Oscar Bonavena
Que hable el acusado

Oscar Bonavena

Indignado por la descalificación que marcó su derrota en el match contra Miguel Ángel Páez, Ringo encara su propia defensa. "Hubo tongo", sentencia. Y revela la importancia de la "esponja mojada", el fraude, las "sales sospechosas", el psicoanálisis, los "castigos de Dios" y los ramilletes de ruda



Para Oscar Natalio Ringo Bonavena (27, dos hijos, campeón argentino de todos los pesos que renunció al título en 1969), los escasos siete rounds que duró su pelea del sábado 10 con el marplatense Miguel Ángel Páez "fueron un ejercicio, una liviana práctica de puchingball". Los periodistas especializados que esa noche atosigaron el ring-side del Luna Park, en Buenos Aires, no opinan lo mismo: ellos sostienen haber presenciado una de las mejores demostraciones del ya veterano Páez y el desenfreno ciego, habitual, del ingenuo (boxísticamente hablando) Bonavena. Sin embargo, nadie —ni aun los más acerbos críticos del otrora aspirante a la corona mundial— pudo, luego del combate, desentrañar en sus comentarios el insólito desenlace de la riña. No había agonizado el primer minuto del séptimo round, cuando floreció un inesperado histrión sobre el ring: Páez sucumbía, aparentemente, a los dolores provocados por un fuerte golpe del divo Bonavena, quien había acertado a debilitar la articulación de la pierna izquierda del retador; "golpe prohibido", según los reglamentos argentinos, "de efecto retardado", para el médico oficial del Luna Park, Lionel Primavesi, quien no lo advirtió durante el combate pero supuso que había sido propinado en asaltos anteriores al controvertido séptimo round. Lo cierto es que, por segunda vez (la primera se registró en un match contra José Georgetti, curiosamente en Mar del Plata), Bonavena pierde una pelea por descalificación. Irritado, sin huellas visibles de la refriega y dedicado de lleno a prepararse para su próximo combate, también en Mar del Plata con José Menno, el pasado martes 13 Bonavena armó su guardia ante SIETE DIAS; luego de una ardua sesión de gimnasio descerrajó, en su descargo, una inflamada batería testimonial:
—¿Cree que le robaron la pelea?
—¡Qué pregunta! Seguro. Hubo tongo.
—¿A quién acusa?
—Yo no acuso a nadie. Sólo sé que el golpe bajo no existió. Como en la Argentina no hay boxeador que le pueda ganar a Ringo, Páez y sus managers apelaron al fraude. Le rasparon la pierna con todo, con la esponja mojada que es peor que una cajita de fósforos. Y claro, cómo no iba a tener un moretón. Mire (Bonavena empezó a frotarse vigorosamente el muslo con una esponja húmeda hasta hacer surgir una mancha roja que crecía a medida que exacerbaba su furor). ¡Pero quién se puede tragar esa infamia! Si peleara diez veces con Páez, lo mato nueve y la última, por lástima, se la dejo empatar.
—¿Qué razones tendría Páez para ganar esta pelea, según usted, indignamente?
—¿Usted sabía que me llamaron de la Flota Mercante? ¿No? ¿Sabe para qué? Para trabajar de salvavidas. Sí señor: Páez peleó conmigo por la plata. Y ahora, como tenemos que disputar la revancha, va a ganar unos pesos más. Fíjese: hace unos meses me vino a ver, muy humildemente, al gimnasio del Luna Park. "Ringo —me dijo—, por qué no me salvás. . . Si hacemos una pelea puedo embolsar unos pesitos". Y bueno, yo le dije que sí, que hablara con Tito Lectoure. En toda su vida de boxeador, Páez jamás llegó a reunir la plata que ganó el sábado pasado peleando conmigo. Que se lo metan todos en la cabeza: en box, el espectáculo se llama Ringo Bonavena; la gente viene a verme a mí, delira conmigo, las mujeres me aman, sueñan con mi físico, se mueren por mí. Y pagan. ¿Mil pesos la entrada? Muy bien, aquí están los mil. ¿Cien mil la entrada? Ni una palabra más, tome cien mil pesos. Con tal de verme, el precio es lo de menos. Por eso todo el mundo quiere pelear conmigo, porque yo soy taquillero. Pero es una vergüenza. Encima, me tengo que aguantar una derrota. Me parece que en este país se está llegando a la época del gangsterismo. Y no lo digo yo. No.
El diario La Nación, que el otro día cumplió cien años de vida y se puede decir que es un diario serio, lo señaló claramente: durante la pelea del sábado se apostaron casi 9 millones de pesos viejos a favor de Páez. Señores: yo pido una investigación. ¿Quién los jugó? ¿O los que lo jugaron no sabían que a Bonavena no le gana nadie?
—Así que usted cree que, de realizarse una nueva pelea con Páez, éste no resistirá su castigo.
—De eso ni hablar. Ese hombre está acabado. No será raro que, cuando nos enfrentemos de nuevo, los que apostaron a su favor el otro día apuesten por mí. Y entonces no se extrañe si al pasar volando una mosca cerquita de la oreja de Páez, éste se tire al suelo y pierda la pelea. Es un actorazo y le gustan mucho los mangos.
—¿Cuál fue su bolsa?
