MACEDONIO FERNANDEZ

ERA FLACO Y GENIAL TENIA ASPECTO DE ESTAR UN POCO FUERA DEL MUNDO, COMO TODOS LOS QUE ESTAN METIDOS EN EL HASTA EL CUELLO. LO QUE OCURRIA CON MACEDONIO ERA QUE LAS COSAS DE TODOS LOS DIAS LE SONABAN A HUECO. POR ESO HURGABA POR DEBAJO DE LA SUPERFICIE EN BUSCA DE UN FONDO INALCANZABLE. FUE ANARQUISTA, ABOGADO, POETA, CHARLISTA, GUITARRERO, NOVELISTA, PORTEÑO, METAFISICO. INSPIRO, YA MAYOR, A LO QUE SE CONOCIO COMO "MARTINFIERRISMO". BORGES, MARECHAL, CORTAZAR, TODO LO CONTEMPORANEO, NACIERON DE EL.
VIVIO Y MURIO OLVIDADO. AHORA, SIN EMBARGO, TODOS LO VENERAN. MACEDONIO, SIN DUDA, SE HUBIERA SONREIDO.


Macedonio Fernández
Fernández hay muchos. Recorra usted la guía de teléfonos y verá que el apellido de marras ocupa 85 columnas. Sin embargo, hay uno que no figura en guía —murió en 1951— y que, figurando, la haría estallar en una lluvia de alas de mariposa o de doradas hojas de otoño. Se llamó Macedonio y fue único.
Todos los esbozos biográficos de Macedonio Fernández que se intentaron arriesgaron un rotundo fracaso, como arriesgarán todos los que se intenten. Es difícil, casi imposible, reconstruir el laberíntico itinerario que imaginó, a manera de vida, este porteño inigualable. Se tienen, sé, algunas certezas que nos servirán de excusa para hablar un poco de él. Nació, por ejemplo, el 1º de junio de 1874, con ocho generaciones de criollos a sus espaldas. Se sabe que, 23 años después, culmina una rápida y brillante carrera de abogado. Que entre esa fecha y 1901, en que se casa con Elena de Obieta, trata —y fracasa— de realizar una experiencia de tipo anarquista comunitaria en Paraguay. Que no llega a ejercer sistemáticamente la profesión de abogado, ni mucho menos.
Recién cuando muere su mujer, su adorada Elena, el nombre de Macedonio empieza a pronunciarse en los círculos literarios porteños. Georgie Borges lo acapara allá por el 21, alentado por sus amigos martinfierristas. Todo el mundo tenía por entonces 20 años, menos Macedonio, que andaba por los cuarenta y pico. Por eso, quizá, soslayó la efusividad y el desparpajo de los otros. Era plácido, tímido, apocado, cortés y poco amigo de la grandilocuencia.
A medida que crecía su minúscula y bien ganada fama, se empezó a dudar de su existencia. Algunos descreídos atribuyeron la figura de Macedonio a la fantástica inventiva de los martinfierristas. Luego se supo la verdad: toda esa generación que inauguró toda una literatura nació y creció en torno al genio y figura de Macedonio Fernández. Él fue maestro de Borges, Girondo, Scalabrini Ortiz, Marechal, de algunos otros más que tal vez estén destinados al olvido. El mismo Ricardo Güiraldes no permaneció ajeno al influjo y lo reconoció implícitamente en la dedicatoria de "Don Segundo Sombra". "Para mostrar a Macedonio no he hallado mejor medio que las anécdotas", escribió Jorge Luis Borges en el prólogo de una antología sobre el maestro. Sin embargo las anécdotas, por cierto jugosas, pueden llegar a revelar al humorista, al raro, al excéntrico. Pero difícilmente den la verdadera y profunda imagen de Macedonio. Geminiano a ultranza, no sólo se contentó con ser uno de los primeros metafísicos argentinos, sino el primero: también fue maestro en prosa y poesía, y sobre todo gran difusor y defensor de nuestra argentinidad, de la cual algunos de sus discípulos prefirieron olvidarse. Solía decir que "Unamuno escribe porque sabe que lo leen en Buenos Aires"; que su guitarra criolla (de la que era eximio ejecutante) era el mejor instrumento porque "es el único que se puede aprender en la cama"; que "lo único que tengo de uruguayo es haber vivido toda la vida en Buenos Aires". Borges, despidiendo a Macedonio en la Recoleta, supo reconocer: "Yo por aquellos años lo imité hasta la transcripción, hasta el apasionado y devoto plagio. Yo sentía: Macedonio es la metafísica, es la literatura". Y lo era. Y a pesar de todos los intentos de convertirlo en un maleable fantasma, lo sigue siendo.
