Teatro El creador de la Comedia
Nacional Antonio Cunill Cabanellas
El nombre del director catalán de teatro
Adrián Gual, es arduo de rastrear hasta en las
más completas enciclopedias especializadas.
Para su compatriota Antonio Cunill Cabanellas,
en cambio, ese nombre representa uno de los
pilares de la escena moderna: quizá porque fue
en el Teatro Íntimo de Barcelona, creado por
Gual, donde un Cunill adolescente (nació en
esa ciudad, en 1894) tropezó por primera vez
con los fundadores de la dramaturgia del siglo
XX. "Allí se representaba a Strindberg, a
Wedekind, a Ibsen, a Maeterlinck —memora el
artífice de la Comedia Nacional Argentina—. Mi
padre era un enamorado del teatro y alternaba
su profesión de fotógrafo con las
escenografías que ideaba para el grupo de
Gual, al que estaba vinculado; mi madre, hija
de un banquero andaluz, era una espectadora
entusiasta." Este fervor fluyó hacia Buenos
Aires en las manos de Antonio, y conoció su
apoteosis en la noche del viernes 24 de abril
de 1936, cuando el recamado telón del Teatro
Cervantes se alzó sobre el espectáculo
inaugural de la flamante Comedia Nacional:
Locos de verano, de Gregorio de Laferrere,
dirigido por Cunill e interpretado por el más
resplandeciente elenco que podía reunirse en
la Argentina de ese entonces. A tres décadas
de aquel acontecimiento, apenas tocado por los
años, el septuagenario Cunill Cabanellas
—menudo, vivaz— adelanta su rostro gatuno (una
impresión que su sempiterna corbata de moño
contribuye a reforzar) para zambullirse con
alegría en la memoria; mientras en torno de él
crece, en su modesta casa del Once, una
imponente biblioteca. Sobre el estante que
despliega, encuadernadas, las obras completas
—mil veces frecuentadas— de Ortega y Gasset,
los frascos de remedios componen un dócil
ejército; y en el sillón, increíblemente
enroscada en el mínimo espacio que deja libre
la espalda de Cunill, una perrita salchicha,
Mistinguett, refugia su tímida curiosidad.
Fue en 1910 que Cunill Cabanellas arribó a
Buenos Aires, en plena euforia del Centenario:
"Vine a ocuparme de algunos intereses
familiares y regresé a Barcelona, donde ya
había comenzado a hacer mis pininos de actor,
en la escuela anexa al teatro de Gual". Pero
la Argentina poseía una especial fascinación
para este catalán que leía incansablemente
temas filosóficos y que ingresó a la Escuela
de Ingenieros de su ciudad natal, para
abandonarla casi de inmediato, arrastrado por
los prestigios de la escena. Por eso, cuando
en 1915 la fortuna familiar se derrumba,
Antonio no vacila y ancla definitivamente en
Buenos Aires, donde varias compañías españolas
—la primera, la de Manuel Salvat— lo hospedan
como actor: "Cuando me casé con la primera
dama joven, Isabel Santos, me retiré como
intérprete, para dedicarme al periodismo". De
ese matrimonio nacieron tres varones: el
mayor, Antonio, se dedica ahora al cine
comercial, después de haber dirigido dos
películas —Los acusados y Rebelde con causa—;
el segundo es arquitecto, y el menor trabaja
en la televisión.
