FU MANCHU Y SUS 60 AÑOS DE TRUCOS Y RETRUCOS
EL MAGO MUESTRA LAS CARTAS

Desde que era niño transita los laberintos de la prestidigitación, un arte secreto. Hoy, a los 67 años, considerado el profesional más famoso de Sudamérica, rescata los episodios fundamentales de su vida

Fu Manchú
"Es el truco lo que me provoca placer; pero muéstrame cómo está hecho y habré perdido todo mi Interés."
(Mens divinior, Séneca el joven, 3 A.C.)

Jamás revela sus trucos —una suerte de pacto profesional así lo establece—, salvo a los colegas más entrañables. Pero esa escrupulosa obediencia no conspira contra su lucidez: "Cuando leo en los periódicos que murió el mago Fulano de Tal, «llevándose a la tumba sus secretos», inquieto a los vecinos con mis carcajadas: ¿qué secretos? Si era un buen profesional, el único misterio irremediablemente perdido es el de su personalidad". No es extraño que este hombre corpulento, de ojos saltones y marcado acento británico, se divierta desmitificando el metier que lo acapara desde hace 60 años. Siempre hizo lo mismo: sobre el escenario y fuera de él. En 1971, cuando sus verónicas de prestidigitador ya no concitan el aplauso del "gran público" —sólo despliega sus artificios para la reducida concurrencia de un café-concert porteño: La Trampa del Diablo—, podría especular con su imagen de Gran Maestro de la Magia, pero prefiere ser auténtico. "El traje de chino me queda chico y está archivado en algún cajón; ni siquiera me maquillo: así debe ser."
David Bamberg se imagina vestido con el fatigado uniforme oriental y ríe ruidosamente: "¡Qué ridículo, mi Dios!" Ríe, tose y enciende el último cigarrillo negro de su paquete con la colilla del anterior. Durante la breve operación varías cosas desaparecen de la mesa: un encendedor, un cenicero... Al instante vuelven a su lugar. El mago no puede con su genio: el truco es casi un acto fisiológico. Sólo pide que no le pregunten cómo se hace: "Hay que tomarlo como un saludo: responder con una sonrisa o con una burla, nada más".
Y así, como en una fantasmagoría, David Bamberg se trasforma en Fu Manchú: aquél ya suma 67 años; éste es absolutamente intemporal, muestra su infancia o su adultez en un cruce de manos, en un chasquido de dedos, en la burlona modulación de ciertas, propicias palabras. Los dos, de alguna manera, dialogaron con SIETE DIAS en un extraño sótano de Riobamba al 100, en la Capital Federal. En ese reducto —mezcla de teatro clandestino y club privado de alguna cofradía oriental—, tapizado con óleos, retratos de los magos más famosos del mundo, e iluminado con añosas lámparas japonesas, los dos rescataron una historia que nace en un pueblo del sur de Inglaterra.

UN CHINITO IMPACIENTE
Podría decirse que todo comenzó en 1903 cuando Mr. Poole, administrador de un teatro de varieté en Devon, descubrió dos cosas que lo sacaron de sus casillas: el prestigioso mago japonés que había contratado para su espectáculo era tan nipón como Van Gogh y, para colmo, se había enamorado de su hija Lilian. "El mago en
cuestión era Theodore Bamberg, un holandés camouflado que hacia furor en esa época bajo el seudónimo japonés de Okito —recuerda Fu Manchú—. Sus trucos eran sensacionales: capturaba peces de oro en el aire, hacía brotar de la nada rumorosas fuentes de agua ... Pero creo que el mejor truco de su vida fue fugarse con Lilian Poole. Ella bailaba y cantaba en el local de su padre: era impagable, según cuentan, en la danza de la serpentina, con sedas y luces que giraban sobre su cuerpo. Pues bien, tuvieron que escaparse porque, de lo contrario, el viejo Poole los mataba. En fin, se casaron, realizaron giras por Rusia y Dinamarca hasta que en 1904 regresaron a Inglaterra: en Derby, el primer acto de magia de la pareja fugitiva dio como resultado a la persona que está hablando con usted en este momento: David Bamberg".
