ACERCA DE UNA REUNION DE POLITICOS
CARTA DE UN ARGENTINO ASUSTADO HABLAN OCHO
CIUDADANOS
Una revista convocó a un grupo de políticos de
viejo cuño para una charla sobre la
actualidad. Lo que se dijo en esa charla
preocupó profundamente a un argentino de buena
memoria. Tanto, que volcó su preocupación en
una carta. La carta tiene que ver con lo que
pasó en el país entre mayo de 1973 y marzo de
1976, con caras conocidas, con viejos esquemas
políticos y con el futuro del país.
Estoy asustado. Soy argentino, tengo 39 años,
soy casado (3 chicos), trabajo en una empresa
nacional y mi memoria es buena. No
excepcional. Simplemente buena. Acabo de leer
una nota en la revista "Panorama" de enero. Se
llama "Hablan ocho ciudadanos". Los ciudadanos
son, en realidad, políticos. Políticos
profesionales de mi país. A lo mejor es
necesario —para que esta carta no sea tomada
como parcial— que yo confiese mi posición
política. Pues bien. Tengo buena memoria, dije
antes. En consecuencia, mi posición política
es el desencanto. Eso puede hacerme pesimista,
es cierto. Pero tiene sus ventajas: también me
hace lúcido y me salva de "comprar buzones".
Vuelvo a la nota. Leo, perplejo, que en ese
reportaje, en ese diálogo, hablan Oscar
Alende, Raúl Alfonsín, Deolindo Felipe Bittel,
Juan Carlos Pugliese, Ángel Federico Robledo,
Enrique de Vedia, Néstor Vicente, Juan Carlos
Manes. Radicales, peronistas,
social-cristianos. Algunos, un poquito de
izquierda. Otros bastante. Algunos, de centro.
Todos, sin excepción, representantes de
partidos políticos que fueron gobierno o
fueron "socios" del gobierno. Que tuvieron la
oportunidad histórica de conducir el país
entre mayo de 1973 y marzo de 1976. Que
tuvieron los votos, la confianza, el poder, la
paciencia de los argentinos, todo a su favor.
Sus nombres, por lo tanto, equivalen a decir
Balbín, Illia, Frondizi, Perón, Isabel. En
esos tres años (y esto no es palabrerío, me
apoyan las estadísticas), por obra y gracia de
la acción política de esos hombres, de sus
filosofías, la Argentina pasó a país
subdesarrollado (a mí no me convence el
eufemismo "en vías de desarrollo"). Tres años
de ineficiencia, demagogia, balcones, bombos,
sindicatos fuertes y frases como "¿Para qué
queremos dólares?", o "Dios es argentino",
devaluaron casi 100 veces nuestra moneda, nos
obligaron a batir el record mundial de
inflación y nos hicieron famosos por una
estadística que avergüenza. Buenos Aires es,
después de la capital de Uganda, la ciudad del
mundo donde los salarios son más bajos. En
cualquier manual de escuela primaria
encontramos datos trágicos: sembramos menos
trigo que en 1920, producimos menos petróleo,
descendemos en todos los rubros. No es todo:
también perdimos prestigio internacional,
deambulamos por el planeta en busca de
créditos y la prensa mundial sólo se ocupa de
la Argentina cuando una bomba mata una docena
de personas. Por supuesto, de esto no tiene la
culpa el destino. Los culpables tienen nombre
y apellido. Sin embargo, en la nota que acabo
de leer, Oscar Alende dice: "Hay que afrontar
con intrepidez y osadía un nuevo proceso". Y
dice Raúl Alfonsín: "Quienes no nos quedamos
en los aspectos formales de la democracia
tenemos que redoblar nuestros esfuerzos para
encontrar entre todos los comunes
denominadores necesarios y suficientes para
llevar a feliz término este proceso". Y todos
dicen cosas parecidas. Como si no hubieran
sido, en su momento, fabricantes del desastre
que hoy nos sacude con esas mismas frases.
Como si no hubieran dicho las mismas cosas en
el restaurante "Niño", de Olivos, en los
tiempos de La Hora del Pueblo y las
"coincidencias programáticas". Cuando todos,
amigos y enemigos, andaban del brazo y por la
calle asociados alegremente al peronismo que
tanto habían combatido. Como si hubieran
vivido la tragedia argentina desde una lejana
platea en un remoto país africano. Yo.