El único trofeo
Ahora que la marea de los aplausos ya no lo
arrebata, ahora que el tiempo puede remansarse
quietamente en el monástico despacho que se
asoma a Cangallo al 2500, Cunill abre los brazos y con un gesto casi patético debe
reconocer que no ha guardado ningún recuerdo
de su medio siglo de actividad en la
Argentina: "Soy tan descuidado y olvidadizo",
se disculpa como para sí mismo, mientras hurga
en el cajón del escritorio y rescata el único
trofeo que los años le han dejado: el programa
impreso en seda, de la primera velada del
Teatro Nacional de Comedia, como entonces se
denominaba lo que más tarde sería Comedia
Nacional. Encima del escritorio, pilas de
libros y papeles denuncian sus inquietudes:
aquí, La pintura moderna, de Herbert Read; más
allá, un pliego de prolijos y menudos
cuadernillos, improvisados con papel
cuadriculado, en los que se leen las
declinaciones de los verbos en inglés,
escritas con tinta azul y roja. "Qué quiere
—dice con una amplia sonrisa—, el inglés es un
idioma que aún tiene secretos para mí, y deseo
doblegarlo de una vez; con el francés no tengo
problemas." Fue en francés que Cunill se
entendió con los hombres de teatro que, aparte
del idolatrado Adrián Gual, más suscitaron su
admiración: Antoine, Jacques Copeau ("A quien
conocí en Barcelona, en casa de Gual: llevaba
en sí todo el misterio del, teatro"), Charles
Dullin ("Fui alumno de él, en París, a lo
largo de las 15 lecciones de un curso de
perfeccionamiento") y Louis Jouvet: "Cuando
llegó a Buenos Aires, en 1940, le ofrecí un
puesto en el Conservatorio, y estuvo a punto
de aceptarlo". Porque el hombre que desde 1922
se había aposentado en el suplemento literario
del matutino La Prensa, "donde Josué Santos
Gollán supo acrecentar aún más mi amor por la
Argentina" (Cunill se ocupó también de
política española, en el mismo diario, hasta
que sucumbió en la península el régimen
republicano), fue designado para la cátedra de
Arte Dramático en el entonces Conservatorio
Nacional de Música y Arte Escénico, en 1928.
Los rectores eran, respectivamente, Carlos
López Buchardo y Enrique García Velloso; más
adelante, Cunill llegó a vicerrector y logró
desprender el sector interpretativo del
musical, en 1958, creando la actual Escuela
Nacional de Arte Dramático, de la que fue
director hasta su jubilación, en 1960. Ya
en aquel año de 1928, la preocupación esencial
del flamante profesor fue el enaltecimiento de
la dramaturgia argentina. La primera pieza que
presentó con sus alumnos, en el Cervantes, fue
El poeta, de José Mármol; y es con orgullo que
enuncia que en sus cinco años al frente del
Nacional de Comedia, de 28 puestas en escena,
26 fueron de obras argentinas. "Imponer el
teatro nacional en todos sus matices",
insiste, reiterativo, apasionado; y hace un
breve catálogo de títulos y autores: Pedro
Pico, Samuel Eichelbaum, Ricardo Hojas;
Facundo, de David Peña; La divisa punzó, de
Paul Groussac; La conquista, de César Iglesias
Paz. "A veces las obras no eran perfectas,
estoy de acuerdo; pero con una digna
presentación adquirían autoridad." Es ese
sentido de la dignidad total de los
espectáculos, pulcros y cuidados, el que más
resplandece en el recuerdo de quienes
siguieron la actividad de aquel período
inicial de la Comedia, una institución nacida
del entendimiento entre Cunill Cabanellas y el
presidente de la Comisión Nacional de Cultura,
Matías Sánchez Sorondo. La selección del
elenco partió de una experiencia que el
director de la flamante entidad realizó en
1933, cuando la célebre temporada "de Susini"
(así denominada con cierta desapresión, por
cuanto el verdadero artífice fue Cunill) en el
Odeón. Allí, para interpretar un repertorio
internacional de empinado nivel —Mirandolina
(La locandiera) de Goldoni, Carina de
Crommelynck, La primavera de los demás de
Amiel, Martina de Jean-Jacques Bernard, La
guitarra y el jazz-band de Duvernois—, se
reunió un equipo de actores de primer orden:
Miguel Faust Rocha, Iris Marga, Eva Franco,
Mecha Ortiz, Guillermo Battaglia y muchos
otros, quienes pasaron en su casi totalidad,
con algunas figuras de diversa procedencia, al
Cervantes. Fue Cunill quien reunió a este
grupo de intérpretes y supo encauzar sus
virtudes, cristalizándolas en un común afán de
superación cultural. Consiguió, de esta
manera, algo que hasta ese momento
difícilmente se veía en los escenarios
porteños: homogeneidad y estilo. "De ellos y
no de mí, nació verdaderamente la posibilidad
de crear el Nacional de Comedia", afirma con
modestia su fundador, quien reconoce distintas
fuentes de inspiración para su tarea de
organizador: "El teatro de Adrián Gual, basado
a su vez en el del gran Antoine —a quien
también conocí en casa de mi maestro, cuando
el Congreso Internacional de Teatro, en
Barcelona, en 1930—; las experiencias de
Copeau, de Gordon Craig y de Stanislavsky".
