No hace mucho, una importante fabrica de
lavarropas descubrió que el índice de roturas
y desperfectos de sus aparatos —con el
consiguiente recargo de trabajo para el
"service"— estaba excediendo sensiblemente las
previsiones trazadas por los ingenieros. El
departamento técnico sostenía, sin embargo,
que tanto el diseño como la calidad y
resistencia de los materiales seguían siendo
buenos. "Se trata de desperfectos
incomprensibles —se quejaban los técnicos—.
Si, por ejemplo, la perilla de 'desagote'
tiene una flecha roja que indica que debe ser
girada hacia la derecha, las amas de casa se
empeñan en hacerla girar hacia la izquierda.
La perilla se rompe, por supuesto." Los
fabricantes encargaron entonces a un equipo de
psicólogos que estudiara el problema. Los
psicólogos reunieron a un grupo de amas de
casa, procurando que casi todas las edades y
grupos sociales estuvieran representados;
aplicaron entonces técnicas de investigación
motivacional —esto es, profundizar en los
motivos inconscientes por los cuales se
prefiere o se rechaza un artículo, o se le da
un determinado uso— y, una vez vencidas las
resistencias de las mujeres, llegaron a
conclusiones fascinantes: • Las amas de
casa, en especial las de mediana edad de la
baja clase media (sector del mercado donde en
ese momento se estaba intensificando la venta
de lavarropas, gracias a los planes de largos
créditos), son víctimas de un sentimiento de
culpa cuando pueden disponer de aparatos que
alivian las tareas domésticas. Piensan que sus
madres, a quienes consideran modelos de buenas
amas de casa, no gozaron nunca de tantas
comodidades y se sienten inclinadas a
conservar el viejo estilo de vida; estudios
políticos pre-electorales han demostrado ya,
por otra parte, que —al menos en la Argentina—
las mujeres son en, general más
"conservadoras" y menos amigas de las
innovaciones que los hombres. • Al mismo
tiempo, las mujeres sienten que el torbellino
de modernos aparatos mecánicos las desplaza de
su antigua posición de "reinas del hogar": hoy
conviven en este país tres generaciones, una
de las cuales, la menor, maneja sin temores
heladeras y licuadoras con la misma facilidad
con que utiliza para sus juegos trencitos y
aviones de radio-control que hace cincuenta
años hubieran quitado el sueño a un ingeniero;
en tanto que la otra generación, la de los
abuelos, a veces no se anima a usar los
ascensores por temor a quedar encerrada. Entre
ambos polos, las mujeres —especialmente en
aquellos sectores sociales de más hermética
tradición familiar y, con mayor fuerza, en los
grupos de ascendencia italiana o española—
optan casi siempre por una defensa pasiva,
inconsciente, de los valores del pasado. "En
el fondo —explicó un psicólogo a los
preocupados fabricantes—, ellas piensan que
todos esos chiches están muy bien para las
norteamericanas, 'que comen todo en latas',
pero no para señoras decentes..." • Todo
ese conglomerado de oscuros prejuicios hace
que muchas mujeres sientan el irreprimible
anhelo inconsciente de romper, dañar,
inmovilizar el lavarropas, del mismo modo que
sus madres, hace treinta años, cuando
empezaban a generalizarse las planchas
eléctricas, se empeñaban en desenchufarlas
tironeando del cable, con lo que se obtenían
los mejores cortos circuitos que recuerda la
historia. La situación con los lavarropas
hacía ahora crisis porque la publicidad y la
venta de tales aparatos se estaban orientando
hacia sectores cada vez más bajos de la
sociedad, donde los prejuicios y la
resistencia a las innovaciones parecen ser
mayores, y porque se estaban lanzando nuevos
modelos cada vez más automatizados, esto es,
que daban cada vez "menos trabajo".
Surge una silueta El ejemplo de los
lavarropas muestra hasta qué punto los
industriales y comerciantes se ven ahora
obligados a profundizar en temas que, hasta
hace muy poco, parecían reservados a
psicólogos y sociólogos. Ahora funciona en
Buenos Aires por lo menos una docena de
estudios especializados, al frente de muchos
de los cuales actúan pe ritos universitarios
entrenados en el país y en el extranjero. Las
investigaciones sociológicas y psicológicas
realizadas con fines comerciales se están convirtiendo, ya, en una fuente inestimable de
datos y observaciones que inclusive los
estudiosos más "académicos" comienzan a
admitir. Los estudios de mercado y las
"investigaciones motivacionales" que se
realizan ahora en la Argentina (recientemente,
una fábrica de hojas de afeitar invirtió una
suma millonaria con el solo propósito de
averiguar quién era el comentarista de fútbol
más popular para poder contratarlo sin margan
de error) están ya reuniendo un cúmulo de
información sobre quién es el argentino,
información que los sociólogos, sin embargo,
todavía no han sistematizado y "codificado".
