Teatro
El creador de la Comedia Nacional
Antonio Cunill Cabanellas

   
El nombre del director catalán de teatro Adrián Gual, es arduo de rastrear hasta en las más completas enciclopedias especializadas. Para su compatriota Antonio Cunill Cabanellas, en cambio, ese nombre representa uno de los pilares de la escena moderna: quizá porque fue en el Teatro Íntimo de Barcelona, creado por Gual, donde un Cunill adolescente (nació en esa ciudad, en 1894) tropezó por primera vez con los fundadores de la dramaturgia del siglo XX. "Allí se representaba a Strindberg, a Wedekind, a Ibsen, a Maeterlinck —memora el artífice de la Comedia Nacional Argentina—. Mi padre era un enamorado del teatro y alternaba su profesión de fotógrafo con las escenografías que ideaba para el grupo de Gual, al que estaba vinculado; mi madre, hija de un banquero andaluz, era una espectadora entusiasta."
Este fervor fluyó hacia Buenos Aires en las manos de Antonio, y conoció su apoteosis en la noche del viernes 24 de abril de 1936, cuando el recamado telón del Teatro Cervantes se alzó sobre el espectáculo inaugural de la flamante Comedia Nacional: Locos de verano, de Gregorio de Laferrere, dirigido por Cunill e interpretado por el más resplandeciente elenco que podía reunirse en la Argentina de ese entonces. A tres décadas de aquel acontecimiento, apenas tocado por los años, el septuagenario Cunill Cabanellas —menudo, vivaz— adelanta su rostro gatuno (una impresión que su sempiterna corbata de moño contribuye a reforzar) para zambullirse con alegría en la memoria; mientras en torno de él crece, en su modesta casa del Once, una imponente biblioteca. Sobre el estante que despliega, encuadernadas, las obras completas —mil veces frecuentadas— de Ortega y Gasset, los frascos de remedios componen un dócil ejército; y en el sillón, increíblemente enroscada en el mínimo espacio que deja libre la espalda de Cunill, una perrita salchicha, Mistinguett, refugia su tímida curiosidad.
Fue en 1910 que Cunill Cabanellas arribó a Buenos Aires, en plena euforia del Centenario: "Vine a ocuparme de algunos intereses familiares y regresé a Barcelona, donde ya había comenzado a hacer mis pininos de actor, en la escuela anexa al teatro de Gual". Pero la Argentina poseía una especial fascinación para este catalán que leía incansablemente temas filosóficos y que ingresó a la Escuela de Ingenieros de su ciudad natal, para abandonarla casi de inmediato, arrastrado por los prestigios de la escena. Por eso, cuando en 1915 la fortuna familiar se derrumba, Antonio no vacila y ancla definitivamente en Buenos Aires, donde varias compañías españolas —la primera, la de Manuel Salvat— lo hospedan como actor: "Cuando me casé con la primera dama joven, Isabel Santos, me retiré como intérprete, para dedicarme al periodismo". De ese matrimonio nacieron tres varones: el mayor, Antonio, se dedica ahora al cine comercial, después de haber dirigido dos películas —Los acusados y Rebelde con causa—; el segundo es arquitecto, y el menor trabaja en la televisión.

El único trofeo
Ahora que la marea de los aplausos ya no lo arrebata, ahora que el tiempo puede remansarse quietamente en el monástico despacho que se asoma a Cangallo al 2500, Cunill abre los brazos y con un gesto casi patético debe reconocer que no ha guardado ningún recuerdo de su medio siglo de actividad en la Argentina: "Soy tan descuidado y olvidadizo", se disculpa como para sí mismo, mientras hurga en el cajón del escritorio y rescata el único trofeo que los años le han dejado: el programa impreso en seda, de la primera velada del Teatro Nacional de Comedia, como entonces se denominaba lo que más tarde sería Comedia Nacional. Encima del escritorio, pilas de libros y papeles denuncian sus inquietudes: aquí, La pintura moderna, de Herbert Read; más allá, un pliego de prolijos y menudos cuadernillos, improvisados con papel cuadriculado, en los que se leen las declinaciones de los verbos en inglés, escritas con tinta azul y roja. "Qué quiere —dice con una amplia sonrisa—, el inglés es un idioma que aún tiene secretos para mí, y deseo doblegarlo de una vez; con el francés no tengo problemas."
