Cristo en las villas miseria
Más allá de las grandes frases y la dádiva,
la solidaridad de un puñado de hombres y mujeres
da testimonio de auténtico amor al prójimo

Sacerdote Francisco Soares
—Una monedita, padre!
—No le pidas, Mechi, que el padre es tan pobre como nosotras.
Y se alejaron, entre los sauzales.
El padre Soares no oyó el comentario de la madre a la hija, pero la explicación lo hubiese reconfortado. Era la respuesta solidaria a la misión que cumplía entre los pobres de la villa.
Como él, algunos pocos cristianos harán en esta Navidad lo que hubiera hecho Cristo: compartir el pan con los que el mundo ha olvidado; porque si Cristo naciera nuevamente en 1965, y en nuestro país, posiblemente elegiría como cuna alguna de esas casillas de latas que se enhebran como collares de miseria al cuello orgulloso de la gran ciudad, donde la Navidad tiene otro rostro y sonríe ante las mesas rebosantes de pavos, turrones, pan dulce y champaña. Panorama fue en busca de ellos; recorrió unas treinta villas; preguntó, indagó y ofrece aquí el testimonio de su búsqueda: un puñado de hombres y mujeres que, siguiendo el ejemplo de Cristo, dedican su vida al prójimo con un amor real y concreto que huye de las palabras grandilocuentes y no pregona su beneficencia.

El cura zapatero
El padre Francisco Soares tiene 44 años, manos fuertes, ojos llenos de mansedumbre y los pantalones sujetos con broches para andar en bicicleta. Nació en San Pablo, pero su inquietud lo llevó lejos de Brasil. Entró en el Seminario Menor de los Asuncionistas, en Chile. Luego estudió filosofía y teología en Francia y España. Continuando esa búsqueda de "su camino", ingresa en la Trapa de Orne, en Francia, pero su salud lo obliga a dejarla. En 1963 pide pasar al clero secular, y siendo adscripto al Obispado de San Isidro, ruega al obispo, monseñor Aguirre, que le permita instalarse en una villa miseria. Y desde entonces vive en Villa Barragán, uno de esos conglomerados de casillas que ensombrecen los aledaños de Tigre.
En un principio, los habitantes de la villa miran con extrañeza a este hombre que habita una casilla igual a la de ellos, que toma cerveza en el almacén, que trabaja como zapatero, pero que los domingos se dirige a la capillita de chapas y, en un ritual que mezcla el latín al castellano, celebra la Misa.
Poco a poco la gente empieza a nuclearse a su alrededor. Defraudados por las promesas fantásticas que han ido lanzando sobre ellos años de campañas políticas, solo dos cosas pueden conmoverlos: la acción y el testimonio. Y en él, en el padre "Paco", como lo llaman familiarmente, encontrarán este testimonio diario. Con el tiempo amplió su taller de plantillas; los dos primeros operarios que tomó fueron los dos primeros socios. Trabajan como cooperativa.
—Allí —dice el padre Soares—, nadie es patrón. Uno de los compañeros divide las ganancias, dejando una cantidad a un lado para la compra de material.
La armonía, la satisfacción con que trabajan, hace que el padre Soares empiece a soñar proyectos más ambiciosos. Y así nace la comunidad Juan XXIII. En un terreno donado por un club, el padre ubicará su comunidad, reacondicionando un galpón semiderruido. Amplían el rubro e instalan una fábrica de baldosas. En la actualidad trabajan en ella 30 hombres. Se ha creado así una nueva fuente de ocupación, con un criterio muy distinto de] habitual. "Yo los asesoro — dice el padre, sonriendo—. Hay que desterrar la imagen paternalista. Saber que la base fundamental del desarrollo es el trabajo, no la dádiva. Le aseguro que el ochenta per ciento lo comprende muy bien y he descubierto valores humanos a veces mayores que los encontrados en otros niveles sociales". Rumbo a la capillita, donde dirá la misa vespertina (es sábado), el padre Soares confiesa: "Yo quería una vida de pobreza. No podía vivir ni del Obispado, ni de los ricos, ni de mi familia. Me vine aquí, tratando de dar testimonio del Evangelio en mi vida personal, como cualquier cristiano. En dos años y medio nunca sufrí un desprecio por ser sacerdote, quizá porque ante todo quiero ser un buen vecino. En el almacén no me sirven primero, y los compañeros del barrio dicen: «El cura trabaja». Además, yo voy al hombre como hombre, sin espíritu de proselitismo, respetando su posición. Y no obligo a nadie a venir al catecismo. No distribuyo caramelos ni juego al fútbol con ellos. He visto demasiado el espectáculo de iglesias llenas el día de la primera comunión y casi vacías los domingos siguientes".