De todos modos, una encuesta realizada por
PRIMERA PLANA en la pasada semana entre
investigadores de mercado y psicólogos
especializados da luz sobre algunas singulares
aristas del argentino 1963. • Los
argentinos parecen ser los seres más sedientos
y hambrientos del mundo. Los índices de
consumo de bebidas y alimentos considerados
"superfluos" —todo lo que excede la dieta
vital lógica—, según saben con inocultable
regocijo los fabricantes de gaseosas y de
salchichas, por ejemplo, son más altos en
Buenos Aires que en Nueva York o París. Los
expertos señalan que esos índices son
proporcionalmente más elevados en la baja
clase media: cierta dosis de inseguridad y
ansiedad, que se procura calmar mediante la
exagerada ingestión de alimentos, parece tener
algo que ver con esto. ("Pobre y casado, pero
con la panza llena" es, en algunas provincias,
un dicho popular; los médicos saben muy bien,
por otra parte, que en la mayoría de los casos
de "señoras gorditas" que se les presentan hay
un trasfondo de problemas emocionales que
impulsan a la obesidad.) La necesidad de
acumular alimentos como símbolo de seguridad
parece ser, por lo demás, una de las causas de
la devoción del argentino medio por las
heladeras: la industria del frío es una de las
más desarrolladas en este país (en muchos
hogares se guardan en la heladera productos
que, como el pan rallado y el queso, no
requieren refrigeración) y se calcula que en
el gran Buenos Aires por lo menos el noventa
por ciento de los hogares posee ese aparato,
proporción que resulta altísima comparada con
otros países de clima similar. • En este
mismo orden de ideas, uno de los expertos
consultados, Milcíades Peña (director de su
propio estudio especializado; profesor de
investigación de mercado de la Fundación de
altos Estudios de la Empresa y de otras
entidades oficiales y privadas; 30 años,
casado, dos hijas), aportó datos singulares:
las clases alta y media-alta. ("A" y "B", en
la jerga de los sociólogos) son las que menos
consumen productos adelgazantes. El grueso del
consumo se cumple entre las mujeres, de las
clases media-media ("C") y media-baja ("D")
quienes creen, de ese modo, realizar un acto
"moderno y culto", algo que, de alguna
tortuosa manera, las identifica con las
elegantes de las clases altas. Algunos
estudiosos creen que hechos como éste son
índice de la extrema tensión a que está ahora
sometida la clase media argentina: mientras
los obreros, de un modo otro, ya están
acostumbrados a serlo, las gentes de clase
media luchan ansiosamente para no ser
arrastradas por la crisis hacia abajo en la
escala social; en esa lucha, cualquier pequeño
símbolo de ascenso (por ejemplo, un dorado
estuche de lápiz labial —"Las mujeres eligen
su lápiz labial por el estuche", explicó con
mucha naturalidad un investigador— para
exhibirlo en la confitería y ante las amigas)
sirve como "tranquilizante" social. • Todo
lo cual no significa que las clases altas
estén libres de tensiones y ansiedades capaces
de reflejarse en los hábitos de consumo. Según
referencias aportadas por el psicólogo Miguel
Gorfinkiel, director del instituto IPSA
(creadores del "Videómetro", especie de Biblia
de publicitarias y anunciadores donde
periódicamente se consignan los índices
comparativos de popularidad de los programas
de televisión), es precisamente en las clases
altas donde se hace un consumo más intenso de
drogas "tranquilizantes". La clase media, en
cambio, cree posible combatir los estados de
ansiedad o depresión mediante un curioso
recurso: "Debés andar mal del estómago",
diagnostican las matronas, y crece
vertiginosamente el consumo de digestivos y
antiácidos. En la clase obrera, por último,
parece que cualquier problema emocional puede
ser tratado bastante sencillamente: los
productos más difundidos son las "aspirinas".