Ellos, los políticos, los tradicionales
políticos que compartieron y toleraron el
desastre, no pueden sentarse ahora alrededor
de una mesa y hablar del país y de su futuro
como si fueran profetas, como mesías que
esperan su oportunidad. Ya tuvieron la
oportunidad. Hechos y nombres: Deolindo Felipe
Bittel, peronista, ex gobernador del Chaco,
habla en la nota de "las desdichas
nacionales"; sin embargo, fue uno de los
hombres que, el 23 de marzo, dos horas antes
de la caída de Isabel, canturreaba victoria en
Plaza de Mayo y se aprestaba a "brindar con
champán" (sic) junto a Lorenzo Miguel y a
Osvaldo Papaleo, por la culminación de la
aguda crisis que desembocó en la primera hora
de la madrugada del 24 con e1 derrumbe del
gobierno más corrupto e incapaz de la historia
del país. Y también habla Juan Carlos
Pugliese, economista radical, que en su
momento coincidió con el Plan Económico de
Gelbard y con la filosofía popular -
socialista que se implemento. (Representante
de un radicalismo que apostó a la Hora del
Pueblo y al Gran Acuerdo Nacional, cuyo líder
bajó del brazo de Perón las escaleras de
Gaspar Campos, que provocó la frase de Perón
("Con éste voy a cualquier parte"), y que al
final, cuando el Isabelísmo se derrumbaba,
cuando el país, sofocado, esperaba palabras
claras y ultimátum, apareció por televisión
con un discurso tibio que no fue más que un
llamado a la reflexión, un desconcertante
intento de meter un cadáver en un pulmotor).
Se preguntó, cada vez más asustado: ¿en mi
país —políticamente hablando— todo queda
impune? Y recuerdo ejemplos internacionales.
Richard Nixon pagó un error con su caída, su
escarnio público, casi con su muerte física a
raíz del shock anímico que le produjo el
escándalo Watergate. Un error sepultó todas
las virtudes de una larga y a veces brillante
administración. Lo mismo le pasó al
vicepresidente Spiro Agnew, al premier alemán
Willie Brandt, al premier británico Harold
Wilson. En Holanda, un caso de soborno liquidó
políticamente al esposo de la reina. A Ted
Kennedy, un accidente nocturno nunca bien
aclarado en el que murió su secretaria estuvo
a punto de aniquilarle su carrera política. En
la Argentina, en mi país, en cambio, los
políticos tradicionales parecen prestigiarse
con sus fracasos, con sus errores históricos.
Entre mayo de 1973 y marzo de 1976 todos, sin
excepción, se asociaron al desastre. Y hoy se
sientan a una mesa redonda y suspiran por la
democracia y los partidos políticos sin el
menor intento de autocrítica. Sin la elemental
grandeza de reconocer sus errores. Como si no
pertenecieran al proceso. Desenganchados,
descolgados de la realidad. Pensando en la
misma estructura caduca en lugar de repensar
un país nuevo y diferente. Entonces yo me
asusto. Mucho. Porque leo esas reiteraciones
sin sustentación, y no encuentro en ellas una
sola posibilidad para los argentinos. Los
argentinos quieren recuperar su país. Vivir
donde el progreso se palpe en la vida
cotidiana, donde el productor siembre sin
zozobras, donde el industrial produzca en el
marco de una economía sana, donde el capital
extranjero tenga un incentivo, donde haya un
lugar para los jóvenes, para los trabajadores,
para los empresarios, donde la guerrilla sea
sólo un recuerdo amargo, donde los sindicatos
no desborden el equilibrio del resto de las
fuerzas. Ese país se consigue únicamente con
ideas nuevas, con imaginación, con audacia,
con responsabilidad. Entonces me pregunto:
¿alguien puede esperar ideas nuevas,
imaginación, audacia, responsabilidad de
hombres que orquestaron la catástrofe o que se
asociaron a la catástrofe, y que hoy no son
capaces de hacer una reflexión, un mea culpa?
Todas las semanas, en un programa periodístico
de televisión, aparecen profesionales jóvenes,
empresarios jóvenes, que hablan un lenguaje
diferente. Los oigo y creo soñar. Algunos no
tienen todavía 30 años y sin embargo manejan
los datos de la realidad con una lucidez poco
común. Muchos de ellos dirigen empresas. Y yo
pienso: ¿por qué no aparecen nunca cuando se
habla de esa empresa que es el país? ¿Por qué
la empresa-país produce y se propone,
invariablemente, como ejecutivos, a los viejos
políticos, a los que han fracasado? Es como si
desafiáramos todas las leyes de la lógica. Yo
trabajo en una empresa argentina. Si mañana el
negocio se hunde, la solución es simple: se
echa a los responsables del naufragio y se los
cambia por otros. Mejores, más eficientes. A
nadie se le ocurriría retomar a los mismos que
la llevaron al caos. Sin embargo, en mi país,
en el ámbito político, sucede exactamente lo
contrario: los que seguramente aparezcan como
candidatos, ante una apertura política, serán
los mismos que nos llevaron aceleradamente al
nivel socio-económico de un país africano.