Sheila y Thomas
La villa de YPF, en el puerto de Buenos Aires, despliega sus senderos barrosos, invadidos por el alboroto de chicos y perros.
—¿Dónde está Sheila?
—¿Chila? Está por ahí, a la vuelta.
Caras oscuras, dialectos incomprensibles señalan la presencia de una mayoría indígena. En gran parte, los habitantes de las villas del puerto son bolivianos y paraguayos. Seguimos preguntando, buscando por el laberinto de casuchas, hasta que la encontramos.
Sheila Fleming es alta, delgada, increíblemente bonita con sus rasgos finos, sus ojos de color de miel sombreados por largas pestañas oscuras. Habla un castellano elemental, hecho más de buena voluntad que de conocimiento idiomático. Tiene 23 años y hace solo 15 meses que está en la Argentina. En Estados Unidos trabajaba como instrumentado de un hospital.
—But the world is in such a bad state! (¡ Pero el mundo está en tal mal estado!).
Y Sheila, que vivía cómoda y tranquila, se sintió responsable de este mundo y decidió poner su grano de arena —así llama a su vida— para mejorarlo. "Descubrí —dice— que había gente que no tenía nada. Y me vine". Mientras conversa pasan unos chicos, harapientos y sucios.
—¡Chau, Chila!
—Chau, contesta con su acento de yanki aporteñado.
—¿Ve? —dice—. Como enfermera, me preocupa el problema del agua. Es tremendo. ¡Resulta tan fácil criticar desde afuera diciendo que no andan limpios!
Agua, aquí, significa acarrear tarros pesadísimos durante decenas de cuadras. Y en verano se forman colas interminables frente a las escasas canillas.
— Su cara se sonroja a medida que evoca las dificultades de la villa.
—Una vez acarreé agua ocho cuadras para lavar a dos chicos y me quedé sin brazos. No sé como estas mujeres pueden hacerlo varias veces al día. ¿Cómo no estar sucio en estas condiciones?
Y sacudiéndose, como si tantas cosas fueran demasiado para sus espaldas menudas, prosigue:
—Organizamos una campaña contra la tuberculosis. Pero es un círculo vicioso. Los curamos, los vacunamos y los mandamos de vuelta al mismo ambiente que provocó la enfermedad.
Su vocación nació leyendo los libros del doctor Doolly, un médico que había trabajado en Asia y que organizó, educó y curó a poblaciones enteras.
—Sí, hay pocos haciendo lo que se debe hacer. Pero eso es culpa nuestra. Tenemos que vivir lo que predicamos. Y sacudir a los indiferentes.
Thomas White vive en la misma villa.
Tiene 30 años y todo el conglomerado de pecas que uno espera encontrar en un auténtico irlandés. Antes de venir a la Argentina ejercía como profesor de física en un colegio de Dublín. Su conciencia social y religiosa le había inducido a ingresar en la Legión de María, entidad que se ocupa en Irlanda exclusivamente de los necesitados.
Thomas White comprendió que la Legión le resultaba corta, que quería hacer más. Y se vinculó a la CFLA (Catholics for Latin America), entidad con sede en los Estados Unidos que se dedica a la promoción humana en las villas de emergencia. Abandonó la enseñanza, hizo las valijas, y hace ocho meses aterrizó en Buenos Aires.
