Los últimos conventillos de Buenos Aires

"No se puede llamar al conventillo de Buenos Aires el cielo ni tampoco el tabernáculo de la santa pobreza. Semejante a las pocilgas humanas de la ciudad de Londres, donde por un cobre duermen los que no tienen hogar —mendigos, fugitivos y perdidos— él es pudridero de la pobreza y mina de oro de la avaricia." — Santiago Estrada, 1889.

Los últimos conventillos
A ochenta y tres años de esta observación Buenos Aires, acaso la más importante metrópoli de América latina, conserva todavía algunas casas de inquilinato detenidas en una configuración de hacinamiento, característica de la época señalada en el epígrafe: el conventillo, destartalada casona viva como una excrecencia en medio de la feraz edificación vertical. La semana pasada un grupo de estudiantes de arquitectura buscaba en los alrededores del barrio norte una instalación barata, amplia, con patio y fondo de higuera para "vivir solos y trabajar en lo nuestro". Era, sin duda, un proyecto romántico: las casas más antiguas de la zona están habitadas, sus pasillos son estrechos y de la higuera tal vez sólo quede la memoria.
El importante impulso que durante las últimas dos décadas asumió el negocio de la construcción arrasó con una buena parte de las famosas casas de inquilinato: de 2.835 conventillos registrados en el censo de 1890 subsisten en la actualidad menos de 80 y la mayor parte de ellos se asienta en el barrio norte, a lo largo de la avenida Leandro N. Alem y en San Telmo. Las condiciones habitacionales de estos edificios no difieren demasiado, sin embargo, de las que ofrecían sus pares del siglo pasado: el número de habitantes por cuarto se ha reducido, pero esa reducción no cambia sustancialmente el problema, por cuanto si en 1890 era posible reunir en una pieza cerca de diez personas, hoy conviven de tres a seis, en el peor de los casos.

LOS DUEÑOS. Regularmente, es difícil identificar al propietario de un conventillo con una persona física determinada, ya que la mayoría de los pocos que quedan pertenecen a empresas constructoras, compañías de seguros, bancos, sociedades de fomento o agrupaciones financieras movidas por el viejo afán de especular con la valorización de la tierra. Fue posible, en algunos casos, rastrear el origen de propietarios esquivos: en la calle Vicente López, entre Rodríguez Peña y Montevideo, al sur del antiguo mercado, se yergue todavía el conventillo de los Anchorena. Fue mandado a construir en 1905 por Arturo Paz y Estanislao Anchorena y es hoy propiedad de sus nietos, José María y Juan Manuel Paz Anchorena. Hace veinte años se intentó demoler el caserón y utilizar el terreno a fin de levantar un inmueble de propiedad horizontal; con ese motivo se inició un gigantesco juicio de desalojo que dio lugar a un sumario de cinco cuerpos en el que intervinieron más de cien abogados. Se demoró casi 12 años en conocer el fallo, que en defensa de la fuente de trabajo de los feriantes y de la vivienda de los inquilinos fue adverso a los Anchorena. Por los doce departamentos que integran el edificio los inquilinos pagan entre 6 mil y 35 mil pesos viejos de alquiler.
Una escala similar abonan los habitantes de la casa de inquilinato de Santa Fe al 3700, propiedad del Banco Popular Argentino. Tanto los propietarios como quienes ocupan sus habitaciones ostentan el mismo prejuicio ante la palabra conventillo: "Esa palabra es despectiva —aclaró Simón Iriarte, dueño de una casona de Barracas—, y generalmente se la confunde con otras aún más prostibularias". El eufemismo más corriente es el de departamentos, esgrimido por la encargada del edificio de Arenales al 1000: "Nos ofenden cuando se refieren a la casa llamándola de inquilinato —protesta—: éstos son departamentos a la antigua, pero tan útiles como el mejor".
La casa de la calle Arenales acapara el privilegio de ser la primera que se construyó en Buenos Aires con el objeto de rentarla. Fue construida por Nicolás Avellaneda cuando todavía no existían servicios sanitarios, luz eléctrica ni aguas corrientes. En uno de los patios se ve todavía el hueco que otrora ocupara el aljibe. La casa está compuesta por 27 piezas, incluidas las salas que dan a la calle y donde vivió, en otra época, la hermana de Avellaneda.