Las púas del puercoespín Inquieto
(aunque afirma que "mi ser físico tiende al
reposo, ya no es como antes"), Cunill se
levanta, va y viene frente al estante de los
remedios, señala los libros de Ortega: "Los
leo y los releo siempre, aunque no coincido
mucho con sus conceptos en La deshumanización
del arte. Pero soy un orteguiano, porque soy
un humanista; no me siento para nada
unamunesco, salvo en lo que hace a su noción
del futuro". El torrente filosófico que brota
del juvenil anciano, es irrefrenable, y parece
más encaminado a la búsqueda de una
autodefinición ("Soy esencialmente
antirromántico") que a un despliegue erudito.
"Por eso me gusta Heidegger cuando dice que el
futuro es más importante que el pasado y el
presente —continúa, con un ronrroneo donde el
suave acento hispánico apenas se encrespa con
la aspereza catalana—; me divierte el mundo
que cambia, el teatro es diversión y yo tengo
necesidad de divertirme, ¡El mundo moderno nos
satura de aburrimiento!" Cuando Cunill se
pasea por la filosofía, no es fácil
reconducirlo al territorio de los recuerdos
personales. Pero se resigna a conceder que en
su pasado hay también una veta de dramaturgo,
que dio abundantes frutos. En 1928, en el
Marconi, Gloria Ferrandiz le estrena Comedia
sin título, que dirige Francisco Defilippis
Novoa; en 1931 (después de un regreso a España
"y Europa", en 1929), el premio "Florencio
Sánchez", del Círculo Argentino de Autores —el
embrión de Argento-res— recae sobre su drama
Chaco, que presenta Eva Franco; en ese mismo
año, las jóvenes Paulina Singerman y Luisa
Vehil diseñan sus agraciadas figuras entre los
parlamentos de Tú mandas, otra pieza de
Cunill, en el Liceo; y de nuevo en el Marconi,
la hispánica Concepción Olona protagoniza Ni
él ni ella, donde aparece un promisorio galán:
Arturo García Buhr. "Cuando llegué a la
Argentina —recuerda Cunill Cabanellas—, era el
apogeo de los Podestá, de Orfilia Rico, de
Battaglia (padre), de los sainetes, en los que
brillaban compañías como la de Vittone y
Pomar. Los autores de éxito se llamaban
Laferrere, Iglesias Paz, García Velloso,
Berruti; las piezas argentinas se vinculaban
con los problemas de la burguesía más o menos
pudiente, o con lo popular. Las clases altas
no se ocupaban mucho del teatro nacional —y
añade—: el único director que merecía ese
nombre, era Armando Discépolo." ¿Qué aporta a
ese panorama este nervioso barcelonés que se
precia de haber sido, por sus púas, "bastante
puercoespín; y sigo siéndolo"? Ante todo, una
labor ordenada ("como buen catalán, aunque en
mi vida haya primado el desorden"),
consciente, aplicada a cimentar "ese complejo
de sensibilidad e inteligencia que ha de ser
el actor, otorgándole la noción de su rango
profesional", y a "tomarse en serio el teatro
en toda su amplitud, sabiendo que la obra es
el puntal de todo lo que ocurre en el
escenario". Lo primero que intentó —y
logró— Cunill en la Comedia, fue liberar a sus
actores de premuras económicas. Y aunque es
reticente a hablar de dinero ("No me pregunte
cuánto costaba una puesta en escena, yo tenía
un excelente administrador, Alejandro Berruti,
y él entendía de esas cosas"), confiesa que su
