Charles de Gaulle en Buenos Aires Volver al índice
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La Grandeur
Charles de Gaulle en Buenos Aires

El martes 6, por la mañana —si ningún contratiempo se opone—, el presidente de Francia deja Buenos Aires y, luego de pasar por Córdoba, abandona la Argentina. Habrá concluido, entonces, una de las visitas más resonantes de los últimos años, la que hizo bromear a un funcionario de la Cancillería: "¿Qué pasará el día en que llegue Dios?"
Una manera de rastrear la huella de esa visita es recorrer la prensa de Buenos Aires, que le dedicó un 30 por ciento más de centimetraje que a la de otro militar, el general Dwight Eisenhower (1960), y fluctuó entre el entusiasmo (La Nación citó a Lamartine, Clarín editó un suplemento de 33 páginas) y la frialdad (La Prensa, La Razón). Sin embargo, como una inesperada muestra de respeto, la mayoría de los diarios desplazó al único tema exterior de la gira que suscitaba preocupaciones: el recibimiento peronista. Salvo un filoso titulo de Crónica ("A pesar de todo, el pueblo aclamó a Charles de Gaulle"). y las gruesas letras de la portada del Buenos Aires Herald ("Tumultuosa bienvenida"), los demás rotativos prefirieron conceder poca importancia a la noticia. La excepción la marcó Clarín, con su vehemente repudio semi-editorial del domingo 4, donde calificó de "electorera, burda, mezquina y torpe" a la actitud de los grupos peronistas. La vehemencia también fue ejercida, pero contra de Gaulle, por otros órganos de expresión no comerciales: quizá el índice mayor lo alcanzó la conservadora revista El Príncipe, que lanzó sobre la visita del mandatario francés su número de setiembre, bajo el título "Charles I emperador del Tercer Mundo". Mientras los adherentes justicialistas aclamaban en las calles al tercerismo, El Príncipe lo llamaba "la última, la más grande de las traiciones, la traición de Occidente", y se refería a de Gaulle así: "Este pobre orate ha dado en creerse predestinado a salvar la civilización europea de los asaltos del imperialismo norteamericano y del materialismo soviético."
Además del volumen de plomo y papel que exigió la prensa, la estada de Charles de Gaulle puede hurgarse a través de otros ecos: el agotamiento del stock de trajes de etiqueta (la Casa Martínez, que cuenta con las mayores reservas en la Capital, alquiló más de 60 atuendos, y 24 horas antes de la llegada de Charles de Gaulle sólo podía ofrecer talles diminutos o muy grandes), la mezquina pero eficiente trasmisión televisiva de los actos protocolares y, finalmente, a través de los actos mismos. No fueron demasiados hasta el domingo por la noche —fecha de cierre de esta edición de PRIMERA PLANA—, ni lo serán hasta la partida del estadista. El sábado 3: entrega de las llaves de la ciudad, presentación de ministros nacionales y diplomáticos, un almuerzo en la Casa de Gobierno, una conferencia Illia-de Gaulle, recepciones en la Corte Suprema de Justicia y en el Parlamento. El domingo 4: entrega de una réplica del sable corvo de San Martín, misa en la Catedral, ofrenda floral a San Martín, nueva conferencia en Olivos, recepción dé la colonia francesa y comida ofrecida por el presidente argentino en el Concejo Deliberante.
Es, precisamente, la intimidad de estas ceremonias, el proceso previo que las perfeccionó, las observaciones laterales, las anécdotas simples que siempre huyen de los marcos del protocolo, donde surgen los detalles más sugestivos y curiosos. Así se ha construido esta crónica.

