REPORTAJE AL HOMBRE GRIS DE BUENOS AIRES
Julián Centeya, masajista y poeta
Apelando a su habitual, curiosa parla lunfardesca, el popular vate porteño rescata la sus fantasmas particulares y traza una especie de memoria y balance de Buenos Aires, donde la ternura es el perfil más destacado

Julián Centeya
Dueño de un lenguaje fuertemente melancólico, mechado casi siempre con frases de extramuros, Julián Centeya, a los 62 años, pasa a ser el más alto poeta viviente de la lunfardía porteña. Un long play recientemente editado por el sello Azur —Julián Centeya entre prostitutas y ladrones— da prueba de ello. Inagotable caminador de Buenos Aires, su memoria es algo así como un detallado inventario de boliches, de anécdotas jocosas y de tiernos, es decir tristes, pensamientos. Irónico prosista, de estilo paciente, cincelado al modo de los orefici florentinos, JC terminó por convertirse en un símbolo: su nombre, en efecto, no puede ser soslayado cuando se habla de la socarrona poesía ciudadana. Claro que él se resiste a ser un mito; por eso, tal vez, es que esgrime esa extraña costumbre de presentarse con un título lapidario: "Julián Centeya, masajista y poeta", suele bromear invariablemente cada vez que da la mano, cálida, siempre dispuesta al apretón solidario. Conversar con este enigmático personaje de Buenos Aires, como lo hizo un redactor de Siete Días la semana pasada, es como adentrarse en la intimidad de un tiempo que ya no existe. Por eso, precisamente, es que su testimonio adquiere un cierto valor ineludible, lúcido testigo de su época, Centeya es —además— un narrador admirable, rodeado de bullangueros fantasmas parlanchines, que no vacilan en apelar a sus más añejos recuerdos para armar una crónica sabrosa, donde la cronología cede paso a la juguetona, chispeante picaresca criolla.

LA ÑATA CONTRA EL VIDRIO
La gran mayoría de los porteños de antes y de ahora —aquellos que trajinaron la Corrientes angosta y los que se esfuman actualmente por la sofisticada y galerín-tica avenida Santa Fe, es decir, los que hicieron de él un símbolo— ignoran que bajo el porteño seudónimo de Julián Centeya se esconde un temperamental italiano, oriundo de Parma, y que encima carga con el peninsular nombre de Amleto Vergeati. En efecto, su padre —diputado, obrero y periodista de barricada— debió emigrar del terruño cuando su hijo contaba 12 años de edad: enemigo casi personal de Benito Mussolini, el fogoso parlamentario se vio obligado a embarcarse para evitar la ira y el brazo armado del Duce.
"Mi viejo —memora Centeya— era un tipo formidable. Recuerdo que cuando yo tenía unos 9 años acostumbrábamos salir los dos juntos a dar largos paseos. Un día, como me había sacado buenas notas en la escuela, me dijo: Prepárate porque esta noche te voy a llevar al teatro. Yo me puse contento y, efectivamente, a la nochecita me agarró de la mano y me llevó como me había prometido. Nunca lo voy a olvidar, pues esa noche la compañía de Parma representaba El Infierno, de Barbusse. No dormí por una semana..., tenía un carácter volcánico mi viejo".
Claro que no todas sus experiencias infantiles fueron tan tremendistas. El viaje en el Conte Rosso, el delirio del mar, el encontrón con un Buenos Aires rumoroso (donde tan sólo circulaban 6.900 automóviles particulares, 8 mil taxímetros, 75 ómnibus y 700 motocicletas: era 1922) influyeron en la imaginación del pequeño Amleto. "Apenas si pude tomar contacto con la calle esa primera vez que vi a Buenos Aires. Pero en seguida supe, sin que nadie me lo dijera, que yo pertenecía definitivamente al mundo de Corrientes, al trocén".
La familia Vergeati, como tantos otros inmigrantes, no conocía a nadie en la Argentina. "El único que en seguida se encontró como en su casa fue el perro, que habíamos traído con nosotros en el viaje para no dejarle nada a Mussolini; apenas se bajó del barco encontró a un fratello de raza, se olieron, se gustaron y se hicieron amigos. En cambio a mi viejo le agarró una tristeza infinita", evoca Centeya.