La vida de Macedonio, luego de producido su "descubrimiento" por parte de la juventud argentina, cubre itinerarios insospechados, azarosos. Vive, durante casi 30 años, en casas de amigos, en pensiones, en inquilinatos. No se sabe con certeza de qué subsistía. Su vida privada era eso: privada. Y anárquica, claro. No creía en la medicina, mucho menos en la higiene o en el orden burgués. Comía cuando quería, dormía cuando se sentía cansado. Su actividad principal consistía en pensar. Se estimulaba, para ello, escribiendo ilegibles textos, muchas veces superpuestos en una misma hoja. Sus incursiones, a menudo gloriosas, por la literatura y el humorismo, nunca le preocuparon. Publicó tan sólo cinco libros en vida —Papales de Recienvenido; No toda es vigilia la de los ojos abiertos; Una novela que comienza (Chile); Continuación de la Nada; Poemas (Méjico)— y todos ellos porque sus amigos insistieron hasta el hartazgo o, directamente, por compromiso. Su obra no te interesó: la mayoría de sus escritos se han perdido en las continuas mudanzas, entre tabaco, yerba y guitarras. Lo que sí le interesó fue el misterio de la vida. Terminó encontrando que la vida no existía y, en consecuencia, ¡a muerte tampoco. Que todo era un eterno fluir, un ensueño.
Este Sócrates porteño construyó, a pesar de sus dudas, el pensamiento de varias generaciones argentinas dejando la solemnidad y la forma de un lado. Lo hizo con un solo y -—en sus labios— magistral instrumento: la palabra. Macedonio enseñó por la palabra. Fue, sobre todo, un gran conversador. Quizá el primer argentino que reemplazó el juego de palabras por el complejo —y muchas veces humorístico— juego de conceptos. De sus enseñanzas, de sus largas y amables conversaciones, algunos se han quedado sólo en la anécdota. Se evita lo otro, el insólito universo que Macedonio tenia para ofrecer a quien supiese escuchar. Y que lo pinta de cuerpo entero. Leopoldo Marechal pudo, alguna vez, definirlo así: "Creo que, esencialmente, fue un metafísico. Pero un metafísico experimental, no de cátedra, escuela o universidad. Era el verdadero metafísico, es decir aquel que empieza por tener una problemática interna profunda y cuyos gestos y meditaciones van guiados a resolver, a dar una orientación total a esa problemática. Macedonio no creyó en la realidad —ni siquiera en la suya—, descartó el mundo y sus vicisitudes, renunció a la vida y a la muerte. Pero estableció un solo valor, un principio redentor: la Pasión vital".
Pasó sus últimos cinco años en la casa de su hijo, Adolfo Fernández de Obieta. Era un departamento en la calle Las Heras, sobre el Botánico. Como no le preocupó mucho vivir, tampoco morir le hizo salir de sus pensamientos. No admitió médicos porque, según él, "sólo ayudan al enfermo a morir". Había escrito alguna vez a Ramón Gómez de la Serna: "Deseo terminar mi vida como un místico". Y cumplió. Siempre fiel a su personal antirrutina muere, no se sabe bien de qué, en 1952, a los 77 años. En su entierro, perpetrado en la Recoleta, hablaron Borges, Petit de Murat, etc. Toda la intelectualidad porteña guardó luto por el hombre que, en vida, muchos supieron olvidar. Aunque é!, Macedonio, aún hoy no guarda luto por su muerte. Se hubiera reído de tanta aparatosidad, de tanto elogio pasajero.
Alguna vez bajó al mundo. En una carta dijo, medio en broma, medio en serio: "Nací porteño y en un año 1874, todavía no pero un poco después empecé a ser citado por Jorge Luis Borges con tan poca timidez de encomios que por el terrible riesgo a que se expuso con esta demencia, comencé a ser el autor yo de lo mejor que él había producido".