LA TIERRA Y LOS ALQUILERES Así como la aparición de la cocina de gas desplazó el uso de la económica y este avance marcó, a su vez, la paulatina desaparición de las carbonerías, el aumento del precio de la tierra en las zonas residenciales y la incorporación del hormigón en las técnicas de construcción se conjugaron para borrar de Buenos Aires a la mayor parte de los conventillos. Eugenio Garibaldi, un italiano de 78 años, que hace quince trabaja en la carbonería de Tres Sargentos y Reconquista, recordó el lunes pasado la existencia de conventillos desaparecidos: "Aquí, en el barrio —dijo— había como diez: cuatro en 25 de Mayo, tres en San Martín al 900, uno en la otra cuadra y dos en la bajada de Viamonte. De todos esos sólo queda uno en Viamonte; ahora levantaron edificios altos o usaron los terrenos para instalar playas de estacionamiento".
El sobreviviente de la calle Viamonte al 300 pertenece a una compañía comercial francesa, y es administrado por el ex campeón de billar Enrique Navarra, cuyo gerente, Armando Zorzano, buen conocedor de la Ley de Alquileres, explicó que la desaparición de los conventillos obedece a dos factores decisivos: "El primer causante —dijo— es el aumento del valor de la tierra que hace qué el alquiler de unas pocas piezas constituya una renta escasa para una propiedad valiosa. El segundo lo constituye el hecho de que la legislación sobre las locaciones se va flexibilizando de a poco, y esto permite a los propietarios mejor manejo en las posibilidades de desalojo". Zorzano señaló, además, los ardides usados por algunos propietarios para obtener desalojos difíciles: "Hubo gente —dijo— que llegó a meter gitanos en algunos conventillos para ahuyentar a todo el mundo. Luego los gitanos se iban y uno podía vender la casa desocupada".
Pero la desocupación progresiva no fue siempre tan sencilla, porque muchos desalojados no se resignaron a pasar por los Tribunales pensando que con indemnizaciones adecuadas podrían disponer de su propiedad. Estos fueron los más sensatos. El dueño de una pizzería de Corrientes al 1300 —no quiso dar su nombre— cuenta de qué modo desalojó a quienes ocupaban el solar donde hoy se levanta su negocio. "Al primero —dice— lo saqué porque no pagaba el alquiler, pero lo hice aplicando un criterio eminentemente práctico. Me presenté a él, y a todos los demás posteriormente, y empecé a poner billetes sobre la mesa para que se fueran. Esto ocurrió en 1961, y si les hubiera hecho juicio todavía estaríamos litigando. Por otra parte, las indemnizaciones que pagué no tienen ni punto de comparación con lo que me rinde la pizzería." Los desalojados recogieron entonces 200 mil pesos cada de ellos; el terreno vale hoy más de 200 millones de pesos viejos. El destino de los indemnizados se perdió en la maraña de casitas prefabricadas en los alrededores de Buenos Aires que se sumaron a las legiones hacinadas en las villas de emergencia o, aquellos de más recursos, alquilaron un cuarto de pensión.

QUIENES VIVEN EN EL CONVENTILLO. La aparición del conventillo en Buenos Aires responde al proyecto liberal posterior a la batalla de Caseros y traduce —más claramente que ningún otro fenómeno sociológico— el efecto que la inmigración desmedida provoca en una sociedad estancada pero resuelta a adoptar el modelo del capitalismo europeo. Tanto Bartolomé Mitre como Domingo F. Sarmiento o Nicolás Avellaneda —artífices supremos del estallido inmigratorio— no alcanzaron a medir las consecuencias de ese 'rush'. No se preocuparon tampoco de distribuir a los colonos en el interior del país, admitiendo en cambio que Buenos Aires se constituyera en un polo insuperable de congestión y aglutinamiento. El conventillo —al principio informes casonas coloniales— aparece como la solución más cómoda para albergar a una población pobre y de bajo nivel de exigencia.
En el interior de esas construcciones donde no abundaba el aire limpio, nacieron los hijos de italianos, españoles, judíos y polacos —hijos de la tierra, como los llama Raúl Scalabrini Ortiz— que conformarían más tarde la clase más pujante y conflictuada del espectro social argentino: la clase media. Por entonces muchos propietarios vivían casi exclusivamente de las rentas obtenidas del conventillo, y hay entre ellos un caso notorio: según sus opositores políticos, el diputado socialista Nicolás Repetto habría lucrado con la propiedad de varias casas de inquilinato. Sin embargo, no abundan las pruebas.
Tal vez la imagen más representativa de lo que pudo ser un conventillo porteño en las postrimerías del siglo pasado se encuentra en la esquina de Vicente López y Uriburu, lindando con el cementerio de la Recoleta. Es éste el más grande de los pocos que todavía existen y ocupa casi un cuarto de manzana en un barrio donde el costo de la tierra no se caracteriza, precisamente, por ser bajo. El conventillo de la Recoleta fue construido en 1804 y se mantiene en pie con sus muros originales sin que exhiba demasiadas reformas sustanciales.
La casona está dividida en dos secciones: cada una de ellas tiene 22 piezas distribuidas en dos plantas que dan a un patio central donde, frente a los baños, se alinean los piletones para lavar la ropa. En ese patio todavía se toma mate al atardecer y aún se friega la ropa entre bromas y grescas nutridas en la apretada convivencia.
Según la administración del edificio, de los 44 inquilinos sólo 26 pagan regularmente el alquiler (entre 1.500 y 10 mil pesos viejos). Es una verdad controvertida: "Pagamos como podemos y si a veces nos demoramos saltando el plazo estipulado, abonamos al fin lo que se nos exige por ley", se defienden. El habitante más antiguo del conventillo es Alfonso Minachio, hijo de un matrimonio italiano que se instaló en la casa en 1910 cuando Alfonso tenía dos años: "Después de la guerra de 1914 —cuenta ahora—, con toda la gente que vino de Europa, se juntaban hasta diez personas en un cuarto, y algunos tenían que poner catres en el patio para dormir. Eran parentelas interminables. Cuando cayó Yrigoyen empezó a faltar trabajo y como casi nadie tenía plata para pagar los alquileres empezaron los desalojos. En una cuadra se podían ver hasta cuatro carteles anunciando alquileres de piezas. Ahora, toda la gente que vive aquí es de trabajo, buena gente, laboriosa; salvo los gitanos, los vecinos son polacos, o hijos de españoles e italianos. A partir del '40 empezaron a llegar los provincianos que venían a la capital a buscar trabajo; se iban empleando en obras de la zona, o como mozos en los bares. Otros, como yo, trabajan en la limpieza del cementerio".
Cuando por fin se demuela el conventillo de la Recoleta —algo que no figura todavía en los propósitos explícitos de nadie—, Buenos Aires perderá, a su favor, la última reliquia de un drama complejo.
(Investigación de Luis César Perlimper)
PANORAMA, OCTUBRE 5, 1972
 

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