El drástico alejamiento del terruño no parece haber significado un desarraigo profundo en Amleto, pues las calles de la ciudad (recorridas en ese año por 1.800.000 habitantes, según informa el censo de esa época) se le metieron dentro de las venas y se afincaron definitivamente en su sangre. "Primero nos fuimos a Córdoba, a la localidad de San Francisco —dice—, para volver a Buenos Aires después de un año. Nos instalamos en el barrio de Saavedra, en la calle Manzanares al 3500, donde vivimos cinco en una pieza. Algunos meses después nos mudamos a Boedo, cerca de Maza y Garay, a unas pocas cuadras de donde vivía Homero Manzi. Me hice amigo de él y parece que mi destino era ir de rebote en rebote acercándome a la esquina de Boedo y Chiclana, que para mí es como un país entero. Gente buena, trabajadora, barrio de herrerías, corralones y carreros. Las casas allí eran de grandes patios y siempre las llenaba esa música gangosa de los fonógrafos o el rumor de los organitos tangueros que se les filtraba desde la calle", poetiza JC.
Boedo es, también —o al menos lo fue en otra época—, reducto de humosos cafés con billares, que eran como un insoslayable imán para Amleto. "Al principio me pasaba las horas enteras rondando los bares de Boedo. Me imaginaba que dentro de ellos había un mundo fantasmagórico y prohibido. Era mirar uno de esos oscuros cafés, de humo espeso, y el bobo —es decir, el corazón— se me ponía a latir con fuerza. Cuando tuve 16 años por fin pude entrar a uno de esos fecas. Recuerdo que tenía un nombre significativo: se llamaba La Puñalada. Pero cosa rara: algunos años después, como si el nuevo propietario quisiera redimirlo de su pasado malevo, lo bautizó de nuevo y lo llamó La Paz; nunca volvió a ser lo que era. Más tarde, todavía, se trasformó en El Café de Huracán. Al lado estaba el almacén Del Amor, regenteado por un individuo que se llamaba Fructuoso Cuervo. Justo enfrente quedaba la farmacia de Pérez, un sujeto que llevó la misma gorra durante 30 años", contabiliza el memorioso Julián Centeya.
El café y la barra de la esquina fueron, a los 17 años, la más fuerte pasión del Itálico, ya aporteñado, adolescente. "Éramos un puñado de muchachos esquineros donde no faltaba el gordo, el chueco, el rengo, el petizo y el lungo. Ahí aprendí e impartí las primeras lecciones de lunfardo. Nuestro lenguaje era una pura afectación: para decir que nos íbamos solos, por ejemplo, anunciábamos que nos las 'pirábamos chantarela'. Dábamos vueltas las palabras, decíamos 'celma' por almacén, 'davi' por vida, 'gremu' por mugre, 'ñorica' por cariño y 'gocie' por ciego", gramatiza el popular poeta porteño.
Quizá la actual ternura que se escapa de todos los gestos de Julián Centeya haya nacido en esa época. También es posible que la descuidada tristeza que suele invadirlo junto con un permanente miedo a la muerte, leve pero tenaz) tenga su origen en esos tiempos. De cualquier forma, hay episodios que deben haber quedado soldados en su mente con fuerza de espanto. "Los primeros dolores siempre llegan temprano —supone—. Un día de bronca y trompadas al Flaco del grupo le volaron un ojo de una pedrada. Nos quedamos casi mudos por un mes; ya no podíamos ni jugar a la pelota en la cortada de San Ignacio. Ya de grande lo volví a ver al Flaco con un solo ojo: no le pude decir nada, pero él supo, sin embargo, que tenía toda mi solidaridad, mi cariño, mi ternura", se emociona Centeya.
Por supuesto, el shock no fue permanente y los partidos de fútbol —muchas veces con pelotas de trapo, casi nunca con una de cuero— volvieron a desovillarse sobre los lustrosos adoquines de Boedo. Amleto, de físico recio pero breve, era —según las mentas— un endiablado gambeteador con férrea vocación para el gol. Claro que su compañero de ala era nada menos que Bernardo Gandulla, un malabarista del dribling que algunos años después deslumbraría a los fanáticos de Boca.
"En esa época Buenos Aires ya tenía aspiraciones de única —decide Julián Centeya—. La vida se desarrollaba con acción vertiginosas En todos los barrios, por ejemplo, se imprimían en cualquier momento unos boletines escandalosos, llamados de última hora, en los cuales se explotaban crímenes y robos: Boedo no era una excepción y también tenía su pasquín. Lo vendían y voceaban por la calle una serie de muchachotes patibularios, armados con las más filosas de las gualén —vesre de lengua—; gritaban: 'Boletín de última hora, con la muerte de María Pérez, víctima de la partera Luisa Rodríguez', y cosas por el estilo. Con ese gancho de prohibidos abortos los malandrines esos agotaban la edición", elogia JC.
