Desde que el poder militar convocó al pueblo a
elecciones libres para marzo de 1973, un torrente de confusiones y
suspicacias enturbió ese objetivo político. En estos días, frente a
la ruptura formal de las tratativas entre el gobierno y Juan Perón,
muchos argentinos creen que esa convocatoria es condicionada y que
de los comicios no surgirán los genuinos representantes de las
mayorías. Sin embargo, la ocasional o definitiva desavenencia del
gobierno con el caudillo justicialista no alcanza, por sí misma, a
condicionar el proceso y el objetivo; en esencia, los políticos
aducen que la normalización institucional está herida de muerte a
partir de la exigencia de los altos mandos de las Fuerzas Armadas
para co-gobernar durante el llamado período de transición. Pocos
observadores advierten la índole de ese eventual cogobierno y de qué
modo llegará a perfeccionarse legalmente. En otros términos, nadie
sabe si los comandantes del Ejército, la Armada y la Fuerza Aérea
tendrán facultades semejantes a las del presidente o a las del Poder
Legislativo y si el Consejo Nacional de Seguridad (CONASE)
desplegará funciones de control y administración a otras áreas del
poder civil. Se conjetura, empero, que el partido militar reclamará
una porción considerable del gobierno y que sus representantes
tendrán voz y voto para decidir sobre cuestiones de seguridad,
relaciones exteriores, defensa nacional, comunicaciones, difusión y
política industrial. Ese avance del poder militar no puede
sorprender. Desde la organización nacional y hasta 1910, el Ejército
secundó la trasformación económica del país y apoyó políticamente a
la clase dirigente liberal; entre 1930 y 1943, cuando las mayorías
populares fueron desplazadas y amenazaron la estabilidad de la
oligarquía, los militares encauzaron a los partidos políticos dentro
de los límites de la democracia restrictiva y del "fraude
patriótico", para culminar esa tutela con el derrocamiento del
presidente derechista Ramón Castillo y la toma del gobierno. A
partir de 1943, y durante doce años, las Fuerzas Armadas organizaron
un sistema de gobierno coherente sobre la base de la reivindicación
política de las mayorías populares, un esquema económico que no
¡llegó a comprometer a fondo la naturaleza del capitalismo y un
orden jurídico que, si bien alteró ciertos principios liberales,
mantuvo al país lejos de la amenaza marxista. En ese sistema
básicamente populista, Perón representó a la flecha, los altos
mandos al arco y el pueblo al arquero, aunque el objetivo político
fue interpretado por los titulares del dominio económico y
financiero como una concesión razonable para la Argentina, emergente
del conflicto bélico entre los aliados y las potencias totalitarias.
Durante ese período, los militares peronistas impulsaron el
desarrollo de la industria liviana, el control del comercio
exterior, la formación de empresas estatales y la emisión de moneda
para sostener el consumo y los salarios, pilares de la paz social.
Pero ese ordenamiento —que giró en torno a la venta de carnes y
cereales a Gran Bretaña, a la limitación de las importaciones y al
fomento de las industrias locales que no podían competir en el
mercado internacional— comenzó a resquebrajarse entre 1950 y 1953
cuando, ya curadas las heridas de la guerra, los norteamericanos y
los europeos se lanzaron a reconquistar la plaza argentina. En
esos doce años de administración populista, la "Argentina no
construyó caminos, puentes y aeropuertos en el interior; descuidó a
las industrias de la periferia y acentuó la tendencia a concentrar
la producción manufacturera en Buenos Aires y su contorno, al tiempo
que se deterioraban las usinas y la red eléctrica, los equipos
ferroviarios y la maquinaria industrial. No sólo eso: coincidió el
deterioro con el incremento de los precios de las importaciones
esenciales —petróleo, hierro, acero, maquinarias y medicamentos—,
justamente cuando disminuía el valor de las exportaciones
agropecuarias y declinaba la cría de ganados y la superficie de
siembra. Obligado a sustituir las importaciones básicas, unos 400
millones de dólares, para equilibrar la balanza comercial y eludir
los compromisos financieros con la banca extranjera, el gobierno
procuró acercamiento con Estados Unidos en razón del declive
británico. Los altos mandos del Ejército y de la Fuerza Aérea
siguieron de cerca la misión que encabezó Ramón Cereijo en
Washington; de esa misión quedó firme el contrato para la
explotación petrolera a cargo de la California Argentina, la
renovación de la industria frigorífica de capitales norteamericanos
y el incremento de las exportaciones de carnes conservadas a USA.