Y el dúo de varieté se convirtió en trío: desde muy pequeño, y primorosamente disfrazado de chinito, David secundó a sus padres en la escena. "Yo tocaba unos timbales y los ayudaba en la medida en que lo puede hacer un niño —memora—. En aquella época se registró uno de los peores desastres de mi vida: papá Okito tenia un número muy festejado que consistía en hacer aparecer muñecos dentro de una tinaja de metal. Yo, que colaboraba rudimentariamente en el asunto, sabia dónde tenía escondidos los muñecos. Un día, impaciente, no pude esperar que completara los pases mágicos, me introduje en el recipiente y comencé a extraer los muñecos ante la sorpresa del público y la desesperación de papá. Según parece, lo más liviano que recibí fue una soberana patada."
A los siete años (1911) D. B. comenzó a ejecutar sus primeros, personales movimientos en el concierto de la magia. Una precocidad que no deja de sorprender aunque se considere que siete generaciones de prestidigitadores popularizaron mundialmente el apellido Bamberg. Pero deberían trascurrir ocho años para que el pequeño mago se zafara de la tutela paterna ensayando el "gran salto" que le permitiría intimar con los profesionales más cotizados de Occidente.

EL APRENDIZ DE BRUJO
En 1919 y luego de reiterados forcejeos, Theodore Bamberg accedió a las súplicas de su hijo: conectarlo, como aprendiz, con las galeras de primerísima línea. En un jugoso monólogo, D. B. sintetizó esa experiencia: "Estuve con Harry Houdini, con Howard Thurston, con Maurice Raymond... Yo hacia de todo, desde limpiar la alfombra del teatro hasta llevarles agua a los patos. Todo. Pero me importaba un rábano. Así pude aprender mucho: los errores, principalmente, las cosas que no debía hacer nunca. También descubrí los matices de la técnica, la seducción de los diferentes estilos. Houdini, por ejemplo, era la fuerza, la audacia ... Dominaba al público, lo aprisionaba en un puño. Si realizaba un número con nudos, se dirigía a la platea, señalaba a cualquier espectador y le gritaba: Venga, áteme como quiera y verá que me escapo. El hombre aceptaba, lo maniataba y, claro, Harry se zafaba en menos de lo que canta un gallo: un tipo común y corriente no sabe anudar, y Houdini dominaba los lazos como nadie. El problema surgió las veces que, voluntariamente, se presentaron marineros para sujetarlo. Esos pichones saben muy bien cómo enlazar una soga e inmovilizar a un elefante. Harry estaba al tanto de eso y no quería hacer papelones. Por eso, cuando tenía a un marinero frente a él en el escenario, lo miraba fijo tratando de adivinar su intención: si el muchacho tenía cara de bonachón, cara de no querer jorobarlo, se dejaba atar. De lo contrario, lo obligaba a retroceder (argumentaba razones de comodidad) hasta colocarlo junto al telón de fondo; detrás del cortinado, uno de sus compinches le descargaba un cachiporrazo al marinero que, acto seguido, comenzaba a tambalearse como un borracho. Mi ayudante de hoy parece estar un poco bebido —vociferaba Houdini—, que pase otro espectador, por favor. La trampita la ejecutó varias veces y el público jamás se percató de nada. Así era Houdini. Claro que nadie podría negarle el coraje tremendo que exhibió durante toda su vida: eso de colgarse de un rascacielos de 50 pisos, enfundado en un chaleco de fuerza, y escaparse... En fin, yo no tendría valor para hacerlo: prefiero cosas menos riesgosas, soy cobarde. Por supuesto que Harry también tenía sus defectos, ¡caray si los tenía! El peor fue no aceptar que alguien asomara la cabeza por encima de la suya. Cuando mi otro maestro, Raymond, comenzó a entusiasmar a los norteamericanos, Houdini no lo toleró. ¿Sabe lo que llegó a hacer? Es casi increíble. Raymond jugaba un estupendo truco con esposas: las hacía circular entre el público para que se verificara su integridad (me consta que no estaban tocadas), luego se las colocaba y, en un par de minutos, se zafaba de ellas sin recurrir a llave alguna. Eso, al menos, era lo que se veía: Harry Houdini sabía muy bien que Raymond necesitaba una llave para consumar el cuadro; su virtud era saber disimularla maravillosamente. ¿Qué se le ocurrió entonces para arruinarlo? Envió a dos de sus compinches al espectáculo. Los tipos se hicieron pasar por espectadores comunes y pidieron las esposas para verificarlas. Cuando las tuvieron en sus manos, y sin que nadie observara la maniobra, introdujeron dos municiones