Cuando le llegó la hora de dejar los ociosos cafés de Boedo, Amleto Vergeati se instaló en el centro de la urbe —en el trocén, como gusta decir— donde su figura pronto se hizo popular. Sin embargo, todavía no habían pasado los desmesurados momentos de su rabiosa bohemia. Como quería ser periodista —además de corredor de motocicletas, pasión que lo llevó a competir con figuras de gran renombre, como Tadeo Tadía y Osvaldo Salatino—Julián Centeya tuvo la ocurrencia de estudiar taquigrafía. "Claro —confiesa— que no me sirvió para nada; más tarde me di cuenta de que con un poco de memoria y algo de ilustración se puede ser un buen periodista. De cualquier forma —estima—, me vino bien ser taquígrafo, pues con esta profesión me pude ganar la vida después de abandonar el colegio secundario en cuarto año. Todo esto me sucedió, por cierto, mucho antes de ser cafiolo y después de haber yugado como bibliotecario en la Sociedad Argentina de Actores".

UNA ECOLOGIA REA
A los 24 años Amleto Vergeati se instaló en la redacción de Critica —ese mitológico diario fundado por Natalio Botana, escuela de curiosos periodistas y refugio de poetas en la mala— y ya no abandonó jamás ese oficio de escribir, donde ya había descollado su padre, en la Parma nativa. Por ese entonces podía vérselo acompañado por un fotógrafo de apellido Martínez, extraño personaje que se hizo famoso por ser el único polizón que debió soportar la Fragata Sarmiento, con la cual dio la vuelta al mundo para enrolarse en la Legión Extranjera. Centeya ocupaba, o compartía—según anduvieran sus finanzas—, un refugio abroquelado en Corrientes 1262, en un edificio que en la noche porteña de esos años recibía el nombre de "El Palomar".
Cuando se refiere a esa singular pajarera, JC transita por un inesperado andarivel cientificista. "Era una casa ecológica —define—, poblada por actores, periodistas, canfinfleros y prostitutas. Por cada tipo decente que vivía allí había un chorro o una 'hortera'. Así, de ese modo, se preservaba el equilibrio del medio ambiente. Allí conocí a un individuo misterioso y siniestro, que tenía un ojo de vidrio y se llamaba Cayetano Epifanio. Este tipo tenía un comité político propio, instalado en la esquina de Paraná y Tucumán y me empleó de taquígrafo. Se dedicaba a comprar libretas de enrolamiento y a vender los votos de sus amigos al partido que mejor se los pagara. A veces era socialista, conservador de a ratos y las más de las veces radicheta. A Don Cayetano no le importaban las ideas, le bastaba con ñaparse algunos mangos", lunfardiza el poeta.
Esa panoplia de picaros frecuentada por JC se completó con los Bohemios intelectuales de turno, como Mario Rada, junto a quien Centeya escribió sus primeros ejercicios escénicos, dentro del género del bataclán, que se representaron en el proscenio del Cosmopolita, un teatro donde las muchachas iban vestidas de nada y donde los parlamentos estaban siempre teñidos de verde.
"Fue ahí —exagera Centeya— donde me hice medio Cafirulo. Resulta que en ese teatro había una bailarina, una bataclana, como se estilaba decir por entonces, que era una hermosura y que se llamaba Blanca. Bueno, esa muchacha fue mi primer amor comercial; digo eso porque yo la quería sólo un poquito y ella me ayudaba a pagar la pensión mistonga de El Palomar", se avergüenza, pero no demasiado, el aún donjuanesco Julián.
Según da cuenta él mismo, Amleto fue un hombre de grandes, sulfúricas ternuras. Circunstancia que no le impidió, más tarde, ser un marido casi fiel y perdidamente enamorado. "Tuve, en efecto, un par de palometas a las que bajé a fusilazos, pero siempre estuve prendado de mi mujer, que era una gran muchacha y con quien viví en completa felicidad durante 19 años. No tuvimos hijos porque ella, por un problema orgánico, perdió mellizos de 6 meses. Eso, después, le provocó numerosos trastornos que le hicieron perder la alegría para siempre y también la juventud, razón por la cual se volvió un tanto agresiva. Yo supe comprenderla hasta que murió y ahora, tal vez definitivamente, ya tengo muchos años como para andar pensando en pulsar otra vez la guitarra", musicaliza Centeya, alejando con una humorada los vahos de esa tristeza implacable que lo ronda en cada momento.