—Dios me ha dado tantas cosas que tengo el deber de compartirlas con los demás —confiesa.
Thomas es hombre de pocas palabras. Inclina su pelambre incendiada y sigue colocando ladrillos.

Doña Tomasa y Jack Evans
Villa Garrotazo, junto al canal San Fernando, esconde, bajo los sauces y las campanillas que se enredan por todas partes en abrazos lilas y blancos, su pobreza, su falta de agua, sus caminos polvorientos sus chiquillos revolcándose en la tierra. Pero Villa Garrotazo tiene a Doña Tomasa. Y tener a Doña Tomasa es poseer una cruza de tanque Patton y Juana de Arco, mezclada con unos puñados de San Francisco de Asís y Jack Dempsey. Porque lo que ella decide conseguir, lo consigue. Contra viento y marea. Contra burocracia y papeleos.
Hace dos años aparecieron por la villa dos hombres de aquellos que el Evangelio llama "de buena voluntad". Venían a traer su ayuda, no sus palabras. Se llamaban Ramachandra Gowda, un muchacho hindú que recordaba que la miseria es dolorosa en cualquier parte del mundo, y un americano de la CFLA: Jack Evans. Primero drenaron un terreno inundado con las aguas servidas de la villa, cavando a mano una larga zanja, luego se dispusieron a levantar una escuelita. Y allí apareció Doña Tomasa. "Nada de escuelita —dijo—. Aquí lo primero que hace falta es un dispensario, porque en el verano los bebés se nos mueren como moscas, de diarrea estival". Y nadie pudo contradecirla. Unos meses después, enfundada en un uniforme de enfermera que le habían regalado, ayudaba al doctor en el dispensario. Ahora navega en su elemento, rodeada de jeringas, pinzas y frascos de medicamentos. De día se la encuentra siempre sumergida en papeles, ordenando las fichas clínicas de los enfermos. De noche es más lo que está en pie, ayudando a traer chicos al mundo, que lo que duerme. Y a todos lados, como un corderito, va su hijita Olga detrás de ella.
Esta tarde nos ha recibido en su pequeña casa de madera, limpia y rodeada de flores. Está en cama con gripe. La acompaña Jenny, la mujer de Jack Evans, quien, a pesar de sus nueve hijos (el último nació en la Argentina), encuentra tiempo, como su marido, para ocuparse de la villa.
—Ahora que tengo el dispensario —confirma— estoy peleando por conseguir una sala de maternidad. Y la voy a tener.
Nadie duda que la va a tener. Doña Tomasa mueve las montañas.
—Vaya —nos invita— y fíjese en el sillón de dentista que hay en el dispensario. Y dentro de poco vamos a traer tornos a batería.
Jack Evans y su mujer son los protagonistas de otra historia conmovedora. Eligieron venirse a un país desconocido con sus hijos, a ayudar a gente desconocida, simplemente porque el Evangelio no era para ellos letra muerta. En una de sus visitas a Villa Garrotazo, unos chicos le piden a Jack que les cure unos granos que supuran. Mientras este los está curando, Jackie, su hijo de 13 años, ve una chiquita con el pie defectuoso de nacimiento.
—Mirá, papá —le dice—, una chiquita con el pie como tenía Baby.
Porque el más pequeñito de los Evans, el "porteñito" Baby había nacido con la misma malformación que luego fue superada mediante una operación.
Jack Evans encomienda a la chiquita al doctor Van Daasen, el mismo médico que había operado a su hijo. Los chicos Evans se turnan para llevarla al hospital a hacerse las curaciones. Finalmente la han operado y enyesado. Como la casa de la enfermita era pequeña (y además debía compartirla con ocho hermanitos, lo que la obligaba a dormir sobre el suelo con una manta por colchón), los Evans se la han llevado a vivir con ellos, con su; nueve hijos, hasta que le saquen el yeso. Y la pequeña huésped se sienta en un sillón, con su cara de virgencita oscura entre rubicundos angelotes rubios que la cuidan con ternura.