por el ojo de la cerradura. Cuando Raymond accionó su disimulada llave, las machucó trabando el mecanismo: le tuvieron que quitar las esposas con una sierra. El pobre estaba furioso. Sabía que Houdini era el único capaz de consumar ese sabotaje, pero no tomó represalias. Una noche, años después, se toparon los dos en Londres, en una velada del Club de Magos de esa ciudad. Yo estuve allí: apenas se vieron en el hall se trenzaron a puñetazos y terminaron con sus diferencias en la vereda del local. Ese era Harry Houdini. Los argentinos recibieron una versión cinematográfica de su vida totalmente falseada: piense que justo lo fueron a elegir a Tony Curtis para representarlo, un arquetipo romántico, cuando Harry era lo menos romántico que existe sobre la tierra: era un negociante puro, sin tachas; el primer mago que tuvo los suficientes quilates para hacer aparecer su nombre en la primera plana de los periódicos. Un mago con mayúsculas, pero que no ofrecía el modelo que yo andaba buscando: temperamento, potencia y arrojo no encajaban en mi personalidad. Thurston estaba mucho más cerca de lo que yo quería. Allá por los twenties era la maravilla de los norteamericanos. En diciembre de 1924, precisamente, fue invitado a la Casa Blanca por el presidente Calvin Coolidge. Lo mejor de ese día estuvo en un número clásico de Howard: destrozar el reloj del presidente, hacerlo desaparecer y regresarlo a su dueño, intacto, funcionando y con la hora exacta, dentro de una hogaza de pan. Toda la sutileza del mundo sin tener que exponer la osamenta: por allí seguía mí camino".

SURGE "EL GRAN BRUTO INGLES"
Hacia 1923, promediando sus 19 años, David Bamberg retornó a la galera paterna. Sus objetivos: dominar la técnica de la magia oriental, especialidad de Okito. Cumplido el aprendizaje, tentó fortuna en diversos países europeos con idéntico resultado: "Me fue tan mal que casi me muero de hambre". De esa época data su primera recalada en Buenos Aires: "Llegué acompañando a Raymond y actuamos en el desaparecido teatro Buenos Aires. Mi seudónimo, por entonces, era Syko. Hacía sombras chinescas y algo de cartas: no tenía gran repertorio. En síntesis, no pasó nada".
La escasa fortuna también acompañó sus tournées por otros países: "No es que yo fuera un mago espantoso —aclara—, sino que un fenómeno conspiraba contra todos los colegas: el varieté se moría; el victimario se llamaba cinematógrafo. Había que buscar una solución urgente para sobrevivir". Y la salida, según D. B., se le presentó en otro de sus desembarcos en la capital argentina. A mediados de 1929 tuvo una idea y la puso en práctica: "Traté de entusiasmar a un empresario con una propuesta que muchos consideraron descabellada: alquilar una sala para presentar un espectáculo exclusivo de magia, sin números de varieté. El tipo se arriesgó y desembolsó diez mil nacionales: una fortuna por esos tiempos. En un sótano de la calle Paraguay construimos los aparatos necesarios y debutamos en el teatro San Martín, que estaba ubicado en Esmeralda, donde ahora hay un baldío. Esa fue mi primera presentación como Fu Manchú, que en chino significa Hombre de Suerte; fue un seudónimo bien elegido: la cosa gustó y, de allí en más, hice honor al nom de guerre".
El éxito porteño del flamante Fu le redituó contratos en Uruguay, Chile, Bolivia... hasta que una apetitosa propuesta lo embarcó rumbo a España. Según el mago, la experiencia madrileña fue una de las más trascendentales de su carrera. "Hasta ese momento, mis números combinaban técnica y diálogos. Yo sentía que faltaba algo, que la cosa se derrumbaba. Un día pie dije: Lo que necesitás es teatralizar el espectáculo, incluir sketchs, actuar. . . Y puse manos a la obra. El día de mi presentación, nada menos que en el Teatro de la Zarzuela de Madrid, me ocurrió una de esas cosas que sólo les pasan a los ignorantes. Mi camarín estaba atiborrado de periodistas: preguntas tras preguntas y yo desesperado, con los nervios a punto de estallar. El más molesto, el más insistente era un viejito que a cada rato me palmeaba, susurrándome al oído: 'Bravo el muchachito, va a triunfar...' Por poco lo saco a empujones. Afortunadamente, el show deslumbró. Lo comprobé esa noche y al día siguiente, al hojear los periódicos. También, ¡oh gran bruto!, descubrí que el viejito molesto era, ni más ni menos, que don Jacinto Benavente. ¿Cómo iba a saber quién era? ¡Yo no soy mago, caramba!"
