquier modo, la naturaleza humana se rebela contra sus
límites e intenta sobrepasarlos.
La civilización occidental
contemporánea me aburre
Soy, además de un hombre, un
historiador, y la rebelión particular del historiador es la de sacudir las cadenas de la
sangre y del suelo de su cabeza (para decirlo con las palabras odiosas pero expresivas de
Hitler). El oficio del historiador es el de moverse libremente en el tiempo y en el
espacio. ¡Cómo nos aburrimos con nuestra propia civilización! Cansa porque es demasiado
familiar. Tuve la suerte de aprender latín y griego. Esta educación me ha servido de
alfombra mágica para transportarme del siglo XX de la era cristiana al siglo tercero
antes de J. C., y del Atlántico norte al Mediterráneo oriental. Detestaba aprender los
nombres y las fechas de los reyes de Inglaterra. Los reyes de Israel y de Judea eran casi
insoportables puesto que el Antiguo Testamento en la versión del rey Jacobo pasó a
formar virtualmente parte de la literatura inglesa. Pero me encantaba sumergirme en los
Ptolomeos y los Seleucos. ¿La historia constitucional de Inglaterra? Una mirada al
compendio de Historia Moderna y Medieval de Oxford bastaba para hastiarme. Pero la
historia del Islam, la del Budismo, me abrían mundos fascinantes.
La civilización occidental contemporánea me aburre, no porque sea occidental sino porque
es la mía y soy historiador. Si hubiera nacido en China en 1889, en lugar de hacerlo en
Inglaterra, sin duda me estaría aburriendo de la China de Pu-yi, de Chiang Kai-shek, y de
Chu-En-lai. Pero siendo como soy un historiador occidental, el Occidente contemporáneo me
hastía inevitablemente. Me aprisiona entre sus engranajes. Me impide regresar al tiempo
anterior a la máquina e instalarme en Rusia, en Dar-el-Islam, en el mundo hindú, en Asia
Oriental. Mi ineluctable occidentalismo me impide aclimatarme culturalmente en cualquier
otra civilización contemporánea. Es un atentado a mi libertad personal que me irrita. De
todos modos, tengo una razón más trascendente que cualquiera de las mencionadas hasta
aquí para detestar a Occidente. Desde que soy adulto, Occidente ha producido dos guerras
mundiales, el comunismo, el nacional-socialismo, el fascismo. Ha producido a Hitler,
Mussolini y McCarthy. Estas monstruosidades occidentales hacen que me sienta amenazado en
tanto occidental. Teniendo en cuenta que mis compañeros alemanes han masacrado a seis
millones de judíos, ¿cómo puedo estar seguro de que mis compatriotas ingleses no harán
algo parecido? Ya hemos masacrado a algunos millares de civiles indefensos en Port Said en
1956. Después de eso, ¿por qué no habremos de ser capaces de cosas peores? Qué cosas
seré capaz de hacer yo mismo si me asalta la locura criminal del Occidente
contemporáneo.
Tiemblo y me estremezco. Antigua humildad cristiana, ven en mi ayuda, por favor. Sálvame
de esta criminalidad satisfecha del Occidente postcristiano. Me sentiría mejor si en
lugar de ser el compatriota occidental de Hitler, como soy, pudiera serlo de Gandhi. Sí,
creo que hasta soportaría Benarés si pudiera escapar de la compañía de Hitler. Pero no
puedo. Este camarada occidental (nacimos con una diferencia de apenas una semana) va a
obsesionar el resto de mi vida.
Privamos a los niños
del derecho a la infancia
Además de los crímenes del
Occidente contemporáneo, hay otras manchas en la vida occidental que me repugnan. Pese a
que repruebo la antigua servidumbre del individuo a la comunidad en Japón, considero
peor, tal vez, los extremos a que ha llegado el individualismo occidental. Occidente no
tiene piedad con los ancianos. Es, según creo, la primera civilización en la cual los
ancianos no han tenido automáticamente un lugar en la casa de sus hijos adultos. Mirando
esta insensibilidad occidental con ojos desoccidentalizados la encuentro profundamente
ofensiva.
Repruebo también la publicidad occidental. Ha convertido en un arte la explotación de la
tontería humana. Gracias a ella estómagos saciados embuchan bienes materiales que no
necesitan mientras dos terceras partes de la humanidad carecen de los elementos
imprescindibles para vivir. Es un aspecto horrible de la sociedad de la abundancia; y si
se me dice que este es el precio de la abundancia contesto que es un precio demasiado
alto. Otro ejemplo del precio de la abundancia es la estandarización de los bienes y
servicios producidos en serie. La estandarización entraña un empobrecimiento deplorable
del aspecto material de la cultura humana.
Examinando el pasado de Occidente un pasado que era aún presente en mi
infancia admiro el éxito del siglo XIX en retardar el despertar sexual, la
experiencia y vanagloria sexuales, más allá de la pubertad física. Se me dirá que esto
es antinatural; pero ser humano consiste precisamente en trascender la naturaleza, en
superar las limitaciones biológicas que heredamos de nuestros hominídios antepasados.