—¡She is tan linda!... — dicen los admiradores mofletudos.
Y Jenny, la esposa de Evans, con una maternidad que no se agota en sus nueve hijos, la colma de atenciones.

Jorgelina, la peluquera
Arrollar bigudíes, desatar cascadas de rizada belleza es el oficio de Jorgelina Franciecsz. La vida pasaba calma e igual entre tinturas, permanentes y peinados de fantasía. Pero un día, una amiga que se ocupaba de obras sociales le pidió que la acompañara a la villa que se levantaba cerca de su casa, en el barrio de Mataderos, sobre la avenida del Trabajo. Tras de una muralla, el barrio Rivadavia ha merecido bien el sobrenombre de "La Ciudad Oculta". Y todo cae como un cataclismo sobre los ojos de Jorgelina. Pero sobre todo esas melenas desgreñadas hieren su sensibilidad. Comprende que decirles a esas mujeres "que parecen brujas" sería humillarlas. Entonces su bondad descubre el camino. Decide fundar una escuela de peinados gratuita en una casilla desocupada, levantada por la Municipalidad... Y así, enseñándoles a peinar a otras, les enseña a peinarse a ellas mismas.
Hasta que la Municipalidad le ordena cerrarla porque esa casilla era para habitación y no para fines de lucro. Fue inútil que les explicara que las clases eran gratuitas. Pero Jorgelina no se ha desanimado. Con o sin casilla, sigue empeñada en embellecer las cabezas de las mujeres de la Ciudad Oculta.

El diario de la villa
George Osika vivía en Chicago. Era director de una compañía de seguros; tenía una casa confortable rodeada de un jardín de césped almohadillado y dos autos lo esperaban a su puerta.
—Pero cuando el último de mis hijos se recibió, mi mujer y yo decidimos que ya nos habíamos ocupado bastante de nosotros mismos. Nos tocaba ocuparnos un poco de los otros. El "poco que se ocupa" de los demás consiste en pasar la mayor parte del día en La Cava, una de las villas de emergencia más terribles de Buenos Aires. Situada en las Lomas de San Isidro, en una depresión de seis metros de profundidad que se inunda constantemente, La Cava es un caldo de cultivo para todas las enfermedades. Como dice Osika, "encontramos el abecedario completo desde la A hasta la Z: todas las pestes están representadas." Junto con su compañero Edward Polich, está empeñado en una tarea de promoción humana.
Entrar y salir de La Cava, construida en una excavación, los días lluviosos, es toda una aventura. Sus senderos se transforman en pequeños Iguazúes. George Osika y Edward Polich, ayudados por voluntarios, algunos del colegio Marín, explicaron a los habitantes de la villa la necesidad de construir escaleras de acceso. Y de hacerlo comunitariamente, entre todos. Mucha gente de la villa respondió. Y de afuera también, ya que se donaron la arena, los escombros, el hierre, etcétera. Se las hizo de cemento armado con una baranda de hierro. Algo que durante años fue vital se termina de realizar porque unos hombres dieron coraje a otros, les hicieron ver que no estaban solos y que se podía mejorar las condiciones en que vivían. Ya hay tres escaleras y otras tantas en preparación.
Pero la gran novedad de La Cava es su diario. Desde septiembre, La Cava tiene su propio periódico, con noticias locales, artículos de instrucción sanitaria, novedades deportivas del barrio, anuncios de cursos diversos (leer, escribir), explicaciones sobre cómo hacer un piso de cemento para la casa (mucho más salubre que el de tierra apisonada), etcétera Tiene también su tira cómica y una leyenda en letras gigantescas que dice: "La basura trae enfermedades. ¡QUEMELA!"