• Pero, a juicio de todas las fuentes
consultadas, donde, los argentinos muestran
con mayor evidencia las aristas psicológicas
que les son propias es en el rubro tocado
personal. Según Gorfinkiel, por lo menos el 60
por ciento de los varones argentinos lleva
durante todo el día un peine en el bolsillo,
aunque sólo alrededor de un 10 por ciento se
atreve a confesarlo. "No, ahora tengo uno
—dicen cuando los encuestadores les piden que
muestren el contenido de sus bolsillos—, pero
es de pura casualidad..." Esa ambivalencia del
varón argentino hacia la "coquetería" (o, en
términos psicológicos, el exhibicionismo) se
desnuda también en el caso de los fijadores
para el cabello: el 74 por ciento de quienes
usan esos productos lo hacen "para no llamar
la atención con la cabellera abultada"; sin
embargo, el 60 por ciento de los varones
muestran tendencia a usar el cabello más largo
que lo aconsejable. Otro índico revelador: En
Buenos Aires se dar porcentajes más altos que
en Francia de uso de perfumes y lociones por
parte de los hombres; los varones en cambio, y
aunque después de bañarse o afeitarse se dan
una segunda ducha de agua de colonia, se
resisten a usar antisudorales con
regularidad. "Es una cosa demasiado femenina",
murmuran con desagrado. • El rubro tocado
personal es tan importante entre los
argentinos ("Los argentinos pobres gastan,
tanto por mes en ropa como los chilenos
ricos", comentó un sociólogo chileno
contratado ahora por una firma argentina) que
una importante fábrica de productos para
varones llegó a organizar, hace poco, una
minuciosa encuesta para determinar cómo es
el rostro típico del hombre de Buenos Aires.
Durante varias semanas se tomaron miles de
fotografías de hombres comunes, en canchas de
fútbol, hipódromos, calles, etc. (Otro rasgo
argentino típico: Un alto porcentaje de los
fotografiados, cuando advertían al fotógrafo,
ensayaban este chiste: "¿Es para la
televisión? Porque, en ese caso, no tengo
interés...", mientras se retocaban el pelo y
se ajustaban la corbata.) Naturalmente, no
trataba de averiguar cómo es, en realidad, la
fisonomía del argentino, cosa que por otra
parte es difícil que exista en un país repleto
de contingentes inmigratorios. Solo se
procuraba determinar cómo es la cara que la
mayoría de las personas cree que corresponde
mejor al argentino: esto es, cuál es la imagen
que los argentinos desean para sí mismos.
Fotografías en mano los psicólogos enfrentaron
a grupos de hombres especialmente
seleccionados (un "panel" de prueba) y la
mayoría se pronunció en favor de un hombre de
alrededor de 30 años, rostro delgado y
apariencia melancólica, bastante parecido al
actor Raúl Parini ("Alias Gardelito"). Ahora
ya se puede ver esa imagen en muchos avisos de
la firma en cuestión. • Y, por fin: ¿Qué
piensan los argentinos de sí mismos?. Mucha
luz sobre el tema aporta un estudio realizado
por Gorfinkiel cuando: las ventas de una
famosa marca de yerba mate comenzaron a bajar
más de lo prudente. La marca en cuestión tenía
un nombre de reminiscencias gauchescas, y toda
su publicidad estaba encarada con agresivo
despliegue de ponchos, boleadoras y chiripás.
Los psicólogos descubrieron que los argentinos
—al menos en las ciudades— se están
avergonzando ahora de su pasado ecuestre.
Comienzan a sospechar que "pasarse horas
chupando, pensando y charlando" no es,
precisamente, una manera de mostrar todo el
dinamismo y la ejecutividad que parecen haber
hecho ricos a, por ejemplo, los
norteamericanos; muchos entrevistados (aunque
admitieron tomar mate "una que otra vez,
claro") dijeron claramente que "eso da tomar
mate es cosa de paisanos vagos*' y que "eso ya
no corre en estos tiempos modernos, qué
caramba". Por supuesto, la yerba tuvo que
cambiar hasta de nombre.
A manera de
resumen La mayoría de los investigadores
consultados piensan que los hábitos de consumo
del argentino 1963 muestran una sociedad v un
hombre en agudo proceso de transición. La
ambivalencia, el juego de golpes y
contragolpes entre el amor al progreso y el
terror a lo nuevo, entre el disimulo y el
exhibicionismo, entre la íntima preferencia
por un pasado más placentero y tranquilo y un
presente cada vez más tenso, entre la ansiedad
por subir en la escala social y el riesgo
cierto, omnipresente, de despeñarse, parecen
ser las notas predominantes del argentino
1963.
PRIMERA PLANA 11.06.1963
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