Quizá por eso mismo es que vuelca todo el cariño de que es capaz en las piedras mitológicas de ese Buenos Aires que sólo existe en su memoria. Tenaz, obsesivamente —con pasión arqueológica— va citando las encrucijadas que componen una vicaria crónica ciudadana, que sólo adquiere importancia debido a la ternura de quien la relata. Son cosas mínimas, insignificantes, que aisladas de contexto hasta pueden parecer tediosas; sin embargo, de pronto adquieren una dimensión inusitada: ocurre que la vida misma suele componerse de memoria y olvido. Rescatar, entonces, los instantes cotidianos del pretérito es como negarse a ser aniquilado. Eso es lo que le sucede a Centeya, afincado en una lucha mortal contra la muerte que, a la larga, como él lo sabe, habrá de derrotarlo.
"Para mí —aclara— ser porteño es un estado de comodidad, como quien se acuesta en el mismo catre todas las noches y le resultan familiares las formas del elástico y del colchón. Yo no me concibo en otra ciudad que no sea esta tengo miedo de morirme fuera de Buenos Aires: sería una torpeza que ni yo mismo me perdonaría". Por eso, para seguir permaneciendo, señala una a una las esquinas de una ciudad que trajinó hasta en sus más escondidos rincones. "En Canning y Guatemala —indica— había un viejo almacén con despacho de bebida que se llamaba La Tachuela. En ese estaño nos acodábamos de vez en cuando con el actor José Gola; una noche que salíamos de ese boliche, con poco equilibrio y humores aumentados, nos encontramos Gola y yo con un perrito abandonado: estaban tan lindas las estrellas que no lo pudimos dejar en la calle y le dimos nuestro cariño. Sacamos una moneda y nos sorteamos el perro a cara o ceca. Me tocó a mí y le puse por nombre un apellido: lo llamé Gola, porque tenía los mismos ojos tristones de mi amigo".
Las citas esquineras, desde luego, no se agotan fácilmente: "Caseros y Rioja era un buen cruce para esperar a Enrique Santos Discépolo, que vivía a la vuelta. Muchas madrugadas el trasnochador Juan de Dios Filiberto llegaba hasta allí cargado con su armonio portátil, en el cual tocaba horas y horas para deleite de una barra compacta, en la cual yo era el menor de todos". Como si aún no fueran suficientes las evocaciones de célebres ochavas, Centeya cita la esquina de "Mercedes y Avellaneda, donde daba vuelta el tranvía 99 y los guapos se rascaban el cogote contra los árboles". Cerca de allí novio con una muchacha de trasparente belleza —según dice— que para acentuar la palidez de su rostro solía beber vinagre, al estilo de las más elegantes señoras de París, de acuerdo con los consejos de las mundanas revistas de entonces.
A pesar de ser un pertinaz inquilino del pasado, JC no descuida un vago perfil modernista: "Ahora —supone— los muchachos tienen más oportunidad de alternar y comunicarse con la gente mayor. Antes, en cambio, un chico de 18 años no se animaba a pedir fuego a otro de 20. Es que en mis tiempos vivíamos llenos de temores y éramos más cínicos y escondedores. Hoy la purretada tiene más libertad. Pero yo soy un hombre que sigue encantado por el ayer y continúa frecuentando sus eternos fantasmas" .
Quizá el más significativo de todos ellos sea la limpia amistad que lo unió con Eva Duarte, cuando ésta ensayaba sus primeros pininos cinematográficos. "La conocí cuando trabajaba yo en un semanario llamado Cine Argentino. Una vez le hice un reportaje y desde entonces quedamos amigos para siempre. A mí se me ocurrió hacerle una tapa de la revista con ese fabuloso jugador de fútbol que era Baldonedo; Evita, que era una muchacha extraordinaria, se calzó unos pantaloncitos cortos y ofició de arquero, deteniendo un supuesto cabezazo del crack con una encantadora sonrisa. Como se ve, la idea de retratar a las actrices con las estrellas del fútbol no es una invención moderna sino un truco que se me ocurrió a mí, allá por el año 1939", remacha Centeya.
Este último recuerdo pareció abrumarlo. Su departamento de soltero —en Paraguay al 3300—, lleno de objetos, donde se derrama una verdadera ferretería de recuerdos acopiados pacientemente, se queda silencioso. El aire adquiere una especie de brillo mágico y afuera la cuidad estalla en un aquelarre de ruidos metálicos, casi insolentes. Julián Centeya, "el hombre gris de Buenos Aires", se queda solo, esperando derrotar a la muerte (es decir, al olvido), a fuerza de memoria, de pura y astuta memoria. Los versos que culminan uno de los poemas (En cana) de su reciente longplay se alzan como un símbolo de ese desenlace trágico: "La suerte me empaqueta de zarpada / y espero una aliviada en la sentencia. / Batile al pibe que me fui de viaje / pórtame entre otras cosas algún traje. / Yo me la aguanto. / Vos, tené paciencia".
Daniel Pla
Revista Siete Días Ilustrados
11/12/1972

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