Estaba por fin en ese desconocido, silencioso
lugar para consumar un destino antes indescifrable y ahora revelado.
Se sorprendió de su propia tranquilidad: un hombre de piedra (la
mirada fría, palpable la pesada pistola), atentísimo a las próximas
señales del estrago. Arrancado de la cama, Romano se encerró en el
vestíbulo con ese extraño huésped que invocaba —para justificar el
encuentro— el nombre de una escribanía porteña (Quizás no hubo lugar
para la sospecha porque el estanciero era uno de sus clientes). El
diálogo —pausado primero, como en las fintas prologales del boxeo—
mudó muy pronto en disputa airada y siete disparos —las primicias
del arma empuñada por Crocco— quebraron el bucólico sosiego. El rico
hacendado cayó en la andanada inicial con la cabeza destrozada.
Mario Sebastiani, un joven amigo de la casa, tuvo mejor suerte: un
balazo —no mortal— en el estómago frenó sus afanes pacifistas
(Dormía en un cuarto lindero y con el traqueteo corrió a desarmar al
agresor). Pero aún hubo tiempo para la piedad: arrodillado en un
charco de sangre, Crocco se persignó, y rezó un Padrenuestro antes
de suicidarse. Recostado contra el marco de la puerta, Francisco
(10), el hijo mayor de Romano, se desorbitaba ante tan macabra
visión. De este modo, cruel y dramático, Norberto Crocco (28) —un
vecino de Palermo estudiante de abogacía— selló herméticamente el
móvil que lo impulsó a rematar al padre de cinco criaturas.
ENIGMA PARA SABIOS. La tragedia de Mar Chiquita —un galimatías
aparentemente indescifrable— ha desatado mil hipótesis con toques
más o menos fantásticos. Quizás el caso hubiera sido uno más dentro
de la rutina policial de no mediar un extraño hallazgo: Crocco
atesoraba en su camioneta explosivos y detonantes "como para volar
una manzana". La proximidad de un enclave de la Fuerza Aérea —la
base de lanzamientos de cohetes— permite suponer a Crónica audaces
propósitos terroristas del intruso. Así, su téte a téte con Romano
respondería a un claro, preciso objetivo: obtener del hacendado
(único civil autorizado a retozar por los predios aeronáuticos) las
llaves para ingresar a la base. Si Crocco actuó solo —razonan los
adictos a la tesis del terrorismo— debe haberle costado mucho
pertrecharse. Entre los hallazgos se contabilizan también un
silenciador (artículo de colección), una agenda cuyas anotaciones
darían la idea de un célula, una mochila con alimentos para quince
días y una manta del ejército. Clarín adhiere a la propuesta de
sabotaje, una especie de plan suicida tipo comando, y concluye:
"Crocco estaba igualmente dispuesto a eliminarse en razón de que
dentro de la base no habría tenido escape posible. Esto explica el
grado de tranquilidad —evidencia de una meditada actitud— con que
Crocco asumió la decisión de pegarse un tiro al ver que fracasaba el
propósito de contar con la forzada complicidad del estanciero
Romano."
CARA O CECA. Datos aportados por un sinfín de
testigos crean una imagen contradictoria de los dos muertos. Romano
sería un hombre bueno, cordial, padre de familia observante,
ferviente católico, apolítico, cumplidor en los negocios. Su otro
costado ofendería a los moralistas: ególatra, mujeriego, reacio a
saldar cuentas. Su nacionalismo, además, abrevaría en las sentinas
neofascistas. Algunos memoriosos recordaron que Romano cedió a
Leopoldo Torre Nilsson la pileta que corona un departamento de su
propiedad al 3 mil de la avenida Figueroa Alcorta. Fue para rodar el
film La Terraza. El estudiante Crocco (apenas dos exámenes lo
separaban del título de abogado) era prácticamente desconocido en el
barrio. "Usted sabe, él y su familia es de esa gente que no se dan
con nadie" —susurró el quiosquero Antonio Místere, vecino suyo—. "Lo
poco que sabemos es que el padre tiene un taxiflet y que la madre es
una mujer de su casa" —acotó con hispanas inflexiones el remisero
Manuel Sarenda, otro notable de la cuadra—. En la casa familiar —al
1100 de Julián Álvarez— un portazo cortó toda comunicación con
Panorama. "No queremos saber nada con el periodismo", maldijo tras
los visillos una pálida, y demacrada mujer. Mejor suerte tuvo el
cronista de La Razón cuando, a pocas horas del crimen, pudo recoger
de boca de Noemí Crocco (26) —casada con un teniente del Ejército—
sensacionales declaraciones. "Mi hermano —dijo— no llevaba
explosivos en la estanciera, sino que la policía interviniente en el
caso los encontró en el propio campo de Romano". Anima-la de
fraternales sentimientos, la Crocco no vaciló en embadurnar a
Romano: lo acusó concretamente de contrabandista y aclaró que a su
hermano le debía desde hace mucho tiempo varios millones de pesos.