Todas las sociedades humanas superan la muerte creando instituciones que se transmiten de
una generación a otra.
El sexo es un lazo con nuestra herencia biológica más molesto que la muerte, y nuestro
siglo XIX occidental manejó el sexo con relativo éxito. Retardando la edad del despertar
sexual, prolongaba el período de la educación. Es junto al acierto del siglo XII
aprender a pensar por sí mismo y no por fe a una tradición lo que explica la
preeminencia de Occidente en los últimos siglos.
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Dibujo de Philippe Cousin
"El sueño americano"
pintura de Erró
El conjunto de
nuestra política educacional actual encierra una paradoja. Mientras reducimos la edad de
la conciencia sexual y frecuentemente la edad de la experiencia sexual a un
nivel verdaderamente hindú, prolongamos el tiempo dedicado a la educación. Forzamos a
muchachos y chicas a tomar conciencia del sexo a los doce o trece años, para exigirles
luego que prolonguen sus estudios hasta los treinta años. ¿Cómo puede esperarse que se
concentren en el estudio durante dieciséis o diecisiete años de obsesión sexual?
Nos enorgullecemos de proveerles de educación secundaria, universitaria, etc. Pero esto
es totalmente inútil si no volvemos a la costumbre de prolongar la inocencia sexual como
en la época de nuestros abuelos. Si persistimos en la. actual tendencia
"hindú", nuestras novísimas y hermosas instituciones para la educación
superior sólo serán, en la práctica, clubes de apareamiento sexual.
Mis nietos son occidentales
y pese a todo los quiero
Este retomo a la sexualidad
precoz es una de las taras morales de la civilización occidental contemporánea. Una de
sus taras intelectuales es su insistencia en hacer estallar el universo en trozos cada vez
menores e independientes. El saber y el conocimiento están escindidos en una multitud de
"disciplinas" estancadas. Repruebo el nacionalismo y repruebo la
especialización; ambos son aberraciones características de Occidente.
Cuando tenía alrededor de dieciséis años vivía en casa de un tío que era especialista
en Dante, mientras que su mujer se dedicaba a Horace Walpole. Su biblioteca era un poco
menos especializada y yo husmeaba con deleite. Cuando llegó el momento de mi partida, mi
tío me dijo:
"Arnold, tu tía y yo pensamos que estás dispersando tu talento, deberías
especializarte." No dije nada, pero tuve la instantánea certeza de que jamás
seguiría su consejo; en verdad nunca en los sesenta años que transcurrieron luego dejé
de hacer exactamente lo contrario.
¡Qué mundo este! Después que hube tomado conciencia de mi ambiente natal, la
tecnología occidental inventó máquinas cada vez más complicadas. Aprendí a andar en
bicicleta. ¿Cómo imaginarse que en una vida se pueda aprender también a conducir una
moto o un automóvil? Comencé a afeitarme en la era de la navaja, y la invención de Mr.
Gillette fue un verdadero alivio. Pero, ¿cómo aprender después a utilizar una
afeitadora eléctrica? ¿Cómo hacer para comprender algo de voltios, ohmios y
transformadores? Un amigo norteamericano me regaló una afeitadora eléctrica. Está
enterrada en el fondo de un armario, y cada vez que la veo me produce terror.
No viajo en auto ni en avión. Cuanto más rápido se viaja, más difícil es para el
pasajero curioso ver la vida. Mi primer viaje a Grecia fue en 1911. Lo hice a pie, como
mochilero. Fui libre como el aire. Podía llegar donde no llegaban ni las mulas. Podía
ver el mundo a mi agrado. Nunca volví a viajar tan placenteramente.
Las máquinas me asombran, me desconciertan, y he nacido en la era del maquinismo. ¿Por
qué no habré nacido en el siglo tercero antes de Cristo en Siria o en el séptimo siglo
en China? No estaría agobiado por la máquina como en la actualidad. Repruebo
sinceramente este aspecto de la vida contemporánea occidental, y sin embargo a los ojos
del resto del mundo la mecanización es la base del poder de nuestro mundo.
He aquí algunas de las razones por las que me disgusta la civilización occidental
contemporánea. Pero como dije al comienzo de este artículo, mi reprobación se ha
mitigado. Mis nietos son occidentales, y pese a todo los quiero.
Descubrir la existencia del átomo y luego cómo provocar su ruptura ha sido la obra
maestra de la ciencia y la tecnología occidental. Odio la ciencia occidental que hace de
sus inventos hallazgos mortales; pero tengo bastante fe en el buen sentido político del
occidental como para esperar que no se suicidará. Es por ello, tal vez, que no critico
tan duramente a mi civilización como lo hago en mis momentos de intensa exasperación por
los terribles errores de Occidente.
ARNOLD TOYNBEE
el autor es mundialmente célebre por sus posiciones virulentas y su concepción
pesimista sobre el nacimiento y derrumbe de las civilizaciones. Texto extraído de The
Edge of Awareness. |