Los mafiosos argentinos
Un asalto de pistoleros enmascarados a un tren, en plena pampa, inicia en 1917 la dramática cadena de crímenes mafiosos en la Argentina. Un "intocable" rosarino, Martínez Bayo, enfrentó a la mafia con puntería y coraje. Protegidos por altos funcionarios, los mafiosos parecían impunes. Pero en 1932 comenzó la caída espectacular

Los mafiosos argentinos
—Salve al país. ¡Acabe con la mafia! —urgió, dramático, el gobernador santafesino Luciano Molinas al joven y tímido empleado público José Martínez Bayo. Esta conferencia clandestina ocurrió sigilosamente dentro de un insospechable Ford a bigotes a fines de la década del 20, a espaldas de la policía, del gobierno nacional, de todo el mundo. Acorralado por la mafia, el doctor Molinas se hizo eco en esa entrevista secreta del clamor que escuchaban las autoridades en Buenos Aires, en Córdoba, pero sobre todo en Rosario. Su población, indignada, quería terminar con los mafiosos, que eran elementos totalmente ajenos a la ciudad, perturbadores del fabuloso crecimiento de la segunda capital argentina.
Molinas sabía que muchos funcionarios policiales andaban en extraños enjuagues con el legendario Juan Galiffi, jefe absoluto de la mafia argentina y gran "play boy" de la época, experto en rubias platinadas y caballos de carrera, y rodeado siempre de siniestros guardaespaldas sicilianos, que reclutaba en los mercados de fruta.
Como Molinas sospechaba de todos había nombrado a Eduardo Paganini, un cuñado de Lisandro de la Torre, como jefe de policía. De la Torre, líder de la democracia progresista, entonces partido gobernante en Santa Fe, no era el único preocupado por el avance incontenible de la corrupción policial y administrativa. Las coimas mafiosas arrasaban con las reputaciones más sólidas. Muchos radicales descubrían alarmados que apenas caía un mafioso, un radiograma del ministerio del Interior ordenaba su inmediata libertad a espaldas del propio ministro.
El joven José Martínez Bayo, cuya entrevista secreta con el entonces mandatario santafesino SIETE DIAS revela por primera vez, tenía una virtud fundamental: su maravillosa puntería estaba al apasionado servicio de la decencia.
Curiosamente, por esa misma época, el director del F.B.I. estadounidense, H. Hoover, mantenía una conversación similar con otro hombre justo, el "intocable" Elliot Ness. Igual que Martínez Bayo, con apenas un puñado de hombres dio la cara en una lucha contra el gangsterismo que tuvo la misma ferocidad que las batallas libradas por Martínez Bayo contra la mafia argentina.

EL POZO
Hasta 1917 la mafia mató a una docena de sicilianos en Buenos Aires. Pero todo funcionaba a un espeluznante nivel ancestral y casero.
Por el robo de una cabra en un pueblo de veinte casas cerca de Catanzaro, Italia, aparecían cadáveres con las manos cortadas en un baldío de Almagro. Ese ajusticiamiento también podía deberse a un dinero que italianos que venían del "paese" no entregaron en Buenos Aires a sus destinatarios. El caso de Ettore Zacci es típico porque la policía descubrió años después su esqueleto. Ettore era un verdulero del mercado Spinetto que con argucias donjuanescas enamoró a una candorosa cliente, Rosa Spina, de 16 años. Rosa huyó con él. Después de tres meses de convivir juntos Ettore se aburrió. Esta historia que en cualquier hogar porteño era, a principios de siglo, una catástrofe, constituyó para el papá de la adolescente, siciliano de ley, la semilla de una morosa venganza. No exigió a Ettore que se casara con su hija mancillada. Todo lo contrario. Ettore y su frustrado suegro se hicieron amigos. Cada vez más amigos. Un domingo a mediodía, años después, el verdulero donjuanesco, agobiado por una tallarinada y muchas botellas de tinto, recibió una insólita apuesta en la casa de su fallido suegro. Estaban todos bajo la parra del patio de tierra del fondo. Su ex suegro lo desafió a quien cavaba un pozo más hondo. Ettore descubrió, a la hora, cuando su pozo era profundísimo, que el padre de Rosa ni siquiera había empezado el suyo. Cuando entre los vahos del alcohol empezó a sospechar algo no le dieron tiempo a más. Entre todos lo amordazaron, le dijeron: "Este es para vos", lo arrojaron adentro y lo enterraron vivo.