Luego del impacto madrileño (cuatro meses en la cartelera del Teatro de la Zarzuela), El Gran Bruto Inglés (cariñoso apodo que le enrostró Benavente por haberlo desconocido) repitió el suceso en la capital mexicana, donde permaneció cuatro años. Esas giras no le impidieron intercalar temporadas en la Argentina: sus espectáculos colmaron varias salas porteñas en 1931, 37, 38; y reeditaron ese éxito en su estadía más prolongada: de 1946 a 1952, antesala de su definitiva radicación en el país.
Antes de esa última recalada, Fu Manchú aprovechó los estertores finales de la Segunda Guerra Mundial para deslumbrar con su espectáculo a varios países de América Central. "Eran años de muerte, hambre, miseria ... Por eso pensé en la conveniencia de montar un show netamente cómico: la gente quería olvidarse del drama cotidiano. Lo lancé en México y tal fue el éxito que casi no me dejan ir; de allí me fui a Cuba. ¡Agárrese de la silla!: alquilé el Teatro Nacional de La Habana para mí solo. Yo iba a lo seguro: hacía cuatro años que los cubanos estaban aislados del mundo; no llegaban barcos, aviones, nada que no fuera militar. Calcule el apetito de esa gente por presenciar un show divertido. Yo fui el primero en llegar. El espectáculo duró tres meses; el primero, luego de pagar los sueldos del personal, los anuncios publicitarios . . . todo, me quedaron en los bolsillos 120 mil dólares. Lo mismo ocurrió en Caracas: golpe tras golpe. Claro que llegar a la capital venezolana fue algo aburrido: tuve que alquilar una barca (no había aviones) para trasportar aparatos y personal. Barca es una manera decente de llamar a ese esperpento flotante: 21 días de navegación antes de desembarcar. El elenco llegó con varios kilos de menos, parecía un grupo de fakires. Creo que haber logrado tocar puerto fue mi gran truco, el mejor de toda la temporada."

JUGUEMOS A MATAR
Aunque se esfuerza, Fu Manchú no puede recordar cuántos trucos urdió en su vida. Se arriesga, en cambio, a referir los cuadros más festejados que nutren su curriculum. Uno de ellos es La Butaca de la Muerte. "En realidad, se trata del fragmento teatral de un espectáculo de magia —advierte—: en determinado momento, se escucha un disparo en la sala y uno de los espectadores se incorpora con el rostro desencajado y la camisa empapada en sangre. Inmediatamente, ingresan a la sala varios seudopolicías, con sus armas desenfundadas; un falso inspector sube al escenario, conversa conmigo; yo pido calma a la platea, tranquilidad, pues acaba de producirse un asesinato . . . Calcule el susto que se lleva la gente antes de darse cuenta de que todo es una mascarada". El cuadro fue bastante festejado hasta que ocurrió lo imprevisible. El episodio se registró en el pueblo santafesino de Esperanza, hacia 1960. "Fue algo increíble —relata Fu—. Esa noche, de incógnito entre los asistentes, estaba el intendente del pueblo: un tipo bastante odiado por los vecinos de la zona por su prepotencia y pésimo humor. Apenas escuchó el disparo, el funcionario saltó como movido por un resorte y gritó «¡Nadie se mueva!». Cuando descubrió al actor ensangrentado corrió hacia las últimas butacas y ordenó: «¡Todo el mundo se queda donde está! Aquí se ha producido un asesinato y nadie se manda mudar hasta que demos con el asesino». Yo me acerqué y con mi mejor buena voluntad traté de hacerle entender que se trataba de un espectáculo teatral. Nada. El tipo no entendía razones. «¡Yo vi a la víctima», aullaba. A todo esto, el presunto herido estaba a mi lado escuchando el absurdo diálogo. Por favor, señor intendente, no ha muerto nadie: aquí tiene Usted a la víctima vivita y coleando, insistía yo. Nada. El hombre nos tuvo en jaque hasta que vinieron de la comisaría y le demostraron que no había pasado nada. Según me contaron amigos de Esperanza, durante un mes nadie lo vio dirigirse de su casa al despacho: nadie, en toda la historia del pueblo, cosechó tantas burlas como ese pobre empecinado."