"Así logró sumirlo en la desesperación" —lloriqueó—. Era tan derecho
que al no poder volver con las manos manchadas de sangre optó, por
respeto a su familia, por suicidarse."
TE ACORDAS HERMANO.
"Yo fui compañero de Crocco en el secundario" —reveló a Panorama
Santiago Di Pace (26) un aficionado a la fotografía que vive en
Córdoba y Julián Álvarez—. Estudiábamos en el Nicolás Avellaneda y
lo recuerdo como un tipo medio liero, del grupo de los ratas —como
yo— y alumno del montón. Era un fanático de las armas y sé —porque
siempre hablaba de eso— que en su casa las coleccionaba. A cada rato
andaba organizando excursiones de caza. Una tarde, en el Tiro
Federal, me propuso robar un máuser. El sistema era bastante
complicado, yo debía entrar con una funda vacía dentro de la cual,
para disimular, había un palo de escoba. Tras una matufia con las
chapitas de control —que por arte de magia nadaban en sus bolsillos—
yo debía escabullirme por otra puerta con el arma al hombro.
Obviamente, le pregunté por qué no se arriesgaba él y muy fresco
respondió: "Pero avivate Santiaguito, no ves que a mí me tienen
junado".
CHERCHEZ LA FEMME. Para los investigadores, una
punta del ovillo está en saber quién fue el nexo entre Crocco y
Romano, desconocidos entre sí hasta que la muerte los enfrentó. El
asesino —deducen— estaba informado por alguien en qué escribanía
operaba Romano. Mencionarla era una especie de pasaporte para
acceder al estanciero. La Razón, sin desechar un móvil subversivo, ha
adelantado sus propias conclusiones: una misteriosa mujer, "antigua
amistad del hacendado y reciente intimidad del estudiante", habría
sido el enlace. Por ahora, en esta trilogía —y el sobrevuelo de una
avioneta en el momento del crimen— parece estar la clave del extraño
caso. Un enigma digno de Sherlock Holmes.
Antonio Romano: Un
señor rural Tres años atrás, dos jóvenes expertos en cámping
fueron invitados por Antonio Romano a su estancia. Uno de ellos —que
obviamente pidió la reserva de su nombre— aceptó revelar a Panorama
algunos entretelones de aquella visita. "A Romano lo conocí en
octubre de 1967, cuando cayó al negocio en busca de asesoramiento:
pensaba instalar un cámping modelo en su campo de Mar Chiquita. Pero
eso no era todo. Soñaba, además, con trasformar aquel páramo en una
suerte de Miami Beach criolla, aprovechando la laguna lindera. Una
serie de canales le iban a dar a la zona —baja y fácilmente
inundable— el aspecto de un gigantesco damero. En el centro de cada
lote se edificarían majestuosos chalets rodeados de jardines. Una
propuesta hasta entonces inédita para satisfacer el afán de status:
los adquirentes podrían darse el lujo de anclar su yate a pocos
metros de su casa. En definitiva, algo muy parecido a lo que después
hizo Bitito Mieres en San Isidro con su Boating Club. Romano preveía
una donación de terrenos para promover el loteo. De su generosidad
se beneficiarían distintas instituciones de bien público o clubes
vinculados con la caza y la pesca. Para el cámping ya tenía
reservado si sitio: un monte de eucaliptus, alambrado por medio con
el camino que lleva a Mar del Plata. El proyecto de Romano era
muy lindo, pero carecía de la infraestructura necesaria: apenas
contaba con una arboleda y unos baños de morondanga. Faltaba, en
cambio, agua y un camino de entrada. De yapa, los mosquitos podían
provocar la huida del más sufrido. La gente no iba a largarse porque
sí hacia esos médanos, máxime teniendo más a mano —y ya en marcha
—otros cámpings en Chapadmalal o Villa Gesell. Además, no son tantos
—por ahora— los argentinos que se dejan tentar con la idea de pasar
el verano bajo una carpa. En síntesis, el plan de Romano era poco