sueldo inicial de director fue de 400 pesos
(de 1936), aumentado luego a 1.500. "Una
actriz como Iris Marga pudo llegar a ganar
unos 1.500 pesos mensuales; un actor como
Faust Rocha, en 1940, 2.000." En cuanto a su
sistema de trabajo, se niega obstinadamente a
definirlo: "Digamos que consistía en mi
respeto a la no generación espontánea
Los números cantan Esta preocupación
plástica llevó a algunos críticos a mostrarse
agresivos con el director de la Comedia,
reprochándole las ornamentaciones que
condimentaban sus puestas. "En el Teatro
Nacional de Comedia —sostenía Joaquín Linares,
en El Hogar del 30 de octubre de 1936, al
revisar la temporada inaugural del elenco
oficial argentino— sólo se han hecho alardes
de preciosismo escenográfico, coreográfico y
declamatorio." Esta inquietud acostumbró, no
obstante, al público porteño, a Un
refinamiento estético que solía encontrarse
únicamente en las compañías extranjeras: desde
entonces, ya pudo exigir la propiedad de
accesorios y atuendos, y hasta el lujo, cuando
era necesario. Quizá los más fastuosos
espectáculos de Cunill fueron La divisa punzó,
de Paul Groussac (inauguración de la temporada
1937) y, en ese mismo año, Cyrano de Bergerac,
de Edmond Rostand (la única pieza extranjera
que puso en sus cinco años al frente del
Cervantes, junto don La discreta enamorada, de
Lope de Vega). Es importante revisar las
Memorias y Balances de la Comisión Nacional de
Cultura, de aquellos años. El vestuario y la
zapatería de La divisa punzó y Cyrano costaron
15.746 pesos con 60 centavos; en 1937 (su
segundo año de actividad), el T. N.C. recaudó
145.637 pesos con 32 centavos, contra 169.117
pesos con 5 centavos, de su primera temporada.
La diferencia de 23.469 pesos con 73 centavos
se debe —aclaran las autoridades— a la
experiencia que se hizo de rebajar el precio
de la platea, que era originariamente de 2
pesos, a 1 y a 1.50. El resultado resplandece
en otras cifras: en 1936, hubo 77.199
espectadores; en 1937 (con 210 funciones a 1
peso la platea, 103 funciones a 2 pesos, y 57
funciones a pesos 1.50), concurrieron 137.098
personas. En sueldos, 1936 insumió 203.640
pesos con 25 centavos; en 1937, 174.648 pesos
con 12 centavos. Mientras Berruti barajaba
estos cálculos en su despacho de
administrador, Cunill proseguía su empeñosa
labor de exaltar al teatro argentino. Este fue
su talón de Aquilas, el flanco que la crítica
difícilmente pasaba por alto y que ocasionaba
una merma apreciable de concurrencia. La
mayoría de las obras nacionales elegidas lo
eran por una Comisión de Lectura (Rafael
Alberto Arrieta, Alfredo Bianchi, José
González Castillo, Leopoldo Marechal, Enrique
García Velloso y el propio Cunill, fueron los
primeros integrantes), o bien porque habían
merecido premios de la Comisión de Cultura.
Estos avales no eran entonces (como no lo son
ahora) garantía de calidad: en 1936, el
público se volcó sobre Locos de verano y La
discreta enamorada, pero se resistió algo a El
gato y su selva, de Samuel Eichelbaum (no
arribado aún a la cumbre de Un guapo del 900),
y huyó de La mujer de un hombre, de Arturo
Cerretani, Rio, de Julio Venancio Montiel, y
La posada del león, de Horacio Rega Molina.