No fue, seguramente, el único sobresaltado por las ocurrencias de Fu Manchú. A la larga lista habría que sumarle el nombre del infortunado torero Manolete, quien casi sufre un colapso cardíaco durante una exhibición que el mago consumó en la capital venezolana. "La cosa ocurrió mientras se desarrollaba otro de mis exitosos complementos teatrales: podríamos llamarlo El Palco Insólito. Yo, sobre el escenario, realizaba un truco que requería silencio absoluto. De pronto, en uno de los palcos una pareja iniciaba una discusión. Yo miraba molesto hacia arriba, pedía silencio; el público se incomodaba. La discusión se hacía cada vez más violenta: todo el mundo, a esa altura, prestaba más atención al palco que al escenario. Finalmente, el hombre, enfurecido, tomaba a su mujer del cuello, la zamarreaba (en esa operación, sin que nadie lo advirtiera, soltaba a la víctima real y sujetaba un muñeco igualmente vestido) y terminaba arrojándola sobre el escenario. Sólo al desparramarse el aserrín del muñeco la gente suspiraba aliviada. Manolete, que en esa velada ocupaba el palco opuesto, me confesó luego en el camarín: Fíjate que eres malvao, David: te juro que en mi vida he tenido tanto miedo. ¡Qué embromar, con esas cosas no se juega, hombre! Justo él me lo decía, él que esa tarde casi me provoca un infarto en el ruedo de la ciudad al hacerse el vivo y darle la espalda a un toro que no lo corneó por un pelo."

AL MAESTRO CON CARIÑO
De pronto, tres visitantes irrumpen en el sótano de la calle Riobamba, donde Fu Manchú enhebra los episodios más importantes de su carrera. Son tres magos: dos profesionales —Roger y Yukito— y un amateur: Hugo Puiggari. Vienen, como casi todos los días, a visitar "al Maestro", a cambiar ideas, comentar trucos, consultar a Fu sobre tal o cual dificultad profesional... Y el subsuelo oficia de inmejorable lugar de reunión: además de los encuentros informales, funciona allí la Escuela Argentina de Magia —única en Sudamérica—, dirigida por Roger, y también realiza sus sesiones la Sociedad Argentina de Magia, que capitanea Bamberg. El trío resultó espectador del diálogo —una suerte de ping-pong verbal— sostenido por SIETE DIAS, y Fu Manchú.
—¿Es posible explicar el proceso de creación de un truco?
—No. Lo único que se puede decir es que la idea comienza por el final: una persona que flota en el aire, por ejemplo, sería el objetivo. Cómo lograrlo es el trabajo posterior.
—¿Y cómo se logra?
—Muy simple: hay que apelar a la mecánica, la física, la electricidad ... ¿O acaso no sabe que esas disciplinas se inventaron para auxiliar a los magos?
—O sea que la magia es pura técnica ...
—Sí y no. La técnica ofrece elementos para posibilitar el truco, pero es el mago quien lo consuma: en otras palabras, su personalidad es una de las claves fundamentales. Le doy un simple ejemplo: en el film 'Europa de noche' aparece un mago extraordinario: Channing Pollock, ese tipo alto, muy pintón, con rostro de piedra que hace maravillas con palomas. Muchos conocen su técnica, pero nadie podría superar su truco. Ese gesto, esa mirada, esa contracción de la mandíbula ... El truco es la técnica más todo eso. Cuántos pobres diablos andan por allí, con la técnica en la maleta, pero sin haber podido quebrar esa barrera de hielo que los separa del público. El cuello duro y el frac también pueden identificar a un funebrero".
—¿Cómo se las arreglan en la Escuela Argentina de Magia para no diplomar funebreros?
—Fundamentalmente, considerando la personalidad de cada aprendiz. No todo sirve para todos. Días pasados, uno de los alumnos vino con una caja bajo el brazo y repitió de pe a pa un truco de Yukito que sólo había visto una vez. Muy bien —le dijimos— felicitaciones por haber descubierto el camino, pero eso no es para vos.
—¿Por qué?