Fue en francés que Cunill se entendió con los hombres de teatro que, aparte del idolatrado Adrián Gual, más suscitaron su admiración: Antoine, Jacques Copeau ("A quien conocí en Barcelona, en casa de Gual: llevaba en sí todo el misterio del, teatro"), Charles Dullin ("Fui alumno de él, en París, a lo largo de las 15 lecciones de un curso de perfeccionamiento") y Louis Jouvet: "Cuando llegó a Buenos Aires, en 1940, le ofrecí un puesto en el Conservatorio, y estuvo a punto de aceptarlo". Porque el hombre que desde 1922 se había aposentado en el suplemento literario del matutino La Prensa, "donde Josué Santos Gollán supo acrecentar aún más mi amor por la Argentina" (Cunill se ocupó también de política española, en el mismo diario, hasta que sucumbió en la península el régimen republicano), fue designado para la cátedra de Arte Dramático en el entonces Conservatorio Nacional de Música y Arte Escénico, en 1928. Los rectores eran, respectivamente, Carlos López Buchardo y Enrique García Velloso; más adelante, Cunill llegó a vicerrector y logró desprender el sector interpretativo del musical, en 1958, creando la actual Escuela Nacional de Arte Dramático, de la que fue director hasta su jubilación, en 1960.
Ya en aquel año de 1928, la preocupación esencial del flamante profesor fue el enaltecimiento de la dramaturgia argentina. La primera pieza que presentó con sus alumnos, en el Cervantes, fue El poeta, de José Mármol; y es con orgullo que enuncia que en sus cinco años al frente del Nacional de Comedia, de 28 puestas en escena, 26 fueron de obras argentinas. "Imponer el teatro nacional en todos sus matices", insiste, reiterativo, apasionado; y hace un breve catálogo de títulos y autores: Pedro Pico, Samuel Eichelbaum, Ricardo Hojas; Facundo, de David Peña; La divisa punzó, de Paul Groussac; La conquista, de César Iglesias Paz. "A veces las obras no eran perfectas, estoy de acuerdo; pero con una digna presentación adquirían autoridad."
Es ese sentido de la dignidad total de los espectáculos, pulcros y cuidados, el que más resplandece en el recuerdo de quienes siguieron la actividad de aquel período inicial de la Comedia, una institución nacida del entendimiento entre Cunill Cabanellas y el presidente de la Comisión Nacional de Cultura, Matías Sánchez Sorondo. La selección del elenco partió de una experiencia que el director de la flamante entidad realizó en 1933, cuando la célebre temporada "de Susini" (así denominada con cierta desapresión, por cuanto el verdadero artífice fue Cunill) en el Odeón. Allí, para interpretar un repertorio internacional de empinado nivel —Mirandolina (La locandiera) de Goldoni, Carina de Crommelynck, La primavera de los demás de Amiel, Martina de Jean-Jacques Bernard, La guitarra y el jazz-band de Duvernois—, se reunió un equipo de actores de primer orden: Miguel Faust Rocha, Iris Marga, Eva Franco, Mecha Ortiz, Guillermo Battaglia y muchos otros, quienes pasaron en su casi totalidad, con algunas figuras de diversa procedencia, al Cervantes.
Fue Cunill quien reunió a este grupo de intérpretes y supo encauzar sus virtudes, cristalizándolas en un común afán de superación cultural. Consiguió, de esta manera, algo que hasta ese momento difícilmente se veía en los escenarios porteños: homogeneidad y estilo. "De ellos y no de mí, nació verdaderamente la posibilidad de crear el Nacional de Comedia", afirma con modestia su fundador, quien reconoce distintas fuentes de inspiración para su tarea de organizador: "El teatro de Adrián Gual, basado a su vez en el del gran Antoine —a quien también conocí en casa de mi maestro, cuando el Congreso Internacional de Teatro, en Barcelona, en 1930—; las experiencias de Copeau, de Gordon Craig y de Stanislavsky".

Las púas del puercoespín
Inquieto (aunque afirma que "mi ser físico tiende al reposo, ya no es como antes"), Cunill se levanta, va y viene frente al estante de los remedios, señala los libros de Ortega: "Los leo y los releo siempre, aunque no coincido mucho con sus conceptos en La deshumanización del arte. Pero soy un orteguiano, porque soy un humanista; no me siento para nada unamunesco, salvo en lo que hace a su noción del futuro". El torrente filosófico que brota del juvenil anciano, es irrefrenable, y parece más encaminado a la búsqueda de una autodefinición ("Soy esencialmente antirromántico") que a un despliegue erudito. "Por eso me gusta Heidegger cuando dice que el futuro es más importante que el pasado y el presente —continúa, con un ronrroneo donde el suave acento hispánico apenas se encrespa con la aspereza catalana—; me divierte el mundo que cambia, el teatro es diversión y yo tengo necesidad de divertirme, ¡El mundo moderno nos satura de aburrimiento!"
