JOSÉ IGNACIO RUCCI
¿SABE UNA COSA? NUNCA CONTE TODO ESTO
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Fue en 1941. En un potrero del barrio Tablada, en Rosario, un grupo de muchachos quinceañeros jugaba al fútbol. De pronto, avanzó uno de los más grandes —en físico y en edad— y un esmirriado adversario le salió al cruce. Cuando el grandote —que jugaba con boina— intentó cabecear una pelota, el chiquito le puso el pie. La pelota fue a cualquier lado y la boina voló por el aire. El chico se asustó. Amablemente alzó la boina y se la entregó al grandote, que tenía un chichón en la cabeza. Su amabilidad no fue entendida: recibió una trompada, durmió veinte minutos.
Entonces José Ignacio Rucci —el chiquito del cuento— tenía 16 años. Estuvo algunos meses en la tercera de Central Córdoba porque le habían dicho que los dirigentes le podían conseguir trabajo. Pero tuvo que desistir: no tenía condiciones.
Nacido en Alcorta, provincia de Santa Fe, el 15 de marzo de 1925, a los 5 años se trasladó con su familia a Rosario., Su padre —un calabrés venido a principios de siglo— soportaba los problemas de la época: la desocupación entre ellos. José vivió en Rosario hasta los 20 años. Estudió hasta tercer año del bachillerato, y comenzó a trabajar en una fábrica de sifones. Cuando SEMANA lo entrevistó en la Unión Obrera Metalúrgica de San Nicolás, Rucci dejó sus tareas gremiales para recapitular su vida.

EL OBRERO
—Aquella época era dura —evocó—. El drama era la falta de trabajo. A veces iba a hacer changas al frigorífico Swift. Pero había setecientos aspirantes todos los días y entraban quince. Se trataba de limpiar tripas. Y había que caminar treinta cuadras de ida y treinta de vuelta. A veces no se trabajaba durante semanas enteras. También trabajé de chocolatinero en un par de cines de la calle San Martín: El Heraldo y el América. De paso veía las películas gratis. Pero allá por el 43 no aguanté más. Una noche esperé al camión del diario El Mundo y le pedí al chofer que me llevara a Buenos Aires. Era invierno y viajé atrás; llegué congelado. Mis padres y mis dos hermanas quedaron en Rosario, donde todavía viven.
El salón es modesto: una mesa y cuatro sillas. Alrededor del redactor y de Rucci hay cinco compañeros del gremio. En la pared, un retrato de Augusto Timoteo Vandor.
—¿Y en Buenos Aires, Rucci?
—Me fui a una pieza en Boedo, en la calle Garay. Ahí vivían muchachos rosarinos emigrados. Entre todos buscábamos trabajo. Y como en ese entonces había algunos rosarinos en San Lorenzo de Almagro —Pontoni, Martirio— me hice hincha. Algunos de los muchachos consiguieron trabajo en la cervecería Quilmes; otros se hicieron metalúrgicos. Yo empecé a trabajar como lavacopas en la confitería La Cosechera, de Rivadavia y Pedernera. Después fui mozo de mostrador y al final vino mi ascenso: ayudante de cajero en la sucursal de Cabildo y Juramento. Más tarde pasé de gastronómico a metalúrgico: en el 44 entré a la Hispano Argentina, donde se fabricaba la pistola Ballester Molina, con Hilario Salvo, que fue secretario general de la UOM, y Adelino Romero, ahora de los textiles y que está conmigo en la CGT. Pero en el 46 cerró la fábrica. Yo era tornero a revólver y todavía no me metía en el sindicalismo.
Cada tanto fuma un cigarrillo rubio y se frota las manos.