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Después de la visita de 'le général', el pueblo de Martínez, al norte de Buenos Aires, habrá quedado consumido, agotado, como si lo hubiese golpeado una ráfaga de fiebre: ya el viernes por la mañana se conmocionó cuando la esposa del embajador francés ordenó sacar del frente de su casa los estandartes incrustados por la Intendencia en casi toda la pequeña ciudad. "De lo contrario, las quitaré yo misma", le habría dicho a los policías que estaban de facción. Uno de ellos, Crespo, contestó secamente que "nadie va a retirar de aquí la bandera argentina". Pero una hora después, hacia el mediodía del viernes, los mismos obreros de la comuna se resignaron a deshacer su propia faena ornamental.
El malhumor de Christian de Margerie, el embajador, es tan resplandeciente en Martínez como el de su esposa: su residencia, vecina a la de Févre y Basset (justo enfrente), a la del señor Smith, gerente de la Ford, y a la de Otto Bemberg (dos cuadras más al Norte), debió estar cercada este último fin de semana por policías y servidumbre: el domingo, las murallas se desvanecieron apenas cuando unas 8 mil personas ocuparon la gran carpa de mil metros cuadrados, levantada desde hace un par de semanas, durante la fiesta de la colonia francesa: unos treinta mozos de la confitería La Mitre, de Olivos, distribuyeron entre la muchedumbre champaña, naranjada, trufas almendradas, masas vienesas y bocaditos. El total de la operación costó 151 mil pesos, casi 30 veces más de lo que reciben mensualmente cada uno de los seis criados de la embajada. "Lo único notable de estos días fue el exceso de trabajo —comentaron tres de ellos a PRIMERA PLANA—. No hubo ninguna gratificación extra."
En los jardines del fondo se tendieron líneas telefónicas directas con la Presidencia de la Nación, la Cancillería y la embajada de la calle Cerrito; las habitaciones del primer piso, en un ángulo —destinadas al matrimonio de Gaulle—, cobijaron doce sábanas especiales, hechas a la gigantesca medida del General, pero de tela casi basta, vulgar, la justa para sus gustos espartanos. Nadie, en las cercanías, pudo entrar o salir de sus casas sin un permiso de libre tránsito; cuando también el embajador marroquí tuvo que respetar esas fronteras, su clamor ensordeció a Martínez. Durante el fin de semana completo quedó confinado en su casa, rumiando una protesta diplomática. En tono menor, Andrés de Margerie, primogénito del embajador francés, también hizo oír la suya: "La visita de de Gaulle no me interesa para nada." A su lado, Paulina, de 10 años, uno menos que él, atravesaba silenciosa este primer sábado de octubre en que nadie, quizás tampoco su padre, se acordó
de que cumplía años.

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El dibujante Tim, de L'Express, describe siempre a un Charles de Gaulle enjuto, con aire de viejo cascarrabias, abrumado por el peso de un abdomen que golpea nerviosamente; en esas caricaturas, los trajes civiles duelen colgarle sobre las flojas carnes como una bolsa, con aspecto de esa ropa prestada que camina en una dirección diferente de la del cuerpo. La imagen que recogió Buenos Aires estos tres últimos días fue la misma, pero había cierto fuego dentro de ella que no percibió el ojo maligno de Tim: por de pronto, el metro 98 del General oculta una memoria probablemente infinita. Aprende sus discursos con tanta prolijidad, que los legisladores argentinos no consiguieron descubrir el sábado, en el Congreso, ni un punto o una coma de más entre lo que de Gaulle decía y lo que estaba mimeografiado delante de sus ojos, en cada pupitre. A la vez, advirtieron que no sabe disimular la impaciencia: si hay que medir por los golpes de sus dos manos sobre el vientre, quince o veinte veces, por su cara de agotamiento y fastidio, el discurso del vicepresidente Perette debió de volvérsele insoportable en los diez minutos finales. Lo hizo notar a los demás casi en seguida, en el Salón Azul del Congreso, cuando con su insolencia seca, a veces admirable, se desentendió de Perette y descargó toda su atención sobre el doctor Mor Roig, presidente de la Cámara de Diputados, forzando al orador de media hora antes a pretextar una indisposición.