rentable: exigía una inversión varias veces millonaria. Tantos
peros se los puntualicé a Romano durante un week-end en su estancia,
pero no parecía demasiado convencido. Debe haber pensado que yo era
un contrera barato. Hasta me llevó al Automóvil Club para averiguar
si Vialidad Nacional tenía dispuesto asfaltar la ruta 11 que pasa
cerca del campo. Realmente era un tipo muy especial: el ejemplar
típico del empresario argentino hecho a los ponchazos. Aventurero,
emprendedor' tenaz. Su fortuna comenzó a amasarla en el ramo
maderero. En Juan B. Justo y Darwin tenía un enorme aserradero. Toda
la manzana era suya y un buen día le picó la mosca de los negocios
inmobiliarios: sobre la calle Darwin levantó dos edificios de
departamentos que luego vendió. Un simple hecho da la pauta del
entusiasmo de Romano: todas sus empresas las bautizó con su nombre y
apellido. La estancia de Mar Chiquita se administra bajo la sigla
ARSA, una feliz combinación que se descifra así: Antonio Romano
Sociedad Anónima. En pleno centro de Buenos Aires —al 300 de
Florida- hay otra ARSA que presta dinero. Pañuelos y camisas
también lucían las iniciales de su propietario. Eso me quedó
grabado. Eran dos letras que asomaban por todas partes en Mar
Chiquita: hasta en la vajilla y sobre el respaldo de las sillas.
Cuando él me llamó para asesorarlo, pensé cándidamente en una
estimulante retribución. Pero, como en el tango muy pronto me reveló
la cruel verdad: mi trabajo como proyectista lo consideraba como
aporte a la futura sociedad. Juanita —una gallega sesentona a la
que él tuteaba— nos servía la mesa. Ella y su marido oficiaban de
caseros. Durante la comida Romano repetía que a la gente asalariada
había que tenerla bien. "En mi estancia la peonada tiene televisión
en cada puesto". No digo que fueran mentiras (aunque no me dediqué a
comprobarlo), pero tanta largueza se contradecía con lo que yo mismo
vi en su aserradero. Al que lo tenía al trote era a un ingeniero
agrónomo que andaba por el campo metido en un estudio de suelos. No
sé cuánto le pagaría, pero ese sí que marcaba el paso. La clave de
Romano para mejorar la zona y adaptarla a sus delirios urbanísticos
hubiera hecho las delicias de cualquier experto: "Todo lo que es
bajo hay que subirlo —decía—, y todo lo que es alto hay que
bajarlo." La última vez que tuve contacto con Romano fue en forma
indirecta. Menos mal; me hizo quedar como chancho. La cosa fue así:
unas pibas norteamericanas amigas mías vinieron a verme. Querían
conocer una estancia argentina y a mí no se me ocurrió mejor idea
que enviárselas a Romano con una tarjeta de presentación. Las chicas
iban con la idea de encontrar a un señor de las pampas, de botas y
bombachas y montado a caballo. Pero fue muy distinto: se apareció
con un auto flamante, dos tipos y una mujer arriba. La visita al
campo se pospuso con la promesa de una gran pachanga en Mar del
Plata. Alcanzaron a ir a una boíte y en cuanto pudieron se
escabulleron. Al otro día me querían sacar los ojos."
Revista Panorama 02.02.1971
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Nadie detuvo a Norberto Crocco
cuando el miércoles 20 —a la hora de la siesta— cruzó con su
camioneta la tranquera de la estancia Mar Chiquita. El
viento del mar silbaba entre las copas de las casuarinas y
una bandada de gallaretas se alejó volando alto sobre la
laguna, vecina. Ya en el casco pidió hablar con Antonio
Romano, el dueño de esas tierras arenosas que llegan hasta
el Atlántico. Un peón lo introdujo en la casa y allí,
mientras aguardaba de pie a su interlocutor, supo que todos
los plazos se habían cumplido.
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