Y cuando me estrello con esa realidad no puedo
menos que preguntarme: ¿hasta cuándo nos vamos
a quedar cruzados de brazos? ¿Todavía, después
del bochornoso periodo 1973-1976, seguiremos
regalando cheques en blanco a los Alende, a
los Balbín, a los Alfonsín, a los Robledo, a
los políticos de siempre, a los hombres que el
tiempo histórico, los sucesos y su propia edad
biológica no han hecho más que resaltar
defectos y apagar virtudes? ¿Cuándo vamos a
exigir a gritos a los reemplazantes, a los
hombres de piel nueva y de cerebro nuevo?
¿Cuándo vamos a trabajar por una nueva
filosofía? Dice, por ejemplo, en la nota,
Alfonsín: "La suspensión de la actividad
partidaria es sumamente negativa porque impide
el ejercicio de la actividad docente de los
partidos políticos para encauzar el proceso de
modernización". ¿Modernización? ¿Actividad
docente? Salvo cortos períodos de emergencia,
los partidos políticos tuvieron "toda una
vida" para renovar sus cuadros y modernizarse.
Resultado: los jefes que todavía se sientan a
las mesas redondas son Alfonsín, Alende. 0
Robledo. O Pugliese. Y en esas mesas redondas,
con una fragilidad de memoria que asombra, sin
el menor rasgo de autocrítica, sin el menor
ademán de golpearse el pecho, esos hombres se
permiten dar consejos al gobierno de las
Fuerzas Armadas, alertar, profetizar, criticar
la política económica. ¿Como no quieren que
yo, apenas un argentino con buena memoria, no
me sienta mal? Esta carta no es —quiero
aclararlo con todas las letras— una reacción
ni un ataque contra la personalidad civil de
ninguno de los políticos que he nombrado. Yo
no dudo de las buenas intenciones de los
viejos políticos. Creo que son correctos
caballeros, patriotas, y que la Argentina les
preocupa y les duele lo mismo que a mi. Lo
mismo que a todos los argentinos responsables.
Yo no tendría problemas en compartir un
almuerzo o un café con ellos. Al contrario.
Ellos y yo podemos ser grandes amigos. El
problema es otro. El problema es que tuvieron
su oportunidad, fueron protagonistas y
fracasaron. Se equivocaron. Y el fracaso y la
equivocación merecen otra oportunidad cuando
se trata de alumnos, pero no cuando se trata
de maestros. Sobre todo cuando el fracaso y la
equivocación se cometen en la Argentina, un
país que ya no resiste otro paso atrás. Un
país que entró, el 24 de marzo de 1976, a las
0.45 de la mañana, en el tiempo limite de la
grandeza o de la decadencia. Dios no es
argentino. Los sindicatos "fuertes" no
sirven — se probó— para mejorar el nivel de
vida del trabajador. Al país no lo salvan
"dos cosechas buenas". Los dólares son
imprescindibles. El capital extranjero
también. Los populismos y las demagogias
con ritmo de bombo no sirven para detener la
inflación. Pactos, acuerdos políticos,
dialoguismos y documentos sindicales pensando
solamente en lograr más votos no ofrecen
ninguna garantía al trabajador ni al
empresario. Lo único cierto es que en 1920
éramos uno de los 10 países más fuertes del
mundo y en 1975 éramos un país que las
compañías aéreas y de turismo recomendaban
visitar "antes de que se acabe" (sic).
Muchos fueron los protagonistas de ese
derrumbe. No fue culpa del destino ni de
las multinacionales ni de la "sinarquía
internacional". Fue, lisa y llanamente, culpa
de quienes tuvieron responsabilidad de
gobernarnos y fracasaron. Ahora bien: si a
la hora del balance y la reflexión estés
señores se sientan y opinan como si ellos nada
tuvieran que ver con lo que sucedió en el país
en los últimos dramáticos años —y por el
contrario— aparecen ungidos para proponer y
criticar (y, quién le dice, a candidatearse)
como si la culpa fuera de otros, entonces, a
mí, argentino que tendré qua vetar mañana para
que alguien maneje el destino político del
país, ¿qué me queda por hacer? Y entonces
me asusto. ¿Me asusto? No. ME MUERO DE MIEDO.
Revista Gente y la Actualidad
20.01.1977
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