Ingleses
40 mil embajadores de Su Majestad
Ingleses
Desde hace varias semanas, los miembros de la colectividad extranjera que el común de los argentinos consideró durante décadas como la más poderosa, rica e influyente, no tienen un lugar oficial donde reunirse a comer sus platos ortodoxos.
Viejos ingleses melancólicos deambulan ahora ante una obra en construcción en la esquina de 25 de Mayo y Tucumán, en Buenos Aires. Allí estuvo durante treinta años el club inglés, famoso por la autenticidad de su cocina. Cuando el edificio ahora en construcción quede concluido, los ingleses recibirán, a cambio del estratégico solar cedido para las obras, sólo dos de los 24 pisos, y los sótanos. Algunos de los más ancianos de entre los ingleses residentes en el Río de la Plata parecían, en la pasada semana, creer que esa fría proporción —dos a veinticuatro— es índice de algo más que del transcurso del tiempo. "No sé, han pasado muchas cosas, todo ha cambiado mucho —explicó uno de ellos—. Cuando joven pensaba que sería hermoso volver a Londres para morir allí. Ahora pienso que no vale la pena morir en ninguna parte."
La tradición nacionalista pretende que esta colectividad domina la vida argentina. ¿Es así realmente?
Los ingleses no son sedentarios, ciertamente. Raza de corsarios, de descubridores, no hay sector del planeta donde no aparezcan nombres extraídos de la historia o de la geografía inglesa. Pero no emigran en número considerable, con la salvedad de los irlandeses, que se marchan a los Estados Unidos. La colectividad británica de la Argentina (unas 40.000 almas) es la más numerosa fuera de los países del Commonwealth.
El presidente del Club Inglés, Philip William Brundell (58 años, casado, 3 hijos, 3 nietos argentinos), contó a PRIMERA PLANA que la primera sede, una pequeña casa de la calle Bartolomé Mitre, fue inaugurada en 1899 y cubrió las necesidades de la colectividad hasta 1935. "Como la lista de afiliados crecía, debimos mudarnos a 25 de Mayo y Tucumán. Ahora cedimos el terreno a la empresa constructora, que nos garantiza la tenencia de los sótanos y de los dos pisos inferiores."
El club quiere preservar su reputación gastronómica, pero aún no decidió si la cocina será encomendada a concesionarios o a la propia administración. "No tenemos sucursales; por eso el movimiento es siempre intenso. Habrá salones de bridge, billares y un vasto comedor." La cantidad de socios asciende a 700, y entre ellos hay ingleses, escoceses e irlandeses, así como también argentinos sin ascendencia sajona. El club está abierto a cualquiera que reúna las condiciones reglamentarias: ser presentado por dos socios, abonar un ingreso de 10.000 pesos y una cuota anual de 3.600. El costo de los almuerzos es desconcertantemente bajo: $ 130 para los socios, los invitados no pagan. El presidente de la institución explica: "La cocina no es negocio para el club, sólo una atención para los socios".
El Club Inglés tiende al conservadorismo y a la estabilidad en todos sus aspectos. El señor Brundell es su presidente desde hace 16 años y se presume que no será desplazado en mucho tiempo, tal vez nunca. Socio gerente de la compañía minera Pirquirí, forma parte del núcleo más especializado del comercio británico en la Argentina. "Vine aquí por casualidad —recuerda—. Hice varios viajes a la Argentina como oficial de la marina mercante y en uno de ellos conocí una señorita Leach, cuyo padre era dueño del ingenio «La Esperanza», en Jujuy. Cuando le pedí la mano de su hija, me la concedió juntamente con un puesto en el ingenio." Brundell enviudó en 1954 y volvió a casarse cuatro años más tarde, esta vez con una anglo-uruguaya. "Pero —se apresura a corregir— pienso y siento como argentino. Leo La Nación y La Prensa, aunque también el Buenos Aires Herald, porque necesito estar informado sobre lo que pasa en mi colectividad." Estima que sus compatriotas han contribuido al progreso argentino "especialmente con los ferrocarriles", a los que atribuye la radicación de numerosas familias inglesas en suburbios de neto predominio inglés, como Temperley, Banfield y Hurlingham. "Yo mismo vivo en Hurlingham. aunque nunca fui ferroviario, v ya no sabemos si el club de polo se construyó porque hay muchos ingleses, o si muchos ingleses se mudan allá porque hay club de polo."