La impaciencia, en de Gaulle, es también una forma de la brusquedad: cada vez que su interlocutor carecía de importancia política, su cara se desviaba hacia cualquier parte; en el Congreso, se sentó inmediatamente después de hablar, y respondió a la ovación levantándose como un resorte, musitando 'merci' con una voz mecánica, despegada de sí mismo.
Los seis agentes que llegaron para custodiarlo, todos fabulosos tiradores, ya están habituados a que el Viejo quiebre el protocolo cuando se le ocurre, esfumándose entre la multitud (como el domingo, en la plaza San Martín) o dejándose abrazar por la gente sin acordarse de que sus ojos, ya dos veces operados, están al borde de la ceguera. Entonces, dos de los policías se cierran a su lado, como un anillo, y dejan que otros tres se distribuyan a un par de metros, para atisbar las reacciones de la gente.
Para de Gaulle —cuya sangre corresponde al raro grupo ORH negativo—, es quizá una diversión burlarlos, enfrentarlos a lo imprevisto; pero es un juego en el que los hombres de la Su-reté ya están largamente ensayados: en plaza Francia, o en la Catedral de Buenos Aires, ver cómo sus manos se distendían sobre las empuñaduras de los revólveres ocultos bajo el saco, fue otro de los espectáculos engendrados por la visita.
También cuando se encerró para conversar con el presidente Illia, el General frecuentó el azar: el intérprete que los acompañaba sólo tradujo las palabras del argentino; éste, demostró entender el francés calmoso y perfecto del viejo combatiente. "Parecían dos antiguos amigos dejándose embeber por sus recuerdos comunes", comentó un testigo.
En el Aeroparque, no todo tuvo el mismo curso apacible, sin embargo: al romper la música de La Marsellesa, la señora Silvia Martorell de Illia desplegó, en francés, su propio 'Allons, en-fants'. Pero no fue demasiado lejos: hacia la mitad de la segunda estrofa, es probable que haya tropezado, porque la esposa de le général dio un abierto respingo, intimidándola. La voz de la señora de Illia no restalló desde ese momento. A diez metros de ella, sobre las alfombras rojas tendidas en el Aeroparque para recibirlo, de Gaulle golpeó entonces, por primera vez en tierra argentina, su abdomen casi mítico.

* * *

Sólo en uno de sus breves y bien escritos discursos, Charles de Gaulle se salió de las habituales fórmulas de agradecimiento y complacencia. Fue en el Parlamento, el sábado, cuando recalcó: "Vosotros y nosotros tenemos nuestros orígenes en la latinidad y en la cristiandad." Y cuando hablo de colaboración: "¿No deberíamos más bien entrar en el camino de una cooperación más y mejor definida?" Esa cooperación, informó el presidente francés, la brindará su país en el campo técnico, científico y cultural "sin perjuicio de las empresas de la industria y la infraestructura". Horas antes de que Charles de Gaulle se presentara ante la asamblea legislativa, los cancilleres Couve de Murville y Zavala Ortiz suscribían un convenio de cooperación científica, técnica y cultural.
Aparentemente, nada más prometió de Gaulle. Y en cuanto a discursos, los de las personalidades argentinas se vieron disminuidos ante la belleza literaria de los que dijo, de memoria, el magistrado visitante. El menos rescatable estuvo a cargo del vicepresidente Carlos Perette (se supone que su autor es el novelista gallego José Blanco Amor, director de cultura de la Vicepresidencia). Quizá el propio Perette advirtió las debilidades del texto, pues omitió durante la lectura 145 líneas. Según versiones circuladas en el Congreso, Arturo Mor Roig, presidente de la Cámara de Diputados, fue uno de los que sugirió la oportuna amputación.

