ENTRE CALLAO Y EL OBELISCO:
ESCENAS DE LA VIDA BOHEMIA EN LA CALLE CORRIENTES
«SON JOVENES, BELLOS, INTELIGENTES Y ESTAN MAS LOCOS QUE UNA CABRA»

En los bares, cafés, pizzerías, restaurantes, quioscos y librerías ubicados sobre Corrientes, entre Callao y Cerrito, se arraciman noche a noche barbudos muchachones y desmañadas señoritas que dibujan los perfiles de un mundo insólito, ruidoso y divertido. Los tics y las manías de esos habitués, los entretelones de ese particular microcosmos, los lugares más concurridos y los secretos de una generación desprolija, discutida y atrayente

la bohemia de la calle Corrientes 
Son siete cuadras en las que se concentran toda la magia, todos los mitos y todo el fugaz brillo de la bohemia porteña: las veredas de la calle Corrientes, entre Callao y Cerrito, han sido —y son— desgastadas por los ejemplares más curiosos, divertidos, tétricos y fascinantes de la fauna vernácula. A la noche, atraídos por algún inexplicable imán, se reúnen en ese sector de la ciudad locos sueltos, poetas, artistas, intelectualoides, melancólicos incurables, aspirantes a cancheros, ladronzuelos, hippies y vagos simpatiquísimos que dibujan los perfiles de un universo encantador, ruidoso y levemente nostálgico. Un mundo al que se asoman, cada tanto, los irrespetuosos turistas de la noche para hurgar en los supuestos misterios de los trasnochados habitués de la zona. Porque, aunque muchos reniegan de los tics y las manías de los jóvenes que pueblan las adyacencias de Corrientes y Montevideo, casi nadie puede sustraerse a la tentación de mezclarse, cada tanto, con esos barbudos muchachones y esas desmañadas chicas. Buenos Aires les debe a esos discutidos, indefinibles personajes, parte de su encanto, de su personalidad, y la calle Corrientes —el tramo que va desde el obelisco hasta Callao, se entiende— no sería lo que es sin el aporte cotidiano y revoltoso de esos estudiantes que se quedan hasta las tres de la mañana en un café charlando sobre temas inútiles, complicados y hermosos.
La semana pasada un redactor y un fotógrafo de Siete Días se zambulleron en ese agitado mar de librerías, bares, cinematógrafos, quioscos, pizzerías y restaurantes para detectar los usos y las costumbres de los jóvenes noctámbulos, una experiencia que, a los postres, resultó contagiosa: la segunda noche en que se encontraron para trabajar, el cronista saludó al fotógrafo con un chau, loco, típica expresión idiomática de los habitués de la zona.