—La mía, unos cuatro millones de pesos viejos. La de Páez, dos millones. Pero se la tendrían que haber quitado, por desleal. Lo que hizo no debería permitírsele a un púgil profesional.
—¿Cómo vio usted el desarrollo del combate desde dentro del ring?
—Ya se lo dije antes. Para mí, la pelea fue un paseo. Cada round fue un calco del anterior: yo a la ofensiva, él a la defensiva. Sin embargo, debo reconocer que cometí errores: lo perseguí por todo el cuadrilátero en vez de encerrarlo y matarlo a golpes. Eso es grave: yo parecía un caballo de calesita, dando vueltas alrededor de ese hombre al que sólo le interesaba aguantar. Porque esa era su filosofía antes de la pelea: aguantarle diez rounds a Bonavena significa triunfar. Pero no habría podido llegar al final, estoy seguro. Estaba quebrado. Ya en la quinta vuelta me di cuenta que no podía respirar. Parece mentira pero estas cosas sólo pasan en nuestro país: el sábado ganó el tipo que estaba sobre la lona.
—¿A usted lo perjudica mucho esta derrota?
—Para nada. Los más perjudicados fueron Tito Lectoure y el público. Uno porque dio mal espectáculo y el otro porque me vino a ver a lo largo de diez rounds y sólo disfrutó siete.
—Sin embargo, la mayoría de los críticos coincidieron en señalar que Páez es un eximio técnico, casi un estilista.
—¡Por amor de Dios! Es un muerto de hambre.
—Pero no un mal boxeador. Tiene oficio. Anuló con muy buen juego de cintura sus mazazos furibundos, lo neutralizó en el cuerpo a cuerpo, lo supo mantener a distancia En fin: hizo una buena pelea.
—Lo menos que se le puede pedir a un fondista del Luna Park es que no sea un paquetón. Yo no dije que Páez es un desastre como boxeador. Simplemente, es mediocre. Por eso me gusta boxear con los norteamericanos. Allá no hay tu tía. Se lucha hasta el final. Si el boxeador está groggy, si ya no ve más allá de sus narices, recién entonces abandona la pelea. ¡La abandona! No busca ganarla con malas artes.
—¿Cuáles son sus planes inmediatos?
—Tengo programada para el 11 de febrero una pelea con José Menno en Mar del Plata. Espero que no se repita lo de Páez; Menno es mejor boxeador. De todas maneras, si no recibe ayuda de afuera como el otro, ya gané.
—¿A qué ayuda se refiere? .
—Yo prefiero no hacer nombres. Porque además de lo que se fraguó con la hematoma, hubo cosas raras; después del segundo round, Páez no daba más. Ahí le empezaron a dar sales. Y tengo miedo de que en lugar de sales fuera otra cosa. Uno nunca sabe. No digo que estuviera dopado, pero alguien más que yo debe haber visto sus ojitos cerrados, soñolientos. . .
—Esa es una acusación muy grave.
—Ojo. Yo no acuso a nadie de nada. Pregunto: ¿cómo hace un tipo acabado para aguantarle siete rounds a Bonavena? Que otros llenen el interrogante. Señor: yo tengo puños de hierro capaces de destrozar a un elefante. Y no gano mis peleas con mentiras.
—Suponemos que es cierto. Usted tiene una inusual potencia en los brazos, en las manos. Pero también es cierto que es un desaforado, un enceguecido. ¿Está seguro de no haber cometido errores garrafales contra Páez?
—Yo no cometo errores. Yo tengo la verdad. ¡Cómo me puedo equivocar con la plata que tengo!
—El dinero no lo convierte en un buen boxeador.
—No, era un chiste. Soy un loco arriba del ring, es verdad. Pero ese es mi temperamento. La gente no me entiende: mi estilo se asemeja al de los grandes gladiadores. Soy un luchador moderno, rescato para el público lo que el box tiene de espectáculo masivo. Y soy psicólogo: por lo que hago, la gente me sigue.
—¿Nunca pensó en psicoanalizarse?
—Seguro. Últimamente estuvimos hablando con mi mujer de ir a ver un psicólogo. Yo creo conocer mucho a la gente (siempre está esperando que uno tropiece para reírse),
pero me parece que no me conozco mucho a mí. Me haría bien un psicólogo, ¡cómo no! Me serviría para ganar más plata todavía.
—¿No despertó sus celos la programación de la pelea Ellis-Peralta?
—No, para nada. Dios castiga sin palo y sin rebenque. El no quiso que Peralta peleara con Ellis, porque Peralta no es una buena persona, y la gente mala, a la corta o a la larga, recibe su castigo. En cambio, los buenos, los que estamos a la derecha de Dios, siempre ganamos. Por eso creo en Dios, porque es justo. Además, creo mucho en la ruda, me ayuda a salir airoso cuando me enfrento contra los malos que hay en el mundo.
—No lo ayudó mucho contra Páez. ¿O Páez no es malo?
—Lo que pasó es que me olvidé de llevar la planta al Luna Park. Me parecía tan fácil la pelea que cometí el error de no encomendarme a la ruda.
—Tal vez, su derrota con Páez lo haga perder posiciones en el ránking mundial. ¿Qué hará para impedirlo?
—En marzo me enfrento en Buenos Aires con Max Foster (norteamericano, octavo en el ránking) y lo voy a hacer puré. Será mi respuesta a la Asociación Mundial de Boxeo.
Revista Siete Días Ilustrados
19.01.1970

Oscar Bonavena

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