Los sarcasmos llovieron sobre Cunill y su
empresa. Por eso, el repertorio de 1937 fue
considerablemente más cauteloso y procuró
basarse sobre nombres ya consolidados del
teatro rioplatense: La divisa punzó
(presentada el 8 de abril de ese año y
repuesta varias veces a lo largo de dos o tres
temporadas, por la clamorosa repercusión
obtenida), Cyrano (otro de los booms más
radiantes de la Comedia, el 10 de agosto, con
Faust Rocha en una caracterización triunfal),
En familia, de Florencio Sánchez (el 20 de
octubre). El 14 de mayo se estrenó Mandinga en
la sierra, de Arturo Loruso y Rafael J. de
Rosa, un considerable éxito de público; el 11
de junio se repuso La posada del León; el 30
de julio se presentó Martín Vega, de Juan
Zocchi; y el 17 de octubre, Infierno cerca del
cielo, de Belisario García Villar. Con
cierta acritud, Cunill se reclina en la
memoria de esos días (a veces tironeados por
la incomprensión) y murmura: "Yo creo,
contrariamente a lo que suele decirse, que el
argentino no es aficionado al teatro". Nada
más obvio que rebotar de aquí a la
consideración de los nuevos dramaturgos
locales: "A mí me parece que están más
desvinculados del teatro que antes —observa
Cunill—: no es difícil encontrar una relación,
aunque lejana, entre Sánchez e Ibsen. Pero
ahora esto se ha vuelto más complicado: ¿cómo
reconocerse en Samuel Beckett, por ejemplo, un
metafísico que plantea un mundo de realidades
tan arduas de captar?" Por el momento, el
estudioso catalán ve a los autores nacionales
como "apoyados exclusivamente en el realismo y
desvinculados de lo intemporal"; pero también
reflexiona que "el argentino es hermético de
una manera inconsciente, está como avergonzado
de revelar o esclarecer su vida moral, su
actividad más profunda".
Discurso del
método Y, saltando del sillón como si uno
de los resortes se hubiese soltado y lo
proyectara hacia la biblioteca, aterriza junto
a una hilera de títulos donde resplandecen los
nombres de Ionesco, Beckett, Pinter, Brecht,
Osborne: "Me preocupa más leerme a estos
señores —declara con hispánica altivez— que
releer a Ibsen". Sin ninguna melancolía, con
decisión, añade: "Si yo estuviera al frente de
la Comedia Nacional, haría obligatoria la
representación de piezas de vanguardia, porque
el teatro debe estar al servicio de todas las
evoluciones, que suelen llegar a él después de
haberse producido en lo plástico y en lo
musical". Cunill es un hombre metódico, que
a esta altura de su existencia ha hecho suya
la divisa de su admirado Baltasar Gracián:
"Los últimos años los quiero para mí". Por eso
cuida sus horarios: se acuesta a medianoche y
se levanta al mediodía, tras lo cual tiene
tiempo para lo que él llama "planificar las
perfecciones : leer y estudiar todo lo
atrasado en el transcurso de una vida de
intensa actividad, "observar terrenos que no
fueron atendidos antes por mí". Sin embargo,
en su solitaria vigilia, incuba tal vez un
libro de memorias y devana la posibilidad de
lanzar, por fin, un compendio de sus teorías
—Hacia una estética del actor— que hace
antesala desde hace años: "Pero no sé
—confiesa, disimulando el escepticismo detrás
de una mímica que finge, quizá, la burla— si
tendré el optimismo necesario para publicar".