COMO EN EL FAR WEST
Pero las bandas mafiosas iniciaron su acción en gran escala un 24 de marzo de 1916, cuando el maquinista del tren 20, que se dirigía a Coronel Aguirre, vio la nube de humo que se acercaba.
Eran quince hombres a caballo, enmascarados. Sus Rémingtons apuntaban al tren. Los bandidos saltaron a la locomotora apenas disminuyó la velocidad, encarcelaron al personal en un vagón de ganado, saquearon la caja de caudales del vagón correo y huyeron. Nada que envidiarle a las películas del oeste. Sin saberlo los mafiosos se anticipaban en cincuenta años a los films de cowboys con vaqueros italianos.

MACBETH EN COCOLICHE
Empezaba la fugaz pero mítica "época de oro de la mafia argentina. Su actor principal era un granjero rechoncho que criaba gallinas. Se llamó Juan Galiffi y la leyenda asegura que le regaló un fino sillón tallado al presidente Yrigoyen, pero como todo lo que rodea al gran "capo mafia" el dato es improbable. Vino de Italia rodeado del halo de una íntima amistad con Benito Mussolini y primero se limitó a dirigir una organización que fraguaba documentos falsos a los compatriotas que tenían dificultades para ingresar al país. Pero entre esos inmigrantes ilegales reclutó hombres duros para cumplir su sueño: organizar la mafia, en serio, a gran nivel, en la Argentina.
Los diarios hablaban de robos de bancos, secuestros y asesinatos. "La culpa de todo la tiene Chicho Grande", gritaba "Crítica" en un titular tamaño catástrofe.
Pero, ¿quién era Chicho Grande? Nadie, por mucho tiempo, sospechó de Juan Galiffi, quien compraba caballos de carrera y se vinculaba a las fiestas del gran mundo rosarino y porteño, luciendo su bigotito y sus maneras trabajosamente refinadas. Su hija, Agata, estudiaba en los más severos colegios religiosos. Un pariente suyo, alto oficial del Ejército, ocupó altísimos cargos en la gobernación provincial. Galiffi era insospechable, hasta que las acusaciones que nunca se le pudieron probar provocaron su huida apresurada al Uruguay.
Un testigo de primera línea, Gustavo Germán González, que el año pasado cumplió 50 años de actividad como cronista policial, lo describe:
—Conocí al legendario "Chicho Grande" Juan Galiffi en "Crítica". Me lo presentó el malevo Muñoz. Galiffi hablaba con increíble corrección, como burlándose, con rostro imperturbable, de sus acusadores. Galiffi ya tenía un stud en Montevideo y sus animales ganaban grandes premios en la Rural. Decía que había muchos envidiosos de sus éxitos comerciales. Cayó por "Crítica" al día siguiente del asesinato del corresponsal del diario en Rosario, un muchacho Alzogaray que hizo revelaciones sensacionales sobre la mafia y entonces lo "sirvieron".
Los crímenes se sucedían. Y eran horrendos. Un día fueron dos cuerpos mutilados cuyos miembros aparecieron atados con alambre sobre una balsa a la deriva en el río, sus troncos encontrados en una quinta suburbana. Otro día, el rapto del riquísimo industrial yerbatero Marcelo Martín. De pronto todo se complicó. "Ahora sólo corre 'Chicho Chico' " decía un anónimo dejado sobre un taxista degollado que había traicionado a la mafia. Nunca se supo bien, pero el rival de Juan Galiffi se rodeó desde et principio de una aureola de nombres trucados, personalidades falsas, orígenes diversos. Pero hoy ya nadie duda que Chicho Chico era un argelino, Alí Ben Amar de Sharpe, que viajaba tres o cuatro veces por año a París y rivalizaba con Chicho Grande en cantidad de caballos de carrera.
Chicho Chico decidió liquidar a Chicho Grande. Pero Galiffi, según se cuenta, lo madrugó. A Chicho Grande le interesaban las diez casas públicas que regenteaba su encumbrado rival. Sobre todo una, en la calle Pichincha, que se llamaba la Mina de Oro.
Chicho Chico tenía un lugarteniente de hierro, el Pibe Samburgo, que no se vendió jamás hasta que Chicho Grande le encontró el precio justo: 50.000. Chicho Chico, solo, inerme, sin saber nada de la trampa, estaba en una casa de la calle Pringles en Buenos Aires cuando en una operación "comando" Chicho Chico fue secuestrado.
—II siñore no debe tener paúra —dijo un pistolero en su cocoliche despacioso mientras el Nash 1929 con las cortinillas bajas conducía a Chicho Chico a través de la noche hacia una quinta del barrio de Bel-grano.
—Adelante —dijo Chicho Grande. Ante su sorpresa se encontró con una mesa tendida, arañas de caireles y mozos de guante blanco. Chicho Grande insistió:
—Questa e una cena d'affari.
Cristal de Murano, mantel de hilo de Holanda, caviar y al fin de la comilona, cuando Chicho Chico casi había tomado confianza, como en una versión grotesca del Macbeth de Shakespeare, desde atrás de un cortinaje salieron tres mafiosos, apuñalaron a Chicho Chico y lo enterraron en los fondos de la finca.