* * *

El peronismo utilizó a Charles de Gaulle como pretexto para un recuento globular de sus fuerzas y para una demostración antigubernista, operaciones cuidadosamente preparadas (ver páginas 10 y 12), vocingleras y compactas, pero exiguas frente a los cálculos que los dirigentes se habían trazado y al temor que despertaron en muchos sectores. Un balance de la estrepitosa jornada del sábado arroja estas conclusiones finales:
• Si el peronismo trató de brindar una impresionante manifestación de vigor colectivo, fracasó. Si sólo trató de evidenciar la solidez de sus cuadros, lo logró. Ningún partido político parece capaz de volcar en la calle a 20.000 activistas (7.000, según algunos; 500, según los más encarnizados opositores) aullando desde las 10 de la mañana hasta las 7 de la tarde en un caso así.
• Las manifestaciones —bordeadas por ataques a la policía, rotura de vidrios y otros desmanes— probaron que cuando la represión previa deja al peronismo sin propaganda y sin adherentes, intimidados éstos o disueltos, sólo queda en pie la armazón partidaria; el sábado 3 fueron los gremialistas de las 62 Organizaciones. Los simpatizantes se quedan en sus casas. Además, a los simpatizantes todavía les extraña el pedido de salir a vitorear a un anciano presidente francés: para ellos, fue algo así como una voltereta ideológica confusa, extraña, difícil de cumplir.
En la noche del viernes 2, el aparato se puso en funcionamiento: la Junta Metropolitana del Justicialismo, reunida con los presidentes de las 20 secciones, decidió que los afiliados convergieran sobre el Aeroparque (no en los lugares anteriormente previstos) en grupos pequeños. Así, a las 8 de la mañana del sábado, los manifestantes se agruparon en las puertas de los locales seccionales hasta que, a eso de las 10, la primera cabeza de columna se insinuó a golpes de bombo en la plaza Once.
Los dirigentes se apostaron en el séptimo piso del hotel Plaza Francia (entre otros: Cafiero, Lazcano, Kairuz, Faerman, Rodríguez). En el Aeroparque y en plaza Francia, los núcleos peronistas hicieron notar su presencia. Luego se encaminaron hacia la plaza de Mayo, entre gritos y cantos ("Qué risa, qué pena, la contra se envenena"; '"Sube la papa, sube el carbón, baja el viejito, sube Perón"). Augusto Vandor se unió a la columna, mientras algunos de los efectivos se retiraban. En Plaza de Mayo no cesaron los gritos, pero muchos militantes se sentaron sobre el césped, se quitaron los zapatos, buscaron la leve sombra de las palmeras y algunos, inclusive, quedaron en paños menores. Después se dirigieron a plaza del Congreso, chocaron con la policía, hubo gases y ocho disparos de armas de fuego. "Ils sont vraiement hardies ces flics, n'est' ce pas?" (Qué vigilantes atrevidos), comentó Hermán Maville, corresponsal de France Soir. Cuando de Gaulle abandonó el Parlamento, humeaban las improvisadas antorchas (eran diarios encendidos) y el rugido de los manifestantes peronistas. Hecho inesperado: los slogans preparados por los dirigentes, qué incluían el apellido del mandatario francés, apenas fueron coreados por la muchedumbre peronista. Segundo hecho inesperado: un solo hombre del bombo consiguió eludir la represión policial qué anuló a varios de sus colegas. Es Alberto Tunilla, casado, padre de dos hijos, que vive en Lanús y gana 12.900 pesos por mes.

Revista Primera Plana
06.10.1964

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"No, señor, Perón ya no está en Madrid, sino en Irún; más precisamente en el hotel Alcázar de Irún, en la frontera vasco-francesa." Parecidas afirmaciones, que los más altos caudillos se iban alcanzando mutuamente, contribuyeron a vestir de nerviosidad la semana peronista. Una semana dedicada a Charles de Gaulle, cuyos homenajes serían el banco de pruebas para la campaña del retorno y, a la vez, su primer episodio de masas.