—Porque no encajaba con su estilo. En otras palabras, ¿es muy agradable ver a una gorda bailando en puntas de pie? La mujer podrá hacerlo, pero la cosa no gusta. Lo mismo ocurre con la magia: un tipo grandote como un ropero no puede ponerse a manipulear monedas ni sacar pañuelitos microscópicos.
—¿Y cuál es el estilo de Fu Manchú?
—Podría definirse como algo sutil, cargado de humor. Yo, en cierto sentido, he ofrecido la imagen del japonés sinvergüenza, vagoneta, tranquilo, muy teatral. Bueno, pero eso pertenece a otra época. La televisión modificó las características de los magos.
—¿En qué sentido?
—En todos, prácticamente. Antes, en un espectáculo de magia se disponía de toda la noche para desplegar el show. Podían introducirse grandes aparatos, decorados especiales ... En mis giras llevaba dos o tres vagones cargados de elementos. La televisión no lo permite: el mago de 1971, es decir, el mago del video, sólo dispone de 10 ó 15 minutos para consumar sus trucos. Además, por esta urgencia permanente, debe manejarse con elementos fácilmente trasportables, livianos. Se acabaron, prácticamente, los diálogos y la teatralización. La televisión exige trucos, trucos y más trucos. El mago es parte de un espectáculo donde deben aparecer otros números. De alguna manera volvemos al varieté. Por eso siempre digo yo que el cine mató al teatro y la televisión asesinó al cine. De allí su nombre, TV: Teatro Vengado.
Yukito, "sucesor artístico de Fu Manchú" —así puede leerse en su tarjeta de presentación—, y uno de los "magos del 71", según tipifica el maestro, tercia en el diálogo para volcar algunos puntos de vista: "La televisión ha desarrollado la magia de primer plano: algo que nunca pudo realizarse en un teatro porque los de la última fila se quedaban en ayunas. Además, el hecho de que un programa de televisión sea visto por tantas personas al mismo tiempo obliga al mago a cambiar permanentemente de repertorio".
—Un ejemplo aclara todas las dudas —interviene Fu—. ¿Sabe durante cuánto tiempo presenté un cuadro llamado Bazar de Magia? Durante veinte años. ¡Sí, señor, veinte años! ¿Sabe cuánto duraba si lo hubiera presentado por televisión? Veinte minutos. En ese lapso lo habrían devorado varios millones de personas. El video exige rapidez, y es muy difícil renovar el repertorio de un día para el otro: por eso se ven tantas pavadas, improvisaciones, estupideces.
—¿Es común que un mago copie los trucos de otros?
—Sí, es común en los mediocres. Cuando Pollock apareció con sus palomas causó un revuelo extraordinario. Desde entonces, todos quieren tener palomas en su maleta.
Fu Manchú mira su reloj: dentro de muy poco, otros colegas descenderán al sótano para iniciar una de las sesiones de la Sociedad. Esos mismos magos tributarán un homenaje a Bamberg a fin de año; será un show muy particular: sólo durará una noche y, en su trascurso, los prestidigitadores presentarán trucos inéditos y reproducirán los más famosos cuadros de Fu. Será una manera de demostrarle que nadie, como él, puede alcanzar el climax de esos números que lo acompañaron durante toda su vida. Sólo los magos están invitados a esa reunión.
Mientras sube junto a SIETE DIAS la escalera que conduce a la planta baja (al sótano se accede desde un comercio —Centro Mágico— propiedad de Fu Manchú, donde vende artículos para prestidigitadores), el mago deja entrever su retiro definitivo de la profesión. De alguna manera, la perspectiva se desprende de su último comentario: "¿Sabe que tengo un hijo en Estados Unidos? Es profesor en la Universidad de Pensilvania: enseña inglés antiguo. ¡Qué le voy a hacer —sonríe—: cortó la monarquía de los Bamberg! Pero algo nos equipara, sin embargo. Un día le pregunté para qué enseñaba inglés antiguo y me contestó: Para formar otros profesores de inglés antiguo. Su respuesta me permitió responder por primera vez a una pregunta que me formulé durante tantos años: ¿Para qué había dedicado 60 años de mi vida a la magia? Fue mi hijo, y no un truco, el que me permitió resolver el enigma".
ALBERTO AGOSTINELLI
Revista Siete Días Ilustrados
20.12.1971

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