Por entonces, la Fábrica de Aviones de Córdoba ya estaba asociada al
grupo industrial Kaiser, quien incorporó tecnología a cambio de los
capitales aportados por el Banco de la Nación. Esa cabecera de
puente sirvió de base al programa de la industria automotriz,
directamente relacionada a la expansión de los negocios petroleros.
LA UNION PUEBLO-EJERCITO. El peronismo, sin embargo, cosechó
buenos dividendos. Amplios sectores populares fueron incorporados a
la corriente del consumo de bienes industriales, disfrutaron de las
ventajas de la plena ocupación y de vacaciones en centros turísticos
sólo reservados, hasta la mitad de los años '40, a los grupos
pudientes de las clases alta y media. El plan de construcción de
escuelas y establecimientos secundarios en zonas rurales y urbanas
facilitó que disminuyera a porcentajes óptimos la deserción escolar
y la tasa de analfabetismo, al tiempo que miles de jóvenes
ingresaban a las universidades y se fundaban establecimientos de
enseñanza técnica para afianzar los buenos niveles de la mano de
obra en las industrias metalúrgica y textil. Ese costo social que
pagó el país unió a las mayorías populares con las Fuerzas Armadas,
de modo que los problemas de seguridad quedaron reducidos al control
de los políticos opositores a Perón, entre ellos los comunistas.
Años después, ya derrumbado el peronismo, los economistas liberales
arguyeron que con sólo los créditos de la banca oficial para
construir departamentos en Mar del Plata se podrían haber financiado
varias obras semejantes a la del Chocón-Cerros Colorados. El
argumento es válido desde la perspectiva económica, pero no se
ajusta al esquema de conciliación de clases que procuró el poder
militar junto a los ideólogos de la burguesía nacionalista. Desde
el enfoque rigurosamente militar, el gobierno que encabezó Perón
sólo soportó la rebelión de los oficiales de Caballería que se
subordinaron al general Benjamín Menéndez, en septiembre de 1951, y
recién cuatro años después, en junio de 1955, el feroz bombardeo de
los aviadores de la base aeronaval de Punta Indio y de la Brigada de
Caza-intercepción de Morón, fracasado intento que abrió la brecha
para el pronunciamiento de Eduardo Lonardi, Isaac Rojas y los
capitanes de la Escuela de Artillería y la Escuela de Aviación
Militar. Hasta el otoño de 1954, los altos mandos del Ejército y de
la Fuerza Aérea respetaron al gobierno y creyeron que si el rumbo
económico se orientaba hacia la coincidencia con los
norteamericanos, la Argentina podía recuperar el terreno que le
había ganado Brasil en el rubro de la siderurgia y en la inversión
de capitales para las industrias de base que progresaban en el área
de San Pablo. De allí que Perón alentara el Plan Siderúrgico con
apoyo de Washington y que tratase de convencer a los bolivianos para
explotar el yacimiento de hierro de El Mutún. En materia de
equipos bélicos, durante el peronismo se ensayó la fabricación de
armas livianas, blindados, lanzadores, aviones de combate y barcos
costeros; de esas pruebas fracasó la construcción de los tanques
"Nahuel" y la de los lanzadores de cohetes superficie-superficie,
pero se demostró que en la Fábrica Militar de Aviones podían
producirse aparatos de excelente rendimiento —como los "DL-22" y los
"Huanquero", de escuela y bombardeo— y el estupendo "Pulqui II",
ideado por Kurt Tank, cuyo prototipo sirvió a los soviéticos para
fabricar el famoso "Mig" que combatió contra los "Sabre"
norteamericanos en la guerra de Corea. El colapso de la industria
nacional de armamentos, derivado de la debilidad de las plantas
metalúrgicas y de los elevados costos industriales, dejó en los
militares el rastro de la frustración; sin embargo, por sucesivos
convenios con Gran Bretaña, Estados Unidos, Italia y Suecia, la
Fuerza Aérea adquirió decenas de birreactores "Gloster Meteor M-IV",
de caza y bombardeo; "Avro Lincoln" y "Avro Lancaster", de
bombardeo, y "Fiat" de entrenamiento y caza, en tanto el Ejército
incorporaba los tanques "Sherman", carriers y cañones antitanques, y
la Armada dos cruceros de combate de clase "Brooklyn" y varios
buques de apoyo, trasporte y vigilancia costera.