Cuando termina de informar acerca de su agenda
("después de almorzar leo, hasta las cinco de
la tarde, más o menos; suelo irme a algún
café, luego; y procuro no perderme ningún
estreno teatral"), el discípulo de Gual se
sumerge en su larga estadía en el
Conservatorio Nacional. "El único método que
se implantó allí, fue el mío", sostiene con
fiereza. Y agrega, sonriente: "Quizá, el menos
metódico de todos". La teoría fundamental de
su enseñanza era que todas las materias
poseyeran un nexo común, con un centro vital:
la formación cultural del actor. "Comunicar al
alumno una preocupación intelectivo-sensible
del teatro", como él dice, en su lenguaje algo
barroco; y, siguiendo el hilo de otro discurso
interior, comenta: "En Europa, el método no
existió nunca, sino en Rusia, donde
Stanislavsky lo codificó y perfeccionó; de
ahí, Miguel Chejov, sobrino del dramaturgo, lo
llevó a los Estados Unidos, y sobrevino la
apoteosis del Método, con mayúscula. Yo tomé
de él lo que me convenía". El nombre del
maestro asoma de nuevo a sus labios: "En el
fondo, lo que hice en el Conservatorio no fue
sino una extensión, una prolongación del
sentido integral del teatro que Gual aplicaba
en su escuela". En Buenos Aires, hay dos
hombres que mantienen hacia Cunill la misma
veneración que éste dispensa a su mentor
catalán. Son Osvaldo Bonet y Néstor Nocera,
sus discípulos y continuadores, de quienes su
formador dice: "Llevan dentro los mismos
gérmenes de respeto por el teatro que yo". Es
por ellos, y a través de ellos, que Cunill no
se siente del todo olvidado, y se une
simbólicamente a las generaciones nuevas que
colman las aulas de las que surgieron María
Rosa Gallo e Inda Ledesma, Alfredo Alcón y
Ernesto Bianco, entre muchos otros: "No, no
extraño la actividad, después de tan duras
jornadas, porque yo planté una semilla y está
dando frutos; apunté el proyectil y tomé una
serie de previsiones para que no se aparte del
blanco".
El tercer ojo Si fuera
posible diseñar un retrato ideal de Antonio
Cunill Cabanellas, habría tal vez que
representar un tercer ojo en su cara (entre
bondadosa y sarcástica). Porque si el derecho
—metafóricamente— fuese el Conservatorio, y el
izquierdo la Comedia Nacional, el del medio
debería ser el Instituto Nacional de Estudios
del Teatro, también creado por su iniciativa
en 1936: un receptáculo para albergar todo lo
que la Argentina y el mundo producen en
materia de información y realización escénica,
abarcando una biblioteca especializada y el
Museo Nacional del Teatro, una entidad única
en América del Sur, cuyas valiosas colecciones
fueron diezmadas —aunque no del todo— en
tiempos del peronismo. Con el mismo pudor
con que recata que en su juventud fue
fotógrafo playero y filmó breves películas
mudas en las que imitaba a Chaplin (también
pintaba), Cunill prefiere no hablar de su
alejamiento del Cervantes y su actividad
posterior. Pero se sabe que ese alejamiento
coincidió con el de Sánchez Sorondo de la
Comisión de Cultura, en cuya presidencia fue
reemplazado por Gustavo Martínez Zuviría (Hugo
Wast), quien designó una comisión asesora del
T.N.C. El primer día que la comisión se
instaló en un palco bajo para controlar un
ensayo de Don Basilio mal casado, de Tulio
Carella (1940), Cunill hizo bajar el telón en
sus narices y prosiguió el ensayo dentro del
clausurado escenario. Poco después, presentó
su renuncia y dijo a los actores: "El mejor
regalo que pueden hacerme es seguir en el
teatro, para continuar en mi línea". Bajo el
nuevo director, Enrique de Rosas, y con el
apoyo del fiel Berruti, hasta 1946 la compañía
oficial argentina siguió la orientación de su
fundador. Después, Cunill (que es académico
de la Hispanoamericana de Artes y Ciencias de
Cádiz) conoció otros éxitos en la actividad
privada: Si Eva se hubiera vestido, de Pondal
Ríos y Olivari, en 1942; Una viuda difícil, de
Nalé Roxlo, 1944. Intentó dirigir en cine
Locos de verano (1942), y fracasó. Luego fue
designado director general del Teatro
Municipal, donde sus fuegos resplandecieron
por última vez, aunque atenuados, con El sueño
de una noche de verano, hecho en el Colón
(1950). Por fin, tras esporádicos intentos, la
decisión final de no dirigir más: "Si no hay
continuidad, uno termina por mercantilizarse
y no quiero". Esto lo dice el hombre que más
hizo por el teatro argentino en el último
medio siglo, a un paso de quedarse sin techo
("Si echan abajo esta casa, no sé adónde voy a
ir"), pero únicamente preocupado por una cosa:
"No desconectarme de la modernidad ni del
porvenir".