Hay muchas otras cosas que va no saben sobre la colectividad inglesa, por ejemplo: cuándo llegó el primer inglés al Río de la Plata? mr. Chiswel del British Community Fund justificó esa ignorancia con una sonrisa: "Nosotros, los ingleses nos ocupamos más del presente que del pasado". Sólo el empeño de una ejemplar funcionaría de la embajada —Mrs. Grimson. encargada de prensa— permitió a PRIMERA PLANA rescatar esa oscura zona de olvido. En un folleto archivado por alguno de sus predecesores, consta la llegada del corsario inglés Edward Fenton con dos galeones y un "patache" (éste al mando de un sobrino de sir François Drake). Esta primera incursión fue desalentadora, porque los navíos encallaron en un banco, los charrúas apresaron a la tripulación y así empezó el primer cementerio británico en territorio sudamericano.
Con todo, hay huellas de un pasado más reciente. En la tercera cuadra de 25 de Mayo se ve todavía el edificio que los ingleses construyeron en 1825 "para observar libremente los servicios de su culto", según la nota de Sir Woodbine Parish, encargado de negocios. La iglesia St. John The Babtist pro-Cathedral se inauguró seis años más tarde, en un terreno expropiado al convento de la Merced y con ayuda económica del gobierno de Rivadavia. Miss Jean Milne (52 años, soltera, secretaria del párroco Mackie) manifestó a PRIMERA PLANA que el número de feligreses aumentó en los últimos años, aunque los domingos se ve menos gente en los servicios. "Nuestra iglesia está en el centro de la ciudad, donde antes residían muchos ingleses; pero ahora la colectividad se ha trasladado a los suburbios."
Miss Milne menciona la iglesia anglicana de St. Paul, donde actuó el famoso William Morris (hoy la más concurrida y donde los sermones dominicales se pronuncian en castellano) y otras en Belgrano y Lomas de Zamora. Pero la vieja pro-catedral conserva su sabor peculiar, en el que la tradición inglesa se entremezcla con el pasado argentino. Un vitral recuerda a los ingleses caídos en la guerra del 14 y otro al almirante Brown, cuya hija fue una de las principales donantes.
Pero la Iglesia Anglicana no congrega a toda la colectividad. Es más: según Mr. John E. MacGregor (58 años, casado, encargado de la St. Andrew's Scots Presbyterian Church), "ellos están perdiendo gente y nosotros tenemos cada día más". Lo dice con inofensiva malicia, como quien se dirige al apacible contrincante de un partido de "cricket". MacGregor, oriundo de Chascomús, desciende de escoceses; su esposa es española y católica. "Nuestra fuerza está en que no somos demasiado excluyentes ni exigentes. Aquí la comunión se administra cuatro veces al año y, para tomarla, el feligrés no se dirige al altar, sino que el sacerdote va hacia su banquillo y se la administra." Sean o no estas comodidades la causa del actual florecimiento del culto presbiteriano (dos templos en el radio céntrico, dos en Temperley, uno en Belgrano, uno en Olivos, uno en Quilmes), lo cierto es que la Iglesia escocesa se financia sin ayuda y edita una revista, la St. Andrew's Scots Presbyterian Church Magazine, con editorial en castellano y notas en inglés tan variadas como "El dilema de la condenación eterna" o "Un picnic dominical en la iglesia de Temperley". Su promedio de casamientos es el más alto después de la Iglesia católica, y ello se debe a los muchos cristianos de confesiones distintas que quieren, sin embargo, casarse ante el altar.
En la colectividad inglesa, el culto parece ser una cuestión social antes que una cuestión de conciencia. Herbert Flight, gerente general de la librería Mackern (argentino nativo, 52 años, tres hijos) reconoció: "Hace tiempo que no voy a la Iglesia; de eso se encarga mi mujer". Las costumbres inglesas se pierden en el extranjero, aunque él opina que es menester conservarlas mientras se pueda. "En mi casa obligo a mis hijos a hablar inglés, pero ellos hablan castellano entre sí." En su librería observa el mismo fenómeno. "Los libros de texto son, por supuesto, nuestra mercadería principal; también salen mucho los clásicos y nuevos escritores como Graham Greene y Evelyn Waugh. Pero lo realmente notable es que la mayoría de nuestra clientela es argentina, ni siquiera anglo-argentina." Lo cual se explica porque "los ingleses de aquí no se dedican a tareas intelectuales, sino a la ganadería y a tareas administrativas".
Los integrantes de la comunidad se mantienen muy unidos, quizás por sus vinculaciones comerciales, y en parte —asegura Flight, a pesar de su apatía religiosa— "por su fe diferenciada: los irlandeses, por ejemplo, se han asimilado mucho más en razón de su catolicismo". El pasado también ejerce su fuerza. a pesar de la opinión de Mr. Chiswell. Los resabios de la tradición inglesa sobreviven hasta la tercera y la cuarta generación. "Fíjense que las chicas —las que pueden gastar, naturalmente— siguen comprando una revista carísima, el London Ilustration News, y se visten según la moda inglesa", indica Flight. Las ocupaciones ferroviarias arraigaron a muchas familias; pero cuando llegó la expropiación se marcharon a Gran Bretaña, donde tuvieron que empezar de nuevo. Claro que hay excepciones, como la de Mr. Arnold Bonner —que era jefe de horarios en el Roca— que se quedó aquí, aunque sin puesto, "porque le gustaba el país y estimaba a los argentinos".
