PIA SEBASTIANI
AL PIANO CON PASIÓN
Reconocida desde hace más de dos décadas como una de las mayores intérpretes de su generación, la pianista -y diplomática- argentina está convencida de que su instrumento debe ser despojado de la fría solemnidad que lo caracteriza, para "apretarlo contra uno como a una guitarra o un cello. Sólo así será capaz de despertar pasión, comunicar una frase que pueda emocionar"

Pia Sebastiani
Oyéndola en Beethoven alguien le dijo alguna vez que tocaba como si estuviera esculpiendo. Imagen que ella misma parece confirmar cuando proclama que "al piano hay que agarrarlo, apretarlo contra uno como si fuera una guitarra, un violín o un cello". Sin embargo no resulta tan simple evitar el distanciamiento que se produce habitualmente entre el intérprete y un instrumento de la fría solemnidad del piano; son imprescindibles algunas atributos, entre los cuales el talento, la pasión, el empecinado trabajo de todos los días no son los menos importantes. Claro que en el caso de Olimpia Ana Pía Sebastiani (45, dos hijos), erigida desde hace más de 20 años como una de las mayores pianistas argentinas, ha gravitado también la larga tradición musical de la familia. Hasta donde ella recuerda, se inicia con su abuelo materno, un robusto corso que había sido director de orquesta en Italia. Un tío-abuelo ciego enseñó los secretos del arpa a su padre, quien, a los 81 años, conserva fuerzas todavía para regir con mano severa el conservatorio Beethoven, fundado por él mismo poco después de su arribo a la Argentina, en 1913. Pero no sólo músicos atesora la historia de los Sebastiani. Uno de los fundadores de la estirpe fue mariscal de Francia, embajador y canciller de Napoleón. "Cuando vivíamos en París —memora la intérprete, sonriendo—, mis hijos pequeños se enorgullecían leyendo su apellido en el Arco de Triunfo". Lo que seguramente ignoraban los niños en aquella época era que la hija de aquel mariscal protagonizó un sangriento episodio que, en su momento, sacudió a Europa: asesinada por su esposo, la tragedia inspiró, un siglo y medio después, El cielo y tú, una película con la que Bette Davis y Charles Boyer hicieron lagrimear a más de una generación de mujeres. Tales pergaminos, sin embargo, no parecen haber conmovido demasiado el ánimo de la equilibrada pianista; como tampoco el hecho de haber acumulado a lo largo de su carrera una veintena de premios internacionales y la satisfacción de ser formada y dirigida por figuras de decisiva gravitación en la música contemporánea.
Eso al menos es lo que pudo palpar SIETE DIAS a fines de la semana pasada cuando, aprovechando una corta estadía en Buenos Aires —vive en Indiana, Estados Unidos, donde se desempeña como Secretaria de Embajada de la representación argentina y artista residente en la Facultad de Música de la Ball State University—, mantuvo un diálogo de tres horas con la última representante de una tradición musical ("conmigo acaba la epidemia; la nueva generación no quiere saber nada con la música"), de la que es, seguramente, su expresión más feliz.
—¿Quién le enseñó a tocar el piano?
—Mi padre, a los 4 ó 5 años. También aprendí arpa en aquella época. A los 12 empecé a componer y a los 16 di mi primer concierto importante. Después empezaron las becas, los premios y me fui a París con una beca otorgada por el gobierno francés.
—Retrocedamos. ¿Cree haber tenido una niñez normal?
—Pienso que no fue muy normal que digamos, aunque me pareciera natural que la música fuera mi ocupación y mi juego. Tampoco mi adolescencia. Eso posiblemente me hizo daño, me dio una formación incompleta.
—¿Cuándo se dio cuenta de ello?
—Cuando a los 22 años me fui a París con esa beca de que hablaba y me encontré sola, librada a mis propias fuerzas.
—¿Entonces?
—Entonces me casé, y abandoné la composición para dedicarme enteramente a la interpretación. También empecé a viajar, pero casi nunca he podido hacer una cosa por vez.
—¿Cómo es eso?
—Siempre tuve frente a mí dos caminos; primero tocar el piano y la composición; ahora, seguir siendo profesora (artista en residencia, como dicen en Estados Unidos) o diplomática. No hay caso. Soy de Piscis: un pescado para un lado y otro para el lado contrario.
—¿Qué la llevó a la diplomacia?
—No fue una cosa mía. Una vez, el canciller Nicanor Costa Méndez pensó que como yo andaba siempre de un lado para otro podía ser una buena embajadora de la cultura argentina. Fui agregado cultural en Bélgica y Francia. Ahora me ascendieron.