Cuando Cunill se pasea por la filosofía, no es fácil reconducirlo al territorio de los recuerdos personales. Pero se resigna a conceder que en su pasado hay también una veta de dramaturgo, que dio abundantes frutos. En 1928, en el Marconi, Gloria Ferrandiz le estrena Comedia sin título, que dirige Francisco Defilippis Novoa; en 1931 (después de un regreso a España "y Europa", en 1929), el premio "Florencio Sánchez", del Círculo Argentino de Autores —el embrión de Argento-res— recae sobre su drama Chaco, que presenta Eva Franco; en ese mismo
año, las jóvenes Paulina Singerman y Luisa Vehil diseñan sus agraciadas figuras entre los parlamentos de Tú mandas, otra pieza de Cunill, en el Liceo; y de nuevo en el Marconi, la hispánica Concepción Olona protagoniza Ni él ni ella, donde aparece un promisorio galán: Arturo García Buhr.
"Cuando llegué a la Argentina —recuerda Cunill Cabanellas—, era el apogeo de los Podestá, de Orfilia Rico, de Battaglia (padre), de los sainetes, en los que brillaban compañías como la de Vittone y Pomar. Los autores de éxito se llamaban Laferrere, Iglesias Paz, García Velloso, Berruti; las piezas argentinas se vinculaban con los problemas de la burguesía más o menos pudiente, o con lo popular. Las clases altas no se ocupaban mucho del teatro nacional —y añade—: el único
director que merecía ese nombre, era Armando Discépolo." ¿Qué aporta a ese panorama este nervioso barcelonés que se precia de haber sido, por sus púas, "bastante puercoespín; y sigo siéndolo"? Ante todo, una labor ordenada ("como buen catalán, aunque en mi vida haya primado el desorden"), consciente, aplicada a cimentar "ese complejo de sensibilidad e inteligencia que ha de ser el actor, otorgándole la noción de su rango profesional", y a "tomarse en serio el teatro en toda su amplitud, sabiendo que la obra es el puntal de todo lo que ocurre en el escenario".
Lo primero que intentó —y logró— Cunill en la Comedia, fue liberar a sus actores de premuras económicas. Y aunque es reticente a hablar de dinero ("No me pregunte cuánto costaba una puesta en escena, yo tenía un excelente administrador, Alejandro Berruti, y él entendía de esas cosas"), confiesa que su sueldo inicial de director fue de 400 pesos (de 1936), aumentado luego a 1.500. "Una actriz como Iris Marga pudo llegar a ganar unos 1.500 pesos mensuales; un actor como Faust Rocha, en 1940, 2.000." En cuanto a su sistema de trabajo, se niega obstinadamente a definirlo: "Digamos que consistía en mi respeto a la no generación espontánea

Los números cantan
Esta preocupación plástica llevó a algunos críticos a mostrarse agresivos con el director de la Comedia, reprochándole las ornamentaciones que condimentaban sus puestas. "En el Teatro Nacional de Comedia —sostenía Joaquín Linares, en El Hogar del 30 de octubre de 1936, al revisar la temporada inaugural del elenco oficial argentino— sólo se han hecho alardes de preciosismo escenográfico, coreográfico y declamatorio." Esta inquietud acostumbró, no obstante, al público porteño, a Un refinamiento estético que solía encontrarse únicamente en las compañías extranjeras: desde entonces, ya pudo exigir la propiedad de accesorios y atuendos, y hasta el lujo, cuando era necesario. Quizá los más fastuosos espectáculos de Cunill fueron La divisa punzó, de Paul Groussac (inauguración de la temporada 1937) y, en ese mismo año, Cyrano de Bergerac, de Edmond Rostand (la única pieza extranjera que puso en sus cinco años al frente del Cervantes, junto don La discreta enamorada, de Lope de Vega).