LA
RESTAURACION LIBERAL. La cohesión ideológica de los mandos militares
con el gobierno de Perón comenzó a desvanecerse cuando asomó la cara
de la crisis en el horizonte financiero y a descender el índice de
la productividad general. Ese deterioro coincidió con la protesta de
los opositores contra la expropiación de diarios y de radios, y con
la ruptura del entourage peronista y la jerarquía católica, que
culminó en junio de 1955 con el incendio de los templos. Aquella
provocación volcó a los militares en brazos de los conspiradores,
por lo que el gobierno se vio frente a la encrucijada de caer sin
lucha o, de lo contrario, armar a los sindicatos para desatar la
guerra civil. Como hombre del Ejército, Perón optó por rendirse a
sus enemigos mientras centenares de supuestos adictos a "la causa
del '45" se pasaban al bando de los gorilas para propiciar
comisiones investigadoras y persecuciones sin tregua. Tras el
breve gobierno de Lonardi, quien planteó el lema "ni vencedores ni
vencidos" para mantener la paz social y el rumbo nacionalista de las
Fuerzas Armadas, Pedro Eugenio Aramburu se propuso restaurar a los
partidos políticos liberales mediante la proscripción directa de
Perón y de sus legiones partidarias. Con el apoyo de los oficiales
que habían conspirado contra el peronismo, trasformados en árbitros
de sus camaradas, Aramburu aplastó en junio de 1956 la conspiración
de los generales Juan José Valle y Raúl Tanco, mientras el poder
militar se animaba a decretar fusilamientos por causas políticas y a
limpiar los cuadros de las tres fuerzas de oficiales y suboficiales
que hubiesen simpatizado con Perón. Entre tanto, en medio de la
euforia liberal, los ex discípulos de Raúl Prebisch acordaron en el
Club de París el pago de las deudas financieras del gobierno
populista, sin que quedase bien en claro el destino de más de 800
millones de dólares bloqueados en Gran Bretaña desde que se
decretara la inconvertibilidad de la libra esterlina; según el Banco
Central, parte de esos fondos interdictos se habían aplicado a la
compra de los ferrocarriles británicos, pero esa versión fue
rebatida por ciertos funcionarios y economistas que rodeaban a
Aramburu. En la perspectiva general, los mandos "libertadores" no
innovaron en la orientación económica del último ciclo del
peronismo; en algunos rubros se acentuó el estatismo, en otros se
afirmaron los lazos con las grandes corporaciones industriales
europeas y norteamericanas, mientras se renovaban las tratativas con
los petroleros y se obtenían créditos para la siderurgia y las
usinas térmicas de Buenos Aires. Básicamente, los mandos
militares pusieron sus ojos en el objetivo político de replegarse a
los cuarteles y dejar que los líderes de los partidos
reconstituyesen el tejido conjuntivo desgarrado por el derrumbe de
Perón. Sin advertir que la Argentina no gozaba del usufructo de las
libertades concretas, las Fuerzas Armadas se negaron al
"continuismo", seguras de que Arturo Frondizi y Ricardo Balbín,
desde posiciones antagónicas, lograrían pulverizar la antinomia
peronismo-antiperonismo y orientar a la masa populista huérfana de
caudillos. Durante dos años, los jefes y oficiales del Ejército,
la Armada y la Fuerza Aérea ignoraron la realidad. Así, a sus
espaldas, el pueblo soportó la desvalorización monetaria, el
envilecimiento de los salarios, la traición de dos dirigentes
sindicales, el engaño político y la merma del consumo. No era todo:
al acentuarse la crisis de la estructura agraria y al desaparecer
centenares de pequeñas industrias barridas por la importación de
artículos extranjeros y la falta de crédito bancario, el espectro de
la desocupación volvió a reaparecer en el área industrial
bonaerense. Los aportes de capital extranjero, por otra parte,
contribuían a remarcar el desarrollo inarmónico del país y la
dependencia a los centros financieros de Estados Unidos y Europa.