TESTIMONIOS
ADOLFO DE OBIETA
Es el único hijo de Macedonio que quiere hablar de él; una especie de vocero familiar con respecto a ese ser que también renunció, una vez muerta su mujer, a la vida de hogar. Quizás en ello se explique que ninguno de sus hijos lleve su apellido, en cambio usan el de la madre. De todos los vástagos (4) Adolfo de Obieta es el único que mantuvo una relación más o menos continua con su padre y convivió con Macedonio durante los 5 últimos años de su vida. Adolfo de Obieta se disculpa; alega tener una pésima memoria, sobre todo respecto de su padre. Sin embargo no caben las disculpas cuando dice tener baúles llenos de escritos de Macedonio, que seguramente nunca se publicarán, que serán enterrados como trató de borronearse su memoria.
—Mi padre no fue un padre típico, no tuvimos, no tuve, con él una relación padre-hijo. En cuanto murió mi madre (todos nosotros éramos muy chicos) papá nos dejó al cuidado de nuestros tíos y se fue a vivir su particular vida. De vez en cuando nos visitaba los domingos, lleno
de paquetes y de dulces. Hasta que nosotros nos hicimos grandes fue un habitante continuo y nómade de Buenos Aires. Recién en 1947 logré convencerlo de que se viniera a vivir conmigo a un departamento de la calle Las Heras.
—Aparte de la relación filial, ¿nos podría describir la versión que usted tiene de su padre?
—Le repito que tengo muy mala memoria, y sobre todo, con respecto a los hechos no muy felices. Mi padre era un ser aparentemente extraño; hizo de su vida lo que él quería hacer. Poco o nada le importaron las censuras, los comentarios. Su vida privada era completamente anárquica, por eso mismo, porque era un libertario en el más amplio sentido de la palabra. Siempre soñó vivir en contacto con la naturaleza, nunca lo logró. No realizó mayores esfuerzos para obtenerlo. Despreciaba profundamente el "orden burgués"; hacía lo que quería cuando quería. Siguió su pensamiento y su forma de ser en el mundo hasta el fin de sus días, sin aceptar un médico, sin casi salir de casa, rasgueando la guitarra, mirando los largos árboles del Botánico.
Era, entre otras cosas, extraordinariamente friolento; vivió siempre en habitaciones cerradas, atestadas de calefactores puestos a la máxima graduación y, terriblemente abrigado. Lo recuerdo embutido en sobretodos, dos o tres pulóveres, bufandas, boina o sombrero. Decía que, como no poseía un gramo de grasa, se veía obligado a suplirla con una enorme cantidad de ropa. Creo que esto con el tiempo se convirtió en una especie de complejo, como el de la fotofobia, es decir, el miedo a la luz, que sufrió en varios períodos de su vida, viviendo casi a oscuras.
A pesar de su proverbial timidez (nunca, en su vida dio una conferencia), no sé bien cómo, era terriblemente comunicativo. Creo que los que lo conocieron pueden atestiguarlo.