PRIMERA PLANA consiguió deslizarse tras las bambalinas del peronismo para detectar el plan de los dirigentes y la inquietud de las bases; en un principio, su redactor sólo descubrió la simpleza con que se había proyectado mover el macizo aparato partidario: fiados en las virtudes de un mandato ("Han de recibir a de Gaulle como si fuera yo quien llegase", advirtió Perón) y en el magnetismo del presidente francés, Paulino Niembro, Antonio Cafiero, Carlos Gallo, Alberto Natiello y los demás integrantes de la comisión especial de "recepción" esperaban producir un estallido callejero apto para remover la dormida emotividad peronista. Imprevistamente, el miércoles 30, a la 0.20, sus medios de difusión (carteles, volantes, banderas) fueron totalmente confiscados por la policía. El gobierno había jugado su carta.
Hacia fines de la semana, el movimiento estaba resignado a prescindir de la agitación previa; el jueves y el viernes los directivos apelaron al engranaje gremial —las 62 Organizaciones— y distribuyeron las consignas y concertaron los puntos de reunión en los mismos lugares de trabajo. El equipo superior del partido no ocultó su optimismo, pues recibía un tipo adicional de propaganda —la "razzia" contra los sindicatos—, que motivó siete horas de iracundo debate en la Cámara de Diputados, el miércoles 30.
Todo había comenzado el 26 de setiembre, en la tarde. Entonces, 34 dirigentes peronistas de todo el país dieron la espalda al último cotejo Independiente-Inter y escucharon, en el piso tercero del Sindicato Sanitario, en Buenos Aires, la lectura de 46 farragosas carillas donde Perón explicaba las razones ideológicas que lo llevaron a promover la bienvenida.
"De Gaulle —sostuvo un documento que las resumió— llega como un símbolo en vísperas del retorno de Perón." Un día más tarde, el domingo 27, los cabecillas de la recepción planearon aspectos de la maniobra; tendría tres epicentros ubicados en la Capital: Aeroparque, las plazas Francia y de Mayo. Fuera del Aeroparque se trataría de obstruir las bocacalles, hasta obligar al chofer del visitante a marchar "a paso de hombre", con la multitud al frente y a sus espaldas. Las consignas serían: "De Gaulle, Perón, tercera posición" y "De Gaulle, Perón, un solo corazón".
El lunes 28, el dispositivo fue explicado por Niembro a todos loa dirigentes de la Capital, en México 2070. Otro tanto hizo Cafiero, en Avellaneda, ante 300 representantes de los ocho partidos linderos con la Capital y delegados de fábricas que pertenecen a las 62 Organizaciones. El 29 se concretó una maniobra para desperezar al gigante: cerca de mil activistas colmaron un sindicato, en Mataderos, donde habló el presidente del justicialismo, Carlos Lazcano, sobre un tema alusivo a la presencia del estadista francés; en lo oculto se trataba de comprobar el entusiasmo de los cuadros medios.
Al alba del miércoles, los más caracterizados amigos del jerarca gremial Augusto Vandor no se encontraban, sin embargo, dedicados al reclutamiento. Versiones que sus protagonistas no confirmaron se hicieron eco de una reunión desarrollada en un domicilio particular de la avenida Pueyrredón y en la que participó, por lo menos, un general en actividad; él habría pedido a los gremialistas que no perturbaran las formaciones militares que honrarán a de Gaulle ni intentasen infiltrarse entre los soldados.
El oficial habría logrado un sí; de igual modo, se convirtió en portador de una inquietud peronista: que las Fuerzas Armadas no estorbaran la manifestación. Hora antes, el ministro del Interior anticipaba que quedaba prohibida toda circulación aérea simultánea con el aterrizaje del Caravelle de de Gaulle; los peronistas, en efecto, proyectaban arrojar volantes desde dos avionetas.