EL GREMIALISTA
—Después ingresé a la fábrica de la firma Alejandro Ubertini, un establecimiento de artículos electromecánicos Ahí empecé la militancia gremial: en 1947 fui elegido delegado de la comisión interna de la fábrica, cargo que desempeñé hasta el 53. Pero en 1948 Hilario Salvo me sacó con permiso gremial para integrar las comisiones paritarias. En 1953 la fábrica se trasladó a Lanús. Yo vivía en una pensión de la calle Perú y Diagonal Sur con tres compañeros rosarinos. Entonces pasé a Catita, en la fábrica de Barracas, y otra vez fui elegido delegado. Pero hasta el 55 estuve trabajando sin licencia gremial. Y ahí me agarró la revolución libertadora. La UOM fue intervenida y se inhabilitó a todos los dirigentes. Fui preso dos veces. Estuve en un barco en Dársena Norte con Vandor, Armando Cabo, Lorenzo Miguel, Cardozo, Tolosa, Cavali, Alonso, Framini. Eramos doscientos. Después estuvimos en el Sur: diez meses en Santa Rosa. Salimos
en libertad pero a los tres meses nos metieron otra vez. Fuimos a Caseros. Siempre andábamos en equipo. Parecía una broma: adentro todos o afuera todos.
—¿Qué pasó después?
—Después... Bueno, volví a Catita. Por suerte los dueños no tomaron represalias como en otras fábricas. El interventor de la CGT, Patrón Laplacette, llamó a un congreso de delegados de las organizaciones confederadas para reestructurar la CGT. Nosotros fuimos a elecciones y postulamos a Avelino Fernández, que no estaba inhabilitado. De las cuatro listas, la nuestra, la peronista, ganó por muerte y recuperamos la UOM. De los 46 delegados al Congreso, yo fui uno. Pero el Congreso resultó una mentira: lo habían inflado para que se impusiera el pensamiento del gobierno. Nosotros éramos mayoría pero adulteraron los padrones y nos convirtieron en minoría. Pedimos una comisión verificadora para ver si el congreso tenía representaciones legítimas y la mitad más tres de los 650 delegados dijeron que debía constituirse esa comisión verificadora. El interventor —que quería la legitimidad lisa y llana del Congreso— lo hizo pasar a cuarto intermedio hasta el día siguiente. Pero fue un día largo: no volvimos a ser convocados hasta ahora. En aquel momento consideramos que nos traicionaban: entonces nos reunimos en el Sindicato de Sanidad y se designaron tres compañeros para presidir las deliberaciones: Cardozo, de la carne; Álvarez, de Sanidad, y yo por la UOM. Entonces tuve que contar las organizaciones presentes: eran 62. Fue la primera mesa directiva y por eso ahora me dicen que fui el creador de las 62 Organizaciones. Anduvimos bien: hicimos un par de huelgas exitosas y tuve que ir a Rosario por un problema de la UOM local. Los convencí de levantar el paro porque les había gustado demasiado...