EL FIN
Juan Galiffi quedó dueño absoluto. La policía, año a año, anunciaba en sus balances: "La mafia ha sido destruida" pero la noticia era tan falsa que Molinas debió llamar al civil Martínez Bayo para enfrentar a la organización que apoyada en oscuros intereses muy poderosos prosperaba con insolente esplendor.
Agata Galiffi, la hija del "capo", vivía un drama patético. Enamorada de un apuesto abogado, el doctor Amato, entró en la gran sociedad rosarina como quería su padre y su boda era cosa hecha hasta que su novio se enteró quién era realmente su futuro suegro. Al abandonarla, comenzó el calvario de Agata, que casó con otro hábil abogado, Rolando Luchini, quien evitó que Juan Galiffi fuera a la cárcel. Pero Agata, con los nervios deshechos, ya nunca pudo ser feliz.
Dos hechos precipitaron el fin. La acción sigilosa de los hombres de Martínez Bayo y el espectacular secuestro del joven Abel Ayerza, el 23 de octubre de 1932. Los captores pidieron 200.000 pesos de rescate y el desesperado ex ministro Ayerza estaba dispuesto a pagarlos. Abel estaba preso en el sótano de una quinta en Corral de Bustos. Los domingos, como cerca había una cancha de fútbol, arrojaba mensajes por la claraboya del sótano al jardín y gritaba, pero al paso de los carros llenos de hinchas, que vitoreaban a sus clubes, nadie escuchó jamás su S.O.S.
Finalmente la policía, por infidencias, detectó la zona en que tenían escondido a Ayerza. Los pistoleros que lo cuidaban se enteraron. Al mismo tiempo, por un trágico malentendido, la mafia, que ya había recibido la plata del rescate, cablegrafió a los pistoleros de la quinta de Corral de Bustos: "Larguen al Chancho". Pero el mensaje no llegó a tiempo. Uno de los mafiosos, enloquecido de terror, asesinó a Ayerza de tres balazos de escopeta, cobardemente, por la espalda.
El velo, por fin, se alzó. Juan Galiffi, pese a la defensa de Luchini, debió escapar al Uruguay. Su hija quedó como jefa absoluta de la banda en decadencia.
Pero el rapto del doctor Jaime Favelukes, prestigioso médico del hospital Israelita, por quien su padre debió pagar 100.000 pesos de rescate, fue el canto del cisne de la mafia argentina. Uno de los captores, Amorelli (a) "Porcone", se quedó con la mitad del dinero y denunció a sus compañeros. Pronto apareció acribillado a balazos, en un conventillo de Ciudadela.
Agata, a quien nunca se le había podido probar nada, cayó presa en Tucumán y tuvo un hijo en la cárcel. Salió en 1949. Era una mujer que mantenía el magnetismo que tanto había fascinado en su juventud a pistoleros, dandies y policías.
Hoy, piadosamente olvidada, viva en algún lugar del país. Todos los domingos a la mañana, envuelta en una mantilla negra, agobiada y desapercibida, cumple con el único rito que la ata al turbulento pasado familiar. Como todos los mafiosos sicilianos, de hoy y de siempre, reza con fervor a la Virgen del la Roca.
Revista Siete Días Ilustrados
19.12.1967

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