Es importante revisar las Memorias y Balances de la Comisión Nacional de Cultura, de aquellos años. El vestuario y la zapatería de La divisa punzó y Cyrano costaron 15.746 pesos con 60 centavos; en 1937 (su segundo año de actividad), el T. N.C. recaudó 145.637 pesos con 32 centavos, contra 169.117 pesos con 5 centavos, de su primera temporada. La diferencia de 23.469 pesos con 73 centavos se debe —aclaran las autoridades— a la experiencia que se hizo de rebajar el precio de la platea, que era originariamente de 2 pesos, a 1 y a 1.50. El resultado resplandece en otras cifras: en 1936, hubo 77.199 espectadores; en 1937 (con 210 funciones a 1 peso la platea, 103 funciones a 2 pesos, y 57 funciones a pesos 1.50), concurrieron 137.098 personas. En sueldos, 1936 insumió 203.640 pesos con 25 centavos; en 1937, 174.648 pesos con 12 centavos.
Mientras Berruti barajaba estos cálculos en su despacho de administrador, Cunill proseguía su empeñosa labor de exaltar al teatro argentino. Este fue su talón de Aquilas, el flanco que la crítica difícilmente pasaba por alto y que ocasionaba una merma apreciable de concurrencia. La mayoría de las obras nacionales elegidas lo eran por una Comisión de Lectura (Rafael Alberto Arrieta, Alfredo Bianchi, José González Castillo, Leopoldo Marechal, Enrique García Velloso y el propio Cunill, fueron los primeros integrantes), o bien porque habían merecido premios de la Comisión de Cultura. Estos avales no eran entonces (como no lo son ahora) garantía de calidad: en 1936, el público se volcó sobre Locos de verano y La discreta enamorada, pero se resistió algo a El gato y su selva, de Samuel Eichelbaum (no arribado aún a la cumbre de Un guapo del 900), y huyó de La mujer de un hombre, de Arturo Cerretani, Rio, de Julio Venancio Montiel, y La posada del león, de Horacio Rega Molina.
Los sarcasmos llovieron sobre Cunill y su empresa. Por eso, el repertorio de 1937 fue considerablemente más cauteloso y procuró basarse sobre nombres ya consolidados del teatro rioplatense: La divisa punzó (presentada el 8 de abril de ese año y repuesta varias veces a lo largo de dos o tres temporadas, por la clamorosa repercusión obtenida), Cyrano (otro de los booms más radiantes de la Comedia, el 10 de agosto, con Faust Rocha en una caracterización triunfal), En familia, de Florencio Sánchez (el 20 de octubre). El 14 de mayo se estrenó Mandinga en la sierra, de Arturo Loruso y Rafael J. de Rosa, un considerable éxito de público; el 11 de junio se repuso La posada del León; el 30 de julio se presentó Martín Vega, de Juan Zocchi; y el 17 de octubre, Infierno cerca del cielo, de Belisario García Villar.
Con cierta acritud, Cunill se reclina en la memoria de esos días (a veces tironeados por la incomprensión) y murmura: "Yo creo, contrariamente a lo que suele decirse, que el argentino no es aficionado al teatro". Nada más obvio que rebotar de aquí a la consideración de los nuevos dramaturgos locales: "A mí me parece que están más desvinculados del teatro que antes —observa Cunill—: no es difícil encontrar una relación, aunque lejana, entre Sánchez e Ibsen. Pero ahora esto se ha vuelto más complicado: ¿cómo reconocerse en Samuel Beckett, por ejemplo, un metafísico que plantea un mundo de realidades tan arduas de captar?" Por el momento, el estudioso catalán ve a los autores nacionales como "apoyados exclusivamente en el realismo y desvinculados de lo intemporal"; pero también reflexiona que "el argentino es hermético de una manera inconsciente, está como avergonzado de revelar o esclarecer su vida moral, su actividad más profunda".

Discurso del método
Y, saltando del sillón como si uno de los resortes se hubiese soltado y lo proyectara hacia la biblioteca, aterriza junto a una hilera de títulos donde resplandecen los nombres de Ionesco, Beckett, Pinter, Brecht, Osborne: "Me preocupa más leerme a estos señores —declara con hispánica altivez— que releer a Ibsen". Sin ninguna melancolía, con decisión, añade: "Si yo estuviera al frente de la Comedia Nacional, haría obligatoria la representación de piezas de vanguardia, porque el teatro debe estar al servicio de todas las evoluciones, que suelen llegar a él después de haberse producido en lo plástico y en lo musical".