EL OMBLIGO DEL MUNDO
Aunque resulta imposible determinar por qué la bohemia porteña eligió para sus devaneos esas pocas, concurridas cuadras, nadie duda de que el Lorraine —una sala de cine arte que floreció en la década del sesenta y cerró hace un par de años— fue uno de los factores desencadenantes del boom de la Corrientes intelectual. Los jóvenes concurrían allí a presenciar los ciclos de Fellini, Bergman o Goddard y estiraban la función comentando en los cafés cercanos las virtudes o defectos de esos films. Los libreros y quiosqueros más avispados comprendieron que ésa era una clientela potencial y recargaron sus estanterías con los productos que podían venderle a esos muchachos, para ese entonces no tan pelilargos como en la actualidad. Así, poco a poco se forjó un centro intelectual al que concurrían centenares de estudiantes: en ese momento tres bares atraían a los jóvenes, El Colombiano, El Politeama y La Paz. Los dos primeros cerraron sus puertas —El Colombiano definitivamente, El Politeama en forma provisoria— y La Paz queda, ahora, como el ombligo de ese particular microcosmos. No es, claro, el único reducto frecuentado por los habitués de Corrientes, pero ocupa, sin dudas, el primer lugar en el ranking. "Corrientes y Montevideo (la esquina de La Paz) destila un
néctar que nos embriaga —exageró Jorge B., un joven de rala barba al que llaman El Principito por su notorio parecido físico con el personaje de Saint Exupéry—. A veces perdemos el tiempo, es cierto, pero en otros gloriosos momentos hablamos de política, de poesía y de mujeres, las tres cosas más hermosas que tiene la vida". Prácticamente definió los principales temas de conversación del café: la política, el cine, (que en general interesa más que la poesía) y el sexo son las obsesiones más generalizadas. Porque cuando se trata de combatir la soledad en pobladas mesas de café, todos los grupos caen, a la larga, en esos temas. Apasionadamente algunos, con menos vehemencia otros, todos esgrimen, triunfales, sus recetas para cambiar el mundo. Quienes los critican por esa actitud se olvidan que en esas charlas —delirantes, inútiles y contagiosas— flota siempre un idealismo necesario: a los 20 años hay que amar a la humanidad y gritarlo a los cuatro vientos.
Claro que ese amor toma, a veces, formas más específicas, como lo prueba la declaración de Liliana E., una crocante habitué de La Paz: "Acá los tipos son realmente piolas, no se hacen los cancheritos. En la avenida Santa Fe, por ejemplo, los muchachos levantan por las pilchas, el auto o la pinta. Acá en cambio ganan hablando. Para hacerse un levante no tienen recursos raros, no hacen teatro. Se acercan y preguntan simplemente si a una le gusta Bergman, si admira a Van Gogh o prefiere el surrealismo".
Esos abordajes intelectuales —bastante comunes en el reducto, a punto tal que hay dos habitués bautizados El pez Espada y La Araña, obvia referencia a sus ligerezas para acercarse a señoritas desconocidas— pueden arrojar diversos resultados, pero más allá de eso, lo que importa es el entusiasmo con el que se encaran esas nuevas relaciones: después de todo, los intelectuales tienen, también, su corazoncito.
Tal vez ésa sea una clave fundamental para entender el complicado mosaico de personajes que gastan sus noches en la calle Corrientes: son —con sus rarezas, sus vestimentas necesariamente informales, su pelo largo y sus infamables libros bajo el brazo— seres humanos que, como todos, sufren, se alegran, temen, se envalentonan, se mufan, se divierten y, a veces, toman sol. Sólo que ellos encuentran en su desarreglo, sus boliches, su vocabulario y sus manías, una excusa para juntarse, conocerse y amarse. Otra gente prefiere, por ejemplo, acostarse a horas más prudentes y levantarse temprano para jugar al tenis: cada uno puede usar su tiempo libre como más le plazca. Si los curiosos ejemplares que se buscan y se reconocen en la calle Corrientes han elegido esa zona para sus andanzas, tienen, de alguna manera, el derecho de sentirse un poco dueños esa geografía que cotidianamente recrean.
Así lo cree Raúl —El Negro— Santana, un poeta que suele rumiar en las mesas de La Paz; "Una vez discutí, ya ni me acuerdo de qué, con uno de los mozos, Mingo —cuenta con cierto orgullo— y él, enojado, usó como argumento para reforzar su posición una frase que pude retrucar fácilmente. El dijo: me lo vas a decir a mí, que me paso 10 horas por día en este boliche. Le contesté, simplemente, yo también, Mingo, yo también".

CADA CUAL ATIENDE SU JUEGO
Por supuesto no es La Paz el único centro de reunión: el bar Ramos (en otra de las esquinas de Corrientes y Montevideo), La Giralda (Corrientes al 1400) y El Foro (Corrientes y Uruguay) también tientan a la bohemia vernácula. En esos lugares, al igual que en La Paz, se puede medir la altura del mes de acuerdo al consumo de bebidas alcohólicas: del al 10 whisky nacional, hasta el 20 ginebra y de allí en más, Aquavit, un aguardiente de origen catamarqueño. El récord de cafés lo tiene La Paz: se consumen más de 2.500 en las noches moviditas, pero el bar Ramos es imbatible, en cambio, en su especialidad, los sandwiches de cantimpalo, y a La Giralda no hay quien la emparde en lo suyo, el chocolate con churros. Pero las diferencias entre esos boliches no se mide sólo por las consumiciones: La Paz tiene un ambiente heterogéneo, en el que se mezclan psicoanalistas, estudiantes de filosofía, actores, licenciados en física, empleados bancarios y algunos hippies, amalgamados todos por la pasión del café, la charla, las confesiones trasnochadas y el ambiente espeso, pegajoso y tierno que campea entre sus mesas. El Ramos es, en cambio, el predio de los actores de teatro y de los viejos amantes de Corrientes, tangueros de otras generaciones que evocan, entre copa y copa, las épocas de las voiturettes, las rubias platinadas, los abrigos de visón, los taquitos finitos y el nombre de Carlos Gardel brillando en las marquesinas. Cada tanto se filtran, entre esos grupos, adolescentes aniñados y jovencitas ingenuas que le otorgan al bar un aire inexplicable, casi mágico.
La Giralda, por su parte, es el coto de caza de los hippies: músicos de rock, plomos —así se llama a los encargados de trasportar los instrumentos musicales—, fanáticos de Jimi Hendrix y artesanos de inusuales habilidades se dan cita en esa lechería para destilar lentamente la noche. Tienen bastante tiempo para eso: La Giralda es el último boliche que cierra sus puertas, a las seis y pico de la mañana, cuando un solcito tímido empieza a cambiarle la fisonomía a Corrientes. La Giralda es, también, uno de los lugares en que el vocabulario cotidiano se torna casi indescifrable: 'pálida' se usa para cualquier situación, persona o cosa desagradable, el verbo 'bancar' para indicar que algo o alguien puede ser tolerado, 'transa' para todo tipo de intercambio, incluso el amoroso, el adverbio 'totalmente' para dar énfasis a casi todo lo que se dice, 'copado' para calificar un estado de entusiasmo o algo que gusta mucho, 'seis' para todo lo que disgusta y 'loco' —últimamente desplazado por 'men' en los círculos más sofisticados— para llamar a todos los amigos.