Un entrevistado de la segunda generación, Alan Stanley Forbes (40 años, dos hijos) se asimiló totalmente, en apariencia. Es gerente de producción de una firma argentina (Aseguradores Internacionales S. A.), habla perfectamente ambos idiomas y relata que su padre emigró a fines de siglo "porque era un hombre de ideas liberales y consideraba asfixiante la atmósfera victoriana". Añade que, según su padre, "éste era el único país sudamericano donde podría educar a sus hijos en un nivel europeo". Forbes se siente íntegramente argentino, "aunque algunas cosas del sajón me afloran de golpe". A los veinte años sintió la necesidad de conocer su país y lo recorrió de Punta a punta. Se interesa por las operaciones de bolsa, porque cree que "este tipo de inversiones hace la grandeza de un país", pero afirma que la gente que especula con divisas extranjeras "atenta contra su patria". En el orden comercial, piensa que los ingleses se han quedado atrás, han perdido dinamismo. "Observe usted el nuevo edificio del Banco de Londres: han construido vidrieras con plantas y otros chirimbolos, a la americana. Antes bastaba la inscripción «British» en cualquier vidriera y la clientela venia, pero eso se terminó y los mismos ingleses se dan cuenta." Dice que se casó con una criolla "para poder gritar en casa" ("mi mujer también grita, por supuesto"). La exuberancia latina le cae más simpática que la costumbre de los matrimonios ingleses, que siempre hablan en murmullo.
Una casa donde se sigue hablando en murmullo es la Mission to Seamen, en Cochabamba al 200. El actual edificio es relativamente lujoso; en cambio, durante la guerra, su antigua sede del Paseo Colón era el tétrico refugio de los marinos ingleses que llegaban a puerto con poco dinero y una fuerte neurosis. Se concertaban peleas entre los tripulantes, que cambiaban golpes hasta caer exhaustos: a veces iba Gatica a ganarse unos pesos. El consumo alcohólico se limitaba a la cerveza y no se admitían mujeres (salvo las de la Mission, insospechables); pero el "Anchor Inn", que estaba enfrente, suplía ambas necesidades después del boxeo y la misa. La Mission de nuestros días tiene un régimen hogareño, comparada con aquélla, y hay varios juegos (tillar americano, ping pong) que no comprometen la moral ni las buenas costumbres. La regentea el reverendo Tyler, que no habla español, y su asistente laico, Ronald Rayner (31 años, casado, dos hijos), que lo balbucea. Llegó hace dos años, pero casi no sale del edificio, y no opina sobre los argentinos "porque, le repito, no los conozco", aunque se consideraría "delighted" (encantado) de poder conocerlos.
La tercera generación opta generalmente por la Argentina. Víctor Hamlin (argentino, 19 años) no se interesa por la religión ("mis padres van a la iglesia por tradición; yo creo que sin convicción no hay que hacerlo"), y, aunque se educa en el Cambridge, cree que su futuro es argentino: "Nunca me iría a vivir allá". Juzga "calamitosa" a la juventud británica de hoy, "porque trata de canalizar a través de la violencia largos siglos de ímpetus refrenados por un modo de vida pusilánime. Nosotros, los argentinos, aprendemos nuestro propio modo de vida". Le gusta la ganadería, quiere dedicarse a ella, "pero empezando desde abajo, no de administrador o mayordomo, como empiezan los ingleses".
La mejor definición de esta cuestión ambigua la ofrece un casi argentino Owen Marsden Tudor (65 años, soltero), que vino a los diez meses, se fue a los diez años, volvió diez años más tarde y por fin se quedó. Su padre quebró (importaciones) y se quedó en la calle a los 40, pero empezó de nuevo; durante la guerra fracasó él mismo con una mina de wolfram. Según él, "los ingleses no han comprendido la evolución del país: debimos lanzarnos a la producción nacional, no insistir con la importación". Observa la política de sus dos patrias con distanciada ironía ("nunca voté aquí ni allá, pero soy conservador por instinto"), pero no puede renunciar a la comida inglesa, cuyos secretos enseña a su cocinera paraguaya.
¿Cómo se siente aquí, qué opinión tienen los argentinos de los ingleses? Tudor sonríe con tristeza: "Hace mucho que pienso en esto. Nos respetan, si, pero no nos quieren".
PRIMERA PLANA
17.03.1964

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