Cunill es un hombre metódico, que a esta altura de su existencia ha hecho suya la divisa de su admirado Baltasar Gracián: "Los últimos años los quiero para mí". Por eso cuida sus horarios: se acuesta a medianoche y se levanta al mediodía, tras lo cual tiene tiempo para lo que él llama "planificar las perfecciones : leer y estudiar todo lo atrasado en el transcurso de una vida de intensa actividad, "observar terrenos que no fueron atendidos antes por mí". Sin embargo, en su solitaria vigilia, incuba tal vez un libro de memorias y devana la posibilidad de lanzar, por fin, un compendio de sus teorías —Hacia una estética del actor— que hace antesala desde hace años: "Pero no sé —confiesa, disimulando el escepticismo detrás de una mímica que finge, quizá, la burla— si tendré el optimismo necesario para publicar".
Cuando termina de informar acerca de su agenda ("después de almorzar leo, hasta las cinco de la tarde, más o menos; suelo irme a algún café, luego; y procuro no perderme ningún estreno teatral"), el discípulo de Gual se sumerge en su larga estadía en el Conservatorio Nacional. "El único método que se implantó allí, fue el mío", sostiene con fiereza. Y agrega, sonriente: "Quizá, el menos metódico de todos". La teoría fundamental de su enseñanza era que todas las materias poseyeran un nexo común, con un centro vital: la formación cultural del actor. "Comunicar al alumno una preocupación intelectivo-sensible del teatro", como él dice, en su lenguaje algo barroco; y, siguiendo el hilo de otro discurso interior, comenta: "En Europa, el método no existió nunca, sino en Rusia, donde Stanislavsky lo codificó y perfeccionó; de ahí, Miguel Chejov, sobrino del dramaturgo, lo llevó a los Estados Unidos, y sobrevino la apoteosis del Método, con mayúscula. Yo tomé de él lo que me convenía". El nombre del maestro asoma de nuevo a sus labios: "En el fondo, lo que hice en el Conservatorio no fue sino una extensión, una prolongación del sentido integral del teatro que Gual aplicaba en su escuela".
En Buenos Aires, hay dos hombres que mantienen hacia Cunill la misma veneración que éste dispensa a su mentor catalán. Son Osvaldo Bonet y Néstor Nocera, sus discípulos y continuadores, de quienes su formador dice: "Llevan dentro los mismos gérmenes de respeto por el teatro que yo". Es por ellos, y a través de ellos, que Cunill no se siente del todo olvidado, y se une simbólicamente a las generaciones nuevas que colman las aulas
de las que surgieron María Rosa Gallo e Inda Ledesma, Alfredo Alcón y Ernesto Bianco, entre muchos otros: "No, no extraño la actividad, después de tan duras jornadas, porque yo planté una semilla y está dando frutos; apunté el proyectil y tomé una serie de previsiones para que no se aparte del blanco".

El tercer ojo
Si fuera posible diseñar un retrato ideal de Antonio Cunill Cabanellas, habría tal vez que representar un tercer ojo en su cara (entre bondadosa y sarcástica). Porque si el derecho —metafóricamente— fuese el Conservatorio, y el izquierdo la Comedia Nacional, el del medio debería ser el Instituto Nacional de Estudios del Teatro, también creado por su iniciativa en 1936: un receptáculo para albergar todo lo que la Argentina y el mundo producen en materia de información y realización escénica, abarcando una biblioteca especializada y el Museo Nacional del Teatro, una entidad única en América del Sur, cuyas valiosas colecciones fueron diezmadas —aunque no del todo— en tiempos del peronismo.
Con el mismo pudor con que recata que en su juventud fue fotógrafo playero y filmó breves películas mudas en las que imitaba a Chaplin (también pintaba), Cunill prefiere no hablar de su alejamiento del Cervantes y su actividad posterior. Pero se sabe que ese alejamiento coincidió con el de Sánchez Sorondo de la Comisión de Cultura, en cuya presidencia fue reemplazado por Gustavo Martínez Zuviría (Hugo Wast), quien designó una comisión asesora del T.N.C. El primer día que la comisión se instaló en un palco bajo para controlar un ensayo de Don Basilio mal casado, de Tulio Carella (1940), Cunill hizo bajar el telón en sus narices y prosiguió el ensayo dentro del clausurado escenario. Poco después, presentó su renuncia y dijo a los actores: "El mejor regalo que pueden hacerme es seguir en el teatro, para continuar en mi línea". Bajo el nuevo director, Enrique de Rosas, y con el apoyo del fiel Berruti, hasta 1946 la compañía oficial argentina siguió la orientación de su fundador.