—Volviendo a su dilema. ¿No hay ninguna posibilidad de que retorne a la Argentina?
—Eso también forma parte de mi problema; quisiera vivir aquí. Tengo a mi familia, mi hija —el varón está en Europa pero supongo que en cuanto termine sus estudio volverá— y además, me gusta Buenos Aires aunque me irriten algunas cosas.
—¿Por ejemplo?
—Los ruidos, por ejemplo.
—¿Hace mucho que no se presenta en Buenos Aires?
—Bastante. Tengo por costumbre hacer una campaña intensa una temporada, toco en todo el país, con todas las orquestas, en televisión. Después desaparezco por 3 ó 4 años. Soy de las que piensan que hay que dejar descansar a la gente.
—¿En Estados Unidos hace lo mismo?
—Allá las cosas son distintas: hay mil orquestas. Podría dar un concierto todos los días sin que se repitiera el público. El último lo di hace dos semanas.
Fue un concierto fuera de lo común. Programado meses atrás, hace tres semanas el fallecimiento de su esposo —un belga empeñado en la difusión del caballo de salto argentino— decidió a los organizadores a suspenderlo. "Pero yo no acepté. Me pareció que el mejor homenaje que podía hacerle era tocar en su memoria". Después, sonríe con inocultable melancolía y vuelve a la música.
—La música me ayuda a vivir, a superar momentos difíciles. Lo único que me molesta es que sea un comercio, que la gente tenga que pagar para verme, que me tengan que pagar a mí, que exista un empresario y haya que discutir cachets, que no pueda tocar gratis para mis amigos.
—¿El grado de comercialización es idéntico aquí que en Estados Unidos?
—No. Allá es mucho mayor y no se imagina lo que me molesta que1 el dinero esté metido en todo. Por momentos me traumatiza. Pero de algo hay que vivir.
—¿Hace algo más, aparte de sus funciones diplomáticas,, de concertista y profesora?
—Están también las clases magistrales. Se dictan a gente de mayor nivel y en teatro con público. Claro que se tratan cuestiones de línea musical, cosas que hacen a la esencia de la interpretación. No importa un sostenido más o menos.
—Eso, en cierta medida, la obliga a estudiar. . .
—Por supuesto. Si uno tiene que dar una clase magistral sobre Schumann o Mozart tiene que saber de qué se trata. Pero no es algo nuevo. Cuando interpreta, también tiene que saber de qué se trata. Un hombre que toca a Debussy tiene que conocer el mundo en que vivía, que conocer la imagen que debe traducir. No se puede tocar Chopin sin saber quién es Delacroix. Además la literatura sugiere cosas. Hace unos años, viendo una pieza de Ionesco, sentí ganas de hacer música sobre ella. No la hice porque hacía ya muchos años que no componía, pero me motivó.
—¿Todos los intérpretes tienen esa preocupación por informarse?
—En su mayoría sí. Claro que hay gente joven que no estudia, como hay pianistas que no han pasado de los románticos.
—Si tuviera que nombrar a dos pianistas argentinas, ¿a quiénes mencionaría?
—Marta Argerich. Tal vez Sylvia Kersenbaum; la escuché hace cuatro años. Era técnicamente perfecta y creo que el contacto con Europa le habrá hecho muy bien.
—¿Es importante ir a Europa?
—Es importante salir del país. Los argentinos tenemos, casi siempre, excesivas preocupaciones técnicas y estilísticas. Ciertos críticos y algunas camarillas musicales acaban por traumatizar a los artistas. Cuando uno sale se libera de eso y empieza a producir mejor. Hace otra música.
—Hablando de otra música, ¿nunca tocó otra que no fuera la llamada seria?
—Nunca. Y encuentro que es una laguna porque me interesa la música popular.
—¿El tango?
—Me gusta el tango. Me gusta Piazzolla, creo que musicalmente es interesante. Tal vez se repita un poco a veces pero eso le pasa a todo el mundo. En su música uno ve al hombre de Buenos Aires, más que a la mujer. Creo que la música de Piazzolla es masculina.
Después, la imagen de su esposo retorna a una Pía Sebastiani tímida que no acaba nunca de entregar lo que su aparente serenidad resguarda. "Yo creo en la fatalidad y el destino —dice en voz baja—. En el 70 algo se acabó y algo tiene que comenzar en el 71". Por un momento calla, como si no estuviera acostumbrada a hablar de estas cosas y le costara seguir. "Me siento sola —musita—. Siento mucha necesidad de tener gente de quién ocuparme. Me gustaría tener un niño".
Revista Siete Días Ilustrados
11.01.1971
 

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