Promediaba la mañana del miércoles cuando el comando justicialista se enteró de que dos camiones altavoces, contratados por Unión Popular (agrupación reconocida por la Justicia, a diferencia del Partido Justicialista, que aún no lo está), eran interceptados por la policía, y que sus conductores pasaban a engrosar el número de presos en las comisarías del Gran Buenos Aires. Por la noche fueron allanados los sindicatos del Tabaco, Metalúrgico, de Telefónicos y la Junta Metropolitana del justicialismo, en Berutti 3738.
En ellos estaba depositada la propaganda gráfica que acabó secuestrada: unos 20 mil murales, 10 mil de ellos con los perfiles de Perón y de Gaulle superpuestos, y otros 10 mil que reproducen fotos de los dos, con el rótulo "Bienvenidos", intencionadamente en plural. También se incrementaron las medidas de seguridad en torno de la esperada visita.
Estas contingencias obligaron a cambiar los planes: se resolvió, entonces, que tres columnas recorrerían la ciudad; una, por Juan B. Alberdi, Rivadavia y Pueyrredón; otra, por Cabildo y Las Heras, hasta Pueyrredón; la tercera, por Leandro N. Alem, Paseo Colón y Figueroa Alcorta. El teatro de la acción sería Plaza Francia, y un escrupuloso silencio debía mantenerse durante el discurso de de Gaulle. Una atronadora grita, en cambio, trataría de neutralizar las palabras del huésped, el intendente Francisco Rabanal. Luego, debía impedirse que el presidente francés ascendiera a su automóvil: al abandonar el palco, se lo obligaría amablemente a encabezar la columna hacia plaza de Mayo, donde una multitud acompañaría sus pasos. Lo mismo sucedería, luego, en el Congreso.
Sin sospecharlo, quizá, la embajada de Francia encontró algún método para transmitir su desagrado al peronismo. Pero ya entonces, y cuando faltaban 24 horas para el arribo de de Gaulle, a nadie escapaba que los movimientos preparados para el sábado 3 eran sólo el acceso a un puente que desemboca en el 17 de octubre. Por eso se proyectó, en la sede justicialista, el envío de mil automotores a Córdoba, el lunes 6, para despedir al héroe de la Resistencia. Desde esa provincia, la caravana se dividiría en tres partes, con el fin de recorrer el país en los días siguientes (*). Vandor y Andrés Framini, unidos para disipar tormentas, levantarían la opinión del Litoral; misión similar les estaba asignada a Delia Parodi, en Cuyo, y a Alberto Iturbe, en el Norte.
Colofón: el 15 y el 16 de octubre los trenes serían tomados por asalto, y los adictos viajarían a Buenos Aires para asistir a un gigantesco acto central con un orador de fondo, Juan Domingo Perón, en plaza Once o plaza Libertad. El anuncio de esta congregación jugará con un equívoco, pues no ha de especificarse si ese orador estará presente en carne y hueso o en una cinta magnetofónica.
Entre tanto, el dirigente gremial Jorge Di Pasquale se aprestaba a partir hacia Madrid: llevará a Perón la inquietud del sector framinista, según la cual el comando actual no conduce con la suficiente energía la campaña del retorno, y se tornan imprescindibles los cambios en el alto nivel. Será, sin dudas, un nuevo golpe contra Augusto Vandor.
(*) El 8, en las instalaciones de Boca Juniors, se celebra la comida en homenaje al 69º cumpleaños de Perón: 1.500 cubiertos, $1.000 cada uno.
PRIMERA PLANA
6 de octubre de 1964

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  Un viejo chiste cuenta que el presidente de Francia, al despedirse por la noche de sus colaboradores y familiares, los saluda con esta frase: "Hasta mañana, si yo quiero." La broma exagera, pero la visita de Charles de Gaulle a la Argentina no fue solamente la visita de un jefe de Estado. No todos los días cruza por las calles de Buenos Aires un prócer, un arquitecto del siglo veinte.
Cinco célebres humoristas argentinos interpretan el paso de de Gaulle por estas tierras: Flax, Quino, Luis J. Medrano, Siulnas y Brascó.
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