LA ETAPA AUTORITARIA. Con Frondizi en el poder, las Fuerzas
Armadas vieron crecer la sombra del peronismo combatiente, inclinado
hacia la izquierda por las frustraciones y la conducta equívoca de
los dirigentes obreros. El presidente que reivindicó al populismo se
proponía retomar el cauce abandonado por Perón para desarrollar las
industrias básicas con el aporte del capital extranjero. Fue una
lucha a brazo partido contra los intereses económicos tradicionales
que, es oportuno recordarlo, contaban con el apoyo de los altos
mandos militares. Para conservar el poder condicionado, Frondizi
cedió a los cinco planteos del Ejército y la Armada; designó
ministro de Economía a Álvaro Alsogaray, hasta que fue depuesto por
los mismos oficiales que habían admitido su candidatura en 1957,
luego del triunfo electoral de Andrés Framini en las elecciones del
18 de marzo de 1962 en el distrito bonaerense. Los gorilas y Perón
celebraron la caída. El "ejército azul", empero, levantó las
banderas desarrollistas y de conciliación frente al autoritarismo
colorado; de aquellas refriegas de septiembre de 1962 y abril de
1963 surgieron victoriosos los coroneles Alejandro Lanusse, Tomás
Sánchez de Bustamante y Alcides López Aufranc, quienes sobre las
ruinas de la base aeronaval de Punta Indio abrieron el camino
político a un severo general profesionalista: Juan Carlos Onganía.
Ese caudillo en cierne, que se había preocupado por el desorden
imperante en las Fuerzas Armadas, desechó la posibilidad de
trasformarse en el candidato del frentismo que auspiciaba, entre
otros, el derrocado Frondizi. Con el peronismo proscripto, quedaba
jugar la carta radical; Osiris Villegas, ministro del Interior de
José María Guido, supo hablar en el idioma de Perón para convencerlo
sobre la necesidad de la victoria electoral del partido de Balbín.
Proscripto el frente populista, Arturo Illia llegó a la Casa de
Gobierno con el 20 por ciento de los votos del electorado; en cierto
modo, el retorno radical al poder fue interpretado como una
conquista del coloradismo militar, pero en esencia se trataba de una
concesión del azulismo a la primera minoría política para que el
tiempo continuase deteriorando el cuerpo y la silueta mitológica de
Perón. Los radicales lo niegan, pero ya nadie duda que también ellos
recibieron el poder condicionado de manos del comando azul.
