Policías
Vigilantes y ladrones
un juego de niños que la vida suele perpetuar
Policías
En la pasada semana, como tantas otras veces, una breve noticia en los diarios informó que un cabo de una seccional de la Policía Federal había sido ascendido a sargento "por actos de servicio". Seguir la pista a esa escueta noticia permitió descubrir inesperados entretelones de un mundo alucinante.
"En la cuerda floja" no es ya, en Buenos Aires, el título de una "serie" de televisión. Se trata de una concreta realidad que tiene su historia.
Herrera, Popovich y Fleitas —cada uno de ellos con un voluminoso prontuario— se reunieron aquella tarde en el habitual café del Dock y comenzaron a discutir un problema muy serio. Habían planeado cuatro asaltos que, por lo bajo, les proporcionarían casi medio centenar de millones: un banco de Quilmes, una oficina céntrica, la casa de un prestamista, en Flores, y las oficinas de la Standard Electric, en Boulogne, donde contaban con un entregador. Este último golpe estaba calculado en no menos de diez millones de pesos. El problema consistía en la incorporación de un nuevo elemento a la banda. El cuarto hombre era imprescindible para completar los esquemas, científicamente trazados, de los atracos. Pero se requería absoluta confianza, idoneidad y, sobre todo, "ética profesional". El pensamiento de los tres cacos coincidió en un hombre: el Flaco, un antiguo amigo de la infancia, compañero de las mismas travesuras, de las mismas desobediencias y de las mismas primeras y tímidas raterías, allá en el barrio asediado de moscas, de basura y de incuria. En los últimos tiempos "el Flaco" había vuelto a verlos, y en la amistosa conversación que evocaba tiempos menos felices —pero siempre valorados por la memoria— había deslizado su admiración por las hazañas del trio, al que el hampa denominaba "Los inmortales", por su habilidad para esquivar a la policía. "El Flaco" aportó datos (cuidadosamente comprobados por sus amigos) de haber participado en varias operaciones riesgosas, sin haber sido nunca detenido. Su deseo de contribuir ahora a la banda de Los Inmortales fue finalmente aceptado.

Una predisposición interior
Uno, dos, tres: con absoluta precisión se cumplieron las etapas planeadas, y llegó el momento de ejecutar la cuarta y definitiva operación, la de Boulogne. "El Flaco" se había portado admirablemente. "Es de ley", decían sus amigos. En la mañana del asalto a la Standard Electric, los asaltantes se dispusieron a robar un automóvil para trasladarse a la provincia, en México y Pozos. Asombrosamente, una brigada policial los estaba esperando, y consiguió, por fin, capturarlos. No menos asombrosamente, "el Flaco" suministró a la policía minuciosos detalles acerca de la organización y sus hazañas. Es que "el Flaco" pertenecía a la policía, y su participación en los asaltos era el riesgo, cuidadosamente sopesado y plenamente aceptado, que se había decidido a correr para dar por fin con Herrera, Popovich y Fleitas en la cárcel. Sus antecedentes eran, por supuesto, falsos; pero no lo era su amistad de infancia con los delincuentes. Este hecho ilumina una zona a menudo no bien comprendida por el público, que suele preguntarse con asombro cómo se entera la policía de algunos datos relativos al hampa y sus andanzas. El trasfondo de estas historias de ladrones denuncia casi siempre una realidad sociológicamente certificada: delincuentes y policías proceden, por lo general, de la misma capa social, y han compartido idénticas experiencias —habitualmente duras y sórdidas— en los primeros años de vida. El hecho de que se ubiquen a uno u otro lado de la ley es, como diría Borges, una mera casualidad, o, más profundamente, una invencible predisposición interior. Esas vinculaciones, esos conocimientos exactos, que van desde la psicología y el léxico y los modales del bajo fondo hasta la ubicación topográfica de escondrijos insospechados para el plácido burgués, son quizá el arma más importante con que cuenta la policía para perseguir al crimen. Sobre todo, si se tiene en cuenta lo desguarnecida que está en la Argentina la autoridad policial en materia de elementos con que jugar su papel en esa suerte de perpetua ficción escénica— una ficción que suele ser trágica— que es la persecución de escurridizos maleantes. Hay que ser tan escurridizos y astutos y parecer tan inescrupulosos como ellos. De ahí la curiosa similitud que, de pronto, parece acercar ambos mundos, el tácito entendimiento de que en el juego mortal de "vigilantes y ladrones" las leyes son iguales para ambos lados y pueden consistir, de pronto, en la concienzuda ignorancia de toda ley, salvo la del más fuerte o la del más empecinado.