LILI DE LAFERRERE
Lili de Laferrere conoció a Macedonio superficialmente, pero conserva dos lindos recuerdos:
—Antes de 1940 yo vivía en un barrio y por las tardes salí con alguien de la casa a hacer compras. Era una chica imaginativa, fantasiosa, creo que medio novelera. Una niñita rubia, con una hermana igualita, y una fantasía alocada. En esas excursiones de compras pasábamos frente a una casa con jardín, no sé bien qué era, si una pensión o una extraña residencia. Entre las plantas tomaba sol un señor, que a mí me parecía muy viejito. Tal vez no lo era todavía, pero para mí era un abuelo de cuento, regalador de caramelos y sonriente. Blanco de pelo, flaco, distinto a todos los viejos del mundo. Y muy encantador. No sé cómo ni por qué dejé de verlo.
Años más tarde ya no era niñita, trabajaba con tenacidad suicida en una librería, que habíamos instalado con mi amigo Miguel Shapire. Allí también colaboraba Jorge de Obieta. Para entonces ya había leído a Macedonio y hablaba todo el tiempo de sus libros, de su genio, de su encanto.
En 1949 visité casi por azar el departamento de la calle Las He-ras y allí descubrí dos cosas: que el viejito ideal de mi infancia en el barrio era el padre de Jorge y que ese viejito se llamaba Macedonio Fernández. Creo que muy pocas personas siento tan importantes en mi vida como un anciano de cuentos y un escritor de maravillas. Lo conocí, lo traté algo, lo quise mucho. Pero no quiero que lo hurguen como a un gracioso fantasma al que no hay que temer. Y me indigna también que no se lo conozca lo suficiente. Pero para hacerlo basta recorrer cualquiera de sus libros, bien difíciles de encontrar. A veces es suficiente recorrer los libros de quienes nacieron después que él, de los que escriben las sobras que él dejó para ser escritas, de los que asaltan sus palabras o de los que, con el más grande amor, lo repiten.

ENRIQUE FERNANDEZ LATOUR
En el entierro de Macedonio, Enrique Fernández Latour habló en nombre de los amigos del extinto. A los 73 años, quizás por su mala memoria, no parece haber intimado mucho con Macedonio. Sin embargo, los datos, los encuentros, desmienten la posible afirmación. Fernández Latour tiene una visión personal sobre las ideas de Macedonio, que quizás puedan llegar a la deformación por ello preferimos preguntarle sobre su trato personal, sobre cómo era real y cotidianamente ese personaje endeble que solía acompañar sus ideas con un leve y perfecto rasgueo de guitarra.
—Macedonio fue el hombre más cortés, más comunicativo, aunque tímido, que he conocido en mi vida. Por otra parte, y a pesar de llevar una vida retraída, no he conocido mayor conversador, con tantas claras dotes para la elocuencia. Y encima, cosa que no sucede con los muy conversadores, sabía escuchar. Siendo, probablemente, la inteligencia más aguda del país en su tiempo.
Después formamos una especie de peña literaria, a la que concurrió Macedonio y estaba compuesta por Borges, Santiago Davove, Xul Solar, Scalabrini Ortiz, Brandán Caraffa, en fin, los prohombres porteños de entonces. La Perla del Once, la vieja Perla era el lugar de reunión. Ahí, me hice amigo de Macedonio.
Algunos veían en él a un enfermo. Yo creo que un individuo con las características de Macedonio siempre es sano, haga lo que haga. Y ya que hablamos de "sanidad", creo que hay un capítulo de la vida de Macedonio que no se ha escrito, y es el de Macedonio como médico intuitivo. Sí, así es. Aunque Macedonio no tenía la menor idea sobre la medicina, poseía una intuición tal que yo nunca lo vi enfermo, y eso que nunca permitió que se le acercara un médico. En una época, cuando vivía, no se sabe cómo, en una humilde casita de ladrillos en Morón, nos invitó a visitarlo. Fuimos y vimos, con asombro, que su único alimento consistía en un puchero que, a base de recalentamientos, servía, a su gusto, para una semana. Claro, a los dos días la grasa del puchero subía y, pasados otros dos se creaba sobre la grasienta superficie una especie de hongos, que Macedonio, ante nuestro horror, comía tranquilamente. Pocos años después se descubrió que ese hongo, que Macedonio decía inofensivo, era nada menos que la base de la penicilina. ¡Cómo le iba a hacer mal!