Sucedió lo previsto: obligado a caminar por el estrecho laberinto
democrático, Illia tuvo que respetar a los peronistas descontentos y
a los militares autoritarios sin poder replicar los agravios de las
minorías oligárquicas, aliadas eventuales del populismo. Sin medios
de difusión adictos, el radicalismo se montó encima de la tortuga a
la espera de los triunfos electorales sobre el peronismo y la
derecha, mientras los amigos de Augusto Vandor programaban el
operativo retorno y la CGT decretaba planes de lucha. Cierto día, el
comandante en Jefe del Ejército, Pascual Pistarini, lanzó frente a
Illia y Leopoldo Suárez el desafío de los mandos al "caos" radical;
semanas después, el 28 de junio de 1966, el comandante del Primer
Cuerpo de Ejército, Julio Alsogaray, intimaba al presidente
constitucional la entrega del poder para trasferirlo, con cierta
solemnidad, al caudillo Onganía. Onganía prometió una revolución,
orden, desarrollo y una mística nacional para superar el
estancamiento y los antagonismos políticos; cosechó desorden,
incendios de ciudades, muertes, asesinatos políticos, rebeldías
sociales y colapsos económicos a granel. A pesar de esas evidencias,
los mandos se mostraron renuentes a enjuiciar con severidad el
primer ciclo de la emergencia militar; por el contrario, varios
generales esbozaron la defensa de esa etapa con los ejemplos de El
Chocón, Zárate-Brazo Largo y algunos caminos, aunque olvidaron toda
referencia al traslado de la renta nacional de los asalariados al
Estado y a las grandes empresas en algo más del 17 por ciento, al
endeudamiento externo, a la crisis de las industrias regionales, al
creciente déficit ferroviario, a la agresión impositiva a los
sectores productivos, al derrumbe de la marina mercante y al
constante deterioro de los términos del intercambio comercial. No
es novedoso descubrir que Onganía se propuso llevar adelante el plan
de los militares colorados y que pretendió legalizar los
condicionamientos de los altos mandos al poder civil, hasta tanto se
"curase la democracia". Luego del ensayo "profundizador" de Roberto
Marcelo Levingston, los militares más sagaces advirtieron que
resultaba inútil imponer modelos revolucionarios a un pueblo
escéptico en materia de revoluciones, y que tampoco se podían
legalizar los fracasos y las alianzas inestables con los políticos.
Con el peso de la formidable deuda externa, estimada en más de 5.000
millones de dólares; con el déficit ferroviario que supera los
130.000 millones de pesos, cuando la recaudación de réditos es de
110.000 millones de la misma moneda; en fin, con la amenaza de más
de 600.000 desocupados, el deterioro del salario real y el alza
incontrolable del costo de la vida y de la inflación, Lanusse se
propone llevar adelante la normalización institucional como epílogo
de la propuesta acuerdista. Es cierto que los radicales se
olvidaron de Pistarini y Alsogaray, que la mentada profundización
revolucionaria se parece a un enorme pozo donde se debaten los
restos del azulismo y coloradismo unidos, que Perón está más viejo y
no muestra el necesario ánimo para pelear, que los milicianos
izquierdistas no convencen a la mayoría silenciosa que añora los
años de las heladeras y la carne barata. Pero, ¿cómo puede pensarse
que los militares —según todos esos antecedentes— querrán irse a los
cuarteles sin haber fijado previamente las condiciones que deberá
observar el poder civil a partir del 25 de mayo de 1973? Por eso se
dice que si hay acuerdo con los dirigentes políticos tendrá que ser
formalizado el acta pública, para que en el caso de una supuesta
violación de lo convenido el poder militar tenga las manos libres
para retomar la conducción. ¿Qué harán los militares en caso de
que se frustre el proceso normalizador? Parece que no lo saben. Una
reciente encuesta entre jefes y oficiales del Ejército demostró que
un 48 por ciento se inclina por las soluciones económicas liberales
y que el 72 por ciento acepta los lineamientos básicos del
neoliberalismo. Si se advierte que un capitán del Ejército a los 40
años no llega a ganar 190.000 pesos mensuales, y que ciertos
generales llegan al día 20 de cada mes con moneditas en los
bolsillos, un observador imparcial no puede sino concluir que a los
militares los une un milagro para sobrellevar la crisis del país. El
capricho o la sagacidad de Perón no es el centro de esa crisis. Se
trata de la ceguera de la clase dirigente que se niega a fundar un
país moderno, al nivel de los tiempos, con votos o con balas. Los
condicionamientos al próximo gobierno, pues, sólo crearán un país
raquítico, de gente pobre y con miedo. Jorge Lozano PANORAMA,
AGOSTO 10, 1972
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