Después, Cunill (que es académico de la Hispanoamericana de Artes y Ciencias de Cádiz) conoció otros éxitos en la actividad privada: Si Eva se hubiera vestido, de Pondal Ríos y Olivari, en 1942; Una viuda difícil, de Nalé Roxlo, 1944. Intentó dirigir en cine Locos de verano (1942), y fracasó. Luego fue designado director general del Teatro Municipal, donde sus fuegos resplandecieron por última vez, aunque atenuados, con El sueño de una noche de verano, hecho en el Colón (1950). Por fin, tras esporádicos intentos, la decisión final de no dirigir más: "Si no hay continuidad, uno termina por mercantilizarse y no quiero". Esto lo dice el hombre que más hizo por el teatro argentino en el último medio siglo, a un paso de quedarse sin techo ("Si echan abajo esta casa, no sé adónde voy a ir"), pero únicamente preocupado por una cosa: "No desconectarme de la modernidad ni del porvenir".

Cómo lo recuerdan
Cuando Osvaldo Bonet apareció caracterizado de Zamora, el protagonista de la tragicomedia de Georges Neveux, en el verano de 1964, la risa estremeció a quienes estaban en el secreto: porque esa composición era la más perfecta réplica de su maestro, Antonio Cunill Cabanellas. Pero era una imitación llena de afecto, porque Bonet no tiene límites en su admiración por el fundador de la Comedia. "Nadie ha hecho lo que él hizo —enuncia con fervor— y en tan poco tiempo. Ninguna persona que yo haya conocido, posee su capacidad increíble de trabajo, ni el brillo fascinante de su imaginación." Como todos los que fueron discípulos de Cunill, Bonet sostiene que "una indicación de él, por simple que fuera, es inolvidable, como es inolvidable su humor incisivo".
Es también Bonet quien reconoce en el maestro una curiosa capacidad para ser cruel; aunque Cunill no la oculta, y la explica diciendo: "Bastante cruel he sido conmigo mismo". Sin embargo, nadie ha podido sustraerse al atractivo de un hombre en quien no resultaba chocante oír esta enunciación: "Soy genial". Una de las facetas de esa genialidad es el don de mantener a un auditorio prisionero de su conversación: "Una noche —recuerda Bonet—, en casa de María Rosa Gallo, Cunill habló sin parar desde las nueve de la noche hasta las tres y media de la mañana; mucha gente se fue a descansar un rato y volvió, para seguir disfrutando de la charla". Por fin, es el discípulo quien revela, asimismo, la verdad oculta detrás de esa exuberante autoafirmación: "Cunill es, en el fondo, un gran tímido —asegura Bonet— que se ha forjado una coraza para abrirse camino en el mundo. Por eso nunca dialoga, salvo con los libros: monologa".
Iris Marga fue arrancada por Cunill Cabanellas del teatro por secciones y de los tablados de revista, para lanzarla por el camino que la llevaría a ser la máxima intérprete de comedia brillante en la Argentina. "Por eso —observa la refinadísima actriz— yo no vacilé nunca en hacer lo que Cunill me indicaba, desde el momento en que me depositó sobre el escenario del Odeón, para la famosa temporada de 1932-33. Si me pedía que bailara sobre una mesa, como sucedió en La mujer de un hombre, de Cerretani, yo lo hacía sin vacilar." Más que el premio que le valió su interpretación de Miss Ba, en 1935, Iris apreció el llamado de Cunill para la primera temporada del T. N. C.: "Trabajábamos mucho, a razón de un estreno por mes, pero no lo sentíamos porque estábamos dentro de una organización perfecta".
No es improbable que Luisa Vehil recuerde, sin embargo, aquellas mañanas del Cervantes en las que, a partir de las 10, un implacable Cunill le exigía un mayor rendimiento vocal, para cubrir el papel de la Ñusta, en Ollantay, de Ricardo Rojas. "El se sentaba en el fondo de la platea —memora uno de sus asistentes de entonces— y hacía que Luisa repitiera una y otra vez los parlamentos, en tres distintas intensidades de tono, hasta que los espectadores que se ubicaran allí mismo, alcanzaran a oírla." El mismo informante acota que Cunill "fue de los primeros en preferir los decorados corpóreos, antes que los telones pintados que servían de fondo para cualquier cosa".

21 de junio de 1966
PRIMERA PLANA

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Cunill Cabanellas
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