Todo esto es la obra de un puñado de hombres encabezados por Osika y Polich
—Están orgullosos de su diario —cuenta Osika—. Lo llevan a la fábrica para mostrarlo. No vivimos en un barrio cualquiera, dicen, tenemos un diario y todo.
George Osika es un hombre tímido de pocas palabras, que ha tenido el coraje, a los 56 años, de dar un viraje ; su timón y lanzarse a la difícil aventura de poner los cimientos de una verdadera obra de solidaridad humana.

El decálogo comunitario
Vicente Roberto DAngelo está pintando su casa en el Barrio Mitre, sobre la avenida General Paz, detrás de la fábrica Philips. 40 años, 6 hijos, entusiasmos políticos (es demócrata cristiano), arranques de líder y un arraigado sentido vecinal.
Cuando el 19 de enero de 1956 se incendió toda la villa, D'Angelo salvó su casa de madera; en seguida organizó brigadas para la reconstrucción de la villa. En esa tarea lo encontró Emaús y se gestionó la construcción de un nuevo barrio por el Banco Hipotecario. El Banco le alquila las casas. D'Angelo sueña en estos días conseguir que se las venda a los inquilinos. "Así podemos hacerles las reformas que se nos dé la gana".
D'Angelo ha organizado un dispensario y pone inyecciones gratis. Sonríe detrás de sus inmensos bigotes negros y todo el tiempo planea nuevas cosas para el barrio. Acaba de organizar el Centro Cívico Social Deportivo Cultural Puerta Abiertas Juan XXIII. Ya ha creado un guardería donde las madres pueden deja a sus hijos bien cuidados cuando salen trabajar y es el autor de un peculiar decálogo, algunos de cuyos artículos rezan de la siguiente manera:
1) Solicitamos la colaboración de todo el vecindario para mantener en lo posible la limpieza de las calles y pasillos del barrio, especialmente no arrojando basura en las esquinas; 2) Los vecinos cuidarán de no dejar los perros y los caballos sueltos para evitar que revuelvan los tarros de basura o hagan destrozos; 3) A los que hagan bailes en sus casas, aconsejamos que, en lo posible, los realicen en sábados o vísperas de feriados, y después de cierta hora bajen el volumen de sus radios, para no molestar al vecino que debe madrugar.
Pero el broche de oro de D'Angelo es el pesebre de Navidad. Ahí da rienda suelta a toda su imaginación; en ese retablo vivo, en el que todos los chicos del barrio tienen un papel determinado, y donde la Virgen María parece una princesa de cuentos de hadas.
Durante toda la noche del 24 de diciembre, el barrio desborda villancicos y aleluyas. Floreal Palacios, changador del Abasto, en mangas de camisa, dirige el coro, chistando cuando en los crescendos "se les va la mano", y ordena las voces infantiles como un rebaño de corderitos...
—Yo aprendí canto con Mmlle. Leinoine, discípula de Williams —dice con orgullo—. El coro —agrega— se me ocurrió como un medio de sacar a los pibes de la calle. Un día vi cómo un auto mataba a una chiquita de cinco años que cruzaba sola la calle aquella de asfalto —dice, señalándola—. La madre trabajaba y los hermanitos mayores se habían distraído... Ahí, en ese momento, nació el coro.

Una carta a Dios
El amor se cuenta de muchas maneras. Y como ya se ha dicho muchas veces, la realidad suele superar, con reiterada frecuencia, la ficción más exacerbada. La historia de Leandro Puentes y Dora Buzzi empieza por un gesto de solidaridad humana desusado y termina en la simple historia de una pareja que se quiere.
Leandro, venido del Norte, vivía en una pieza de inquilinato y trabajaba en una fábrica. Un día, al cruzar la calle, un auto lo atropella y huye. Llevado a un hospital, le tienen que amputar las dos piernas. Pasan días de dolor, desesperación y soledad. Frente a él un futuro oscuro y sin contornos.