A LA HORA DE LOS BIFES
El 'circo' —como se denomina, a veces despectiva, a veces cariñosamente a toda la fauna y flora de Corrientes— no sólo se dedica, por supuesto, a tomar café. Navegan largamente por las librerías, hojean casi todo y no compran casi nada (a los libreros consultados por Siete Días les fue imposible citar los títulos más vendidos entre los habitués "porque esos leen de ojito"), agotan las revistas políticas y los diarios La Opinión y La Calle en los quioscos de la zona y, a la hora de los bifes, comen fideos en Pippo, en Bachín, en Pepito o en Los Muchachos, los restaurantes elegidos por los cirqueros. Es que si bien sus espíritus suelen ser amplios —son jóvenes de clase media, muchos universitarios, con una buena cultura general—, sus bolsillos, en cambio, resultan mucho más estrechos y sólo toleran una incursión por los restaurantes más económicos de la zona o una escapadita hasta las pizzerías (Banchero, Guerrin, Serafín y Santa Inés son las preferidas) para dar cuenta de un par de porciones de muzzarella y un vino moscato. Eso sí, hojeando un libro, tironeando de una fugazza, saliendo del cine o apurando el último café de la noche, todos los habitués de Corrientes tienen algo en común, como si una mano misteriosa les sellara en la frente una marca que los diferencia de los porteños que picotean cada tanto —especialmente los sábados— en ese bohemio rincón de la ciudad. Ellos, con sus contradicciones, sus errores y sus bondades se ganaron, sin duda, la frase con que el novelista norteamericano Jack Kerouac definió a su mal tratada generación: "Son jóvenes, bellos, inteligentes. .. y están más locos que una cabra".

Rodolfo Andrés
Fotos: Daniel León
Revista Siete Días Ilustrados
25.11.1974
bohemia de la calle corrientes
En el planito se marcaron los lugares más frecuentados por los habitués y, por contraste, aquellos que jamás pisan. El criterio elegido fue el de la hora de cierre: figuran todos los que tienen abiertas sus puertas hasta las dos de la madrugada, por lo menos. No se señaló ningún teatro salvo el Municipal General San Martín—, pues los bohemios prefieren los cines, entre otras cosas porque son más económicos. Se indicaron, entonces, todas las salas de exhibición, incluso la del cine Los Ángeles, que es la antítesis de la zona: está dedicada exclusivamente a películas infantiles rodadas por Walt Disney. Los dos bowling señalados, el restaurante Popea y El Palacio de la Papa Frita son ejemplos de los lugares que la bohemia ignora olímpicamente. Los restaurantes Edelweis y Zum Bier están abiertos hasta tarde pero en general los frecuenta gente del espectáculo; son más caros que Pippo, Bachín o las pizzerías. pero cuando tienen algún pesito extra en su presupuesto, los habitués de la zona suelen visitarlos. La Confitería El Vesubio —especialista en helados de fabricación propia, lugar de moda en la década del 40— es un raro ejemplo de mezcla de todos los ambientes: tentados por el chocolate y la frutilla la visitan hippies, intelectuales y "extranjeros", como se llama a los no habitués. Los tres quioscos elegidos son los más surtidos de la zona (tienen todo tipo de revistas políticas) y los preferidos de los estudiantes.
bohemia de la calle Corrientes
 

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