ULISES PETIT DE MURAT
El presidente de la SADE conoció, hacia 1928, a Macedonio. Lo recuerda, como muchos, por anécdotas que durante demasiado tiempo han pretendido definirlo. El relato, de quien Macedonio llamó en una carta "Gran Petit", es éste:
—Cuando conocí a Macedonio me asombré terriblemente. No podía concebir (todos nosotros éramos muy jóvenes) a un cuarentón que se atreviera a unírsenos, a ser uno más; aunque, por supuesto, después supe, nunca sería uno más. Su trato era cordial, suave y ameno. Toda persona podía acercársele, cualquiera fuese su condición, que Macedonio la escuchaba y aconsejaba. Sus bromas, sus geniales bromas, nunca fueron hirientes. Recuerdo que una vez. durante una comida. Gómez de la Serna, que estaba en la época de impresionar dando conferencias desde el lomo de un elefante, se puso el aro de un monóculo carente de cristal. Macedonio lo miró con leve ironía y le dijo: —Caramba, Ramón; es el primer monóculo corto de vista que conozco—. Por supuesto Ramón Gómez de la Serna hizo, al instante, desaparecer el adminículo en lo más profundo de sus bolsillos.
Macedonio era tan brillante, tan genial, que una vez que le hicimos un homenaje a Juan Ramón Jiménez, en la casa del inolvidable Oliverio Girondo, al que concurrió casi todo el mundo literario a conocer al maestro español, a mí se me ocurrió traer a Macedonio, viejo ya. Bueno, de más está decir, que el pobre Jiménez casi no pudo abrir la boca: todos los jóvenes se sentaron en derredor de Macedonio y lo escucharon como sólo creo se lo pudo escuchar a Sócrates.

JUAN CARLOS MARTINI
Este escritor y periodista argentino, si bien no conoció a Macedonio personalmente, ha analizado su obra con tal respeto y admiración que, en 1968, cuando junto a Alberto Vanasco decide fundar una revista literaria que transitara Buenos Aires, no se le ocurre ponerle otro nombre que no sea "Macedonio". Martini representa la joven literatura argentina frente a la figura de Macedonio, y testimonia la vigencia del gran metafísico en la actualidad. Ante la claridad de los conceptos de Martini el diálogo se hizo prácticamente imposible; fue un lúcido monólogo. Aquí está:
"Para nosotros Macedonio es el prototipo del hombre nacional, escindido en una profunda lucha interna y como quisimos hacer una revista con sentido nacional se nos ocurrió que lo que más cuajaba con nuestras ideas era la figura de Macedonio. Algunos pensaron que Macedonio era un invento de Borges, pero yo creo que es al revés; que Borges es una mala caricatura de Macedonio. Desgraciadamente, a base de anécdotas, se ha distorsionado la imagen de Macedonio convirtiéndolo poco menos que en un mito. Yo creo que la mejor manera de definirlo a Macedonio es asociándolo a la figura de Scalabrini Ortiz. No es casual que Gómez de la Serna haya intentado crear una imagen similar, anecdótica, humorística, del gran Valle Inclán. Con Macedonio aquí ocurrió algo parecido. Se lo deformó hasta lo inconcebible, se lo plagió desvergonzadamente y, finalmente, se trató de ocultarlo, de borrarlo. Y cuando digo que hay que asociarlo con Scalabrini Ortiz es porque los dos comprendieron la real y verdadera importancia de lo nacional, porque los dos partieron desde un profundo sentimiento de argentinidad.
Macedonio, creo yo, comprendió que hacer literatura, en los tiempos que vivió, era realizar un engendro tipo Borges. Y con razón, con un profundo sentido nacional, prefirió renunciar a la literatura."

Revista Gente y la actualidad
01/07/1971
Macedonio Fernández
Macedonio Fernández

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