Una tarde los médicos le anuncian que ya está bien (claro que sin piernas) y que debe dejar el hospital. Otros enfermos esperan su cama. Leandro se tapa hasta los ojos con las cobijas. El hospital ha sido un lugar donde lo han cuidado, donde le han dado de comer, donde ha compartido su soledad con los compañeros de sala. Fuera de allí, ¿a dónde ir, así, inválido e inútil, sin nadie que se pueda ocupar de él? Solo las más terribles soluciones le parecen realizables. No hay sitio en el mundo para un hombre en sus condiciones. Cuando le dan una fecha fija para abandonar el hospital intenta
un recurso desesperado. Con el último dinero que le queda, pone un aviso en un diario de Buenos Aires: "Amputado de las dos piernas, solo en el mundo, busco quién quiera ocuparse de mí". Y pone la dirección del hospital.
—Imagínese —dice—. ¿Quién iba a contestar a un aviso así? Era como mandarle una carta a Dios.
A les tres días, a la hora de las visitas, una chica bajita, con el pelo recogido en un rodete y ojos sonrientes, se acercó a su cama.
—¿Usted es Leandro Puentes? —Leandro contestó que sí—. Me llamo Dora —explicó ella— y vengo a decirle que me voy a ocupar de usted.
—Y así se me apareció —agrega Leandro, como si el asombro le durara todavía, siete años después. ¿Y sabe lo que me dijo cuando le pregunté por qué? "Estaba por meterme de monja. Pero cuando leí el aviso pensé que Cristo estaba en el más necesitado, en el que todos dejaban solo".
Al día siguiente lo subieron a una ambulancia. Dora iba a su lado.
—¿A dónde lo llevamos
—Hacia afuera de la ciudad, pasando la General Paz.
—¿Norte o Sur?
Se miraron como si tiraran la moneda.
—Al Norte.
Ya en avenida Santa Fe, a la altura de Olivos, el enfermero les avisó:
—¡Eh, que así llegamos a Córdoba!
Dora reflexionó, hizo memoria.
—Doble a la izquierda, a unas doce cuadras, detrás del cementerio, hay una villa de emergencia. Déjenos allí, ya nos arreglaremos.
La ambulancia paró frente a un conglomerado de latas, detrás del cementerio de Olivos. Bajaron a Leandro y lo pusieron al costado del camino, sobre un poco de pasto. El enfermero y el chófer los miraron unos instantes, indecisos. Luego subieron a la ambulancia y arrancaron.
—No habían pasado dos minutos —cuenta a su vez Dora—, cuando un grupo de gente nos había rodeado, preguntándonos qué nos pasaba. Y en cuanto lo supieron fue una puja a ver quién ofrecía más ayuda. Un vecino, don León, nos cedió el pedacito que tenía con algunas flores al costado de su casa; otros trajeron cartón alquitranado, latas de zinc. En menos de una hora nos habían hecho la casita y desde entonces vivimos aquí. Yo trabajo de lavandera y gano lo suficiente para los dos.

Los héroes anónimos
Los testimonios concluyen aquí. Pero no son todos. Muchas historias de amor fraterno y solidario —las más grandes quizá— permanecen ignoradas. Sheila, Thomas White, doña Tomasa, los esposes Evans, la peluquera Jorgelina, George Osika, desaparecen otra vez detrás de bambalinas, de las bambalinas de un mundo en cuyo escenario gesticulan, gritan o ríen muchos protagonistas, pero en el que esconden su anónimo granito de arena los héroes de una empresa que no necesita premios ni estímulos parque queda paga con la satisfacción del bien realizado. La notoriedad que alcanzará con estas páginas su obra silenciosa y abnegada los hará enrojecer, arrepentidos de haber confesado y de haber disminuido el mérito de su acción al divulgarla. Pero el testimonio así difundido en el país, se convierte en esta nueva Navidad, en que la humanidad recuerda a Cristo, en ejemplo y lección de un cristianismo vivo y permanente.
María Deheza

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Cristo en las villas miseria
Cristo en las villas miseria
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