EL FINAL DE LA CARRERA
—¿Sabe una cosa? —preguntó Rucci.
—No...
—Nunca conté todo esto. Qué de cosas vive uno, ¿no? Pero me acuerdo patente de todo: En el 57 ya tenía permiso gremial de nuevo y en el 60 cerró Catita. Los estatutos impedían gozar de licencia y ser delegado al que cobrara indemnización. Para poder seguir mi carrera gremial no cobré la indemnización. Después vino Frondizi y habilitó a todos los dirigentes y convocó a asamblea de los gremios. Ahí apareció Vandor, en la lista Azul. Estaban Avelino Fernández, Niembro, Lorenzo de Miguel y yo iba como secretario de Prensa. Durante dos mandatos estuve como miembro del consejo directivo de la UOM y en el congreso confederal de la CGT. Después pasé como adscripto al secretariado nacional, con Vandor.
—¿Se puede decir que usted es el sucesor de Vandor?
—No. Yo soy más viejo que Vandor en el gremio. El era medio oficial ajustador en Philips y yo lo hice oficial. Después fuimos muy amigos, estuvimos siempre vinculados.
—¿Cuándo vino a San Nicolás?
—En el 65. Hubo un problema a nivel de dirigentes, la UOM local quedó acéfala y e secretariado nacional me mandó a hacerme cargo de la seccional. Pero no como interventor, sino como colaborador de una comisión local. Desde entonces estoy en relación de dependencia con la firma Protto Hermanos, que fabrica llantas. Convocamos a elecciones y organizamos la UOM. Me eligieron secretario general local. Y ahora la Comisión Reorganizadora de la CGT llamó a un Congreso. Por coincidencias unánimes las organizaciones decidieron que la secretaría general la ocupara un hombre de la Unión Obrera Metalúrgica. Se aceptó esa tesis y de las 46 seccionales de todo el país me designaron candidato único. Es la primera vez que un metalúrgico dirige la CGT. Me encanta escribir. Colaboré siempre en el diario del gremio. Los editoriales son todos míos. Me gusta elaborar conceptos gremiales, redactar convenios. Además, participé en la redacción de los estatutos. También me gusta cazar, pero no tengo tiempo. Mi debilidad es el folklore y la música en general.
—¿Qué piensa del peronismo?
—Fui peronista antes de que viniera Perón. Perón nos interpretó: al pueblo, a la clase trabajadora.
—¿Alguna vez actuó en política?
—Nunca. Sólo fui obrero y gremialista.
—¿Es católico?
—Sí, pero no mucho.
—¿Qué le hubiera gustado ser?
—Abogado, pero no para ser ave negra y llenarme de plata. Pero no pude. Era medio vago y tenía que trabajar. En la escuela siempre fui un rebelde. No hacía los deberes porque no me gustaba. Me llamaba la calle, que es la mejor escuela. Pero igual tuve suerte: nunca repetí el grado.

EL HOGAR, LA FAMILIA
Desde hace un año vive en Haedo. Antes vivió en Villa Soldati. La casa es modesta y no está terminada. Rucci pide disculpas por las incomodidades. Los ravioles del domingo al mediodía pasaron al olvido. Llueve y hace frío. Un café reconforta.
—Nunca pensé que sería secretario general de la CGT. Ni siquiera del gremio. Pero me puse contento, me siento capacitado para el cargo.
—Y usted, señora, ¿qué sintió cuando se enteró de la noticia?
Nélida Blanca Vaglio, 40, argentina, ex delegada gremial de los metalúrgicos, sonrió. Es tímida y silenciosa.
—Me puse contenta. Pero sabíamos que lo iban a elegir.
—¿Cuándo conoció a su esposo?
—En 1952. Yo trabajaba en Radio Serra y tuve un problema. Fui a la UOM y me atendió José. Así lo conocí. Pero nos casamos seis años después.
—¿Cómo es Rucci esposo?
—Buenísimo. Arregla la casa, pinta, juega con los chicos. Durante la semana casi no está, pero estoy acostumbrada. Por suerte los domingos son sagrados: siempre en casa.
Tienen dos hijos: Aníbal Enrique, de 11 años, y Claudia Mónica, de 6. Aníbal es serio, reconcentrado, solitario y muy seguro de sí mismo. Está convencido de que será abogado de sindicatos, jura ser peronista como el padre y también simpatiza con San Lorenzo.
—¿Cómo es un día de Rucci?
—Me levanto a las seis y pico y a las siete salgo. Paso por la UOM todas las mañanas para charlar con Lorenzo Miguel —gran amigo— y ando todo el día a los saltos. Entre la CGT, Miguel y San Nicolás, no sé cómo hago. Pero atiendo todo. Termino a la madrugada todos los días, pero mi vida ya está estructurada de esa manera. Como será que tuve que cambiar de coche hace unos días: vendí el Falcon y me compré un Chevy cero kilómetro. Tengo que andar al trote...
Revista Semana Gráfica
31.07.1970

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José Ignacio Rucci, metalúrgico, rige los destinos de la CGT. SEMANA estuvo con él en San Nicolás y en su casa de Haedo. Habló de su vida, de los gremios, del peronismo, de sus compañeros. Trabaja mucho y tiene un coche nuevo.
José Ignacio Rucci
José Ignacio Rucci
José Ignacio Rucci
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