Cómo lo recuerdan Cuando
Osvaldo Bonet apareció caracterizado de
Zamora, el protagonista de la tragicomedia de
Georges Neveux, en el verano de 1964, la risa
estremeció a quienes estaban en el secreto:
porque esa composición era la más perfecta
réplica de su maestro, Antonio Cunill
Cabanellas. Pero era una imitación llena de
afecto, porque Bonet no tiene límites en su
admiración por el fundador de la Comedia.
"Nadie ha hecho lo que él hizo —enuncia con
fervor— y en tan poco tiempo. Ninguna persona
que yo haya conocido, posee su capacidad
increíble de trabajo, ni el brillo fascinante
de su imaginación." Como todos los que fueron
discípulos de Cunill, Bonet sostiene que "una
indicación de él, por simple que fuera, es
inolvidable, como es inolvidable su humor
incisivo". Es también Bonet quien reconoce
en el maestro una curiosa capacidad para ser
cruel; aunque Cunill no la oculta, y la
explica diciendo: "Bastante cruel he sido
conmigo mismo". Sin embargo, nadie ha podido
sustraerse al atractivo de un hombre en quien
no resultaba chocante oír esta enunciación:
"Soy genial". Una de las facetas de esa
genialidad es el don de mantener a un
auditorio prisionero de su conversación: "Una
noche —recuerda Bonet—, en casa de María Rosa
Gallo, Cunill habló sin parar desde las nueve
de la noche hasta las tres y media de la
mañana; mucha gente se fue a descansar un rato
y volvió, para seguir disfrutando de la
charla". Por fin, es el discípulo quien
revela, asimismo, la verdad oculta detrás de
esa exuberante autoafirmación: "Cunill es, en
el fondo, un gran tímido —asegura Bonet— que
se ha forjado una coraza para abrirse camino
en el mundo. Por eso nunca dialoga, salvo con
los libros: monologa". Iris Marga fue
arrancada por Cunill Cabanellas del teatro por
secciones y de los tablados de revista, para
lanzarla por el camino que la llevaría a ser
la máxima intérprete de comedia brillante en
la Argentina. "Por eso —observa la
refinadísima actriz— yo no vacilé nunca en
hacer lo que Cunill me indicaba, desde el
momento en que me depositó sobre el escenario
del Odeón, para la famosa temporada de
1932-33. Si me pedía que bailara sobre una
mesa, como sucedió en La mujer de un hombre,
de Cerretani, yo lo hacía sin vacilar." Más
que el premio que le valió su interpretación
de Miss Ba, en 1935, Iris apreció el llamado
de Cunill para la primera temporada del T. N.
C.: "Trabajábamos mucho, a razón de un estreno
por mes, pero no lo sentíamos porque estábamos
dentro de una organización perfecta". No
es improbable que Luisa Vehil recuerde, sin
embargo, aquellas mañanas del Cervantes en las
que, a partir de las 10, un implacable Cunill
le exigía un mayor rendimiento vocal, para
cubrir el papel de la Ñusta, en Ollantay, de
Ricardo Rojas. "El se sentaba en el fondo de
la platea —memora uno de sus asistentes de
entonces— y hacía que Luisa repitiera una y
otra vez los parlamentos, en tres distintas
intensidades de tono, hasta que los
espectadores que se ubicaran allí mismo,
alcanzaran a oírla." El mismo informante acota
que Cunill "fue de los primeros en preferir
los decorados corpóreos, antes que los telones
pintados que servían de fondo para cualquier
cosa".
21 de junio de 1966 PRIMERA
PLANA
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