Nada de sangre
El lector puede imaginar lo que quiera, desde barbas y bigotes postizos hasta pasadizos secretos, desde disfraces hasta documentos falsificados, sin temor de dejar correr la imaginación con exceso. Todos esos elementos, que pueblan la fantasía de niños y adolescentes frecuentadores de la literatura policial y de las series televisivas, existen en la realidad y son la diaria rutina para muchos miembros del cuerpo policial. Principalmente, los escasos diez hombres —y alguna mujer— que pertenecen a la sección Defraudaciones y Estafas. Es muy difícil que en esta sección se oiga hablar de armas o de sangre. No hay disparos ni heridas (salvo el caso de algún raro suicidio del estafador que no quiere envejecer entre rejas); sólo hay un juego sutil de inteligencias, de sabias "puestas en escena", de disfraces, de riesgosas interpretaciones y caracterizaciones que nunca serán premiadas por la critica de espectáculos de ningún país y que, sin embargo, no pocas veces superan a la de idóneos profesionales de las tablas.
Entre 1955 y 1961, un hábil estafador cometió más de cuarenta delitos bajo los nombres apócrifos de Héctor Mario Alzugaray, Juan Carlos Belgrano Rawson, Pedro Loude, Ricardo Curtius y otros. Su verdadera filiación lo señalaba como Leonardo Germán Lamm, requerido por las policías de Alemania y Panamá, que habían solicitado su extradición a las autoridades argentinas. A comienzos de 1961, Lamm ejerció una nueva técnica del fraude: abría cuentas corrientes en los bancos, con nombres v documentos falsos, y en ellas depositaba cheques sustraídos con endosos falsificados.
El inspector G. y el oficial S. K., este último de origen japonés, dedicaron sus esfuerzos a atrapar a Lamm. Mediante los habituales contactos (otra gente "del oficio" que quiere vengarse de alguien, alguna amistad casualmente vinculada al perseguido, una vigilancia discreta e intensiva de algunos lugares clave) localizaron un departamento en Belgrano cuyo misterioso ocupante era, según la vaga descripción de los pocos vecinos que alguna vez se habían tropezado con él, Leonardo Germán Lamm: un hombre simpático y elegante, de unos 30 años, alto, delgado y afable, de aspecto y maneras aristocráticos. Pero Lamm no aparecía por su casa. El oficial S. K. se disfrazó entonces de tintorero (siguiendo la tradición de sus compatriotas en la Argentina) y, con un furgoncito que consiguió prestado de una tintorería, durante un mes frecuentó la calle donde estaba el departamento del defraudador. Mientras tanto, el inspector G. hacia lo mismo, sencillamente vestido de civil. A los 30 días exactos, el personaje buscado dobló una esquina; pareció sospechar algo al ver el camioncito de la tintorería estacionado, pero luego entró en el edificio señalado.

Un estafador en "shorts"
G. y S. K. deliberaron: era necesaria una orden de allanamiento para poder introducirse en el departamento de Lamm. Mientras se cumplía el trámite de la orden, subieron a una vecina obra y con prismáticos observaron la terraza de Lamm, donde éste, cómodamente estirado en una reposera, en "shorts", tomaba sol y leía. Cuando llegó la orden judicial, surgió otra cuestión: evidentemente, Lamm no iba a abrir su puerta al primer recién venido. De modo que el inspector G. se disfrazó de cartero, con un uniforme que le prestó un vecino de su barrio, y golpeó a la puerta. Lamm le abrió, pero dejó colocada la cadena de seguridad. Detrás de G.. un grupo de policías, que vigilaba la escalera, se precipitó sobre la puerta y la desplazó violentamente de su marco. Lamm, con su mínimo atuendo deportivo, alzó los brazos y, con desesperación, rogó que lo mataran: prefería morir antes que desgranar en la cárcel los interminables quince años que, efectivamente, se le aplicaron.
Camión y uniforme prestados por amigos: en el Departamento hay una deplorable escases de ropas para disfrazarse, si bien la sastrería de la dependencia puede, eventualmente, confeccionarla, recurso poco útil en los casos de urgencia. La mayoría de los funcionarios especializados prefieren no maquillarse ni recurrir a postizos, que el ojo avezado del delincuente detecta en seguida; no obstante, en cierta ocasión se recurrió al maquillador profesional de Narciso Ibáñez Menta, quien no cobró por la tarea. En la policía hay también un par de maquilladores aficionados. Tampoco el dinero abunda en Moreno 1550 para esta clase de investigaciones, a menudo prolongadas y desarrolladas en medios de alto nivel económico. Se recuerda, por ejemplo, el caso de la pareja —el inspector S. y la agente M., en la realidad sólo unidos por el deber profesional— que fingió una luna de miel en Salta para ponerse en contacto con traficantes de alcaloides. Únicamente contaron con un viático de mil pesos diarios, y debieron poner de su bolsillo para frecuentar restaurantes, cines y locales nocturnos. La diferencia les fue reintegrada tres meses después, tras múltiples trámites. No obstante, confiesan que no dejaron de divertirse, en el fondo, al fingir ser una pareja de recién casados. En displicencia insinuaron, entre personas previamente localizadas por los servicios especiales, que se dedicaban al tráfico de drogas. Estas personas, a su vez, investigaron los antecedentes del presunto matrimonio, y tan bien fraguados estaban los documentos y las circunstancias, que quedaron convencidas de su sinceridad.
En principio se convino que el "matrimonio" viajaría a Bolivia para retirar la "mercadería" y traerla luego en el Tren Internacional. Hubo una variante, y se recurrió a los oficios de un "pasador", quien ofreció a los policías cuatro sobrecitos de cocaína por dos mil pesos. La pareja rechazó, ofendida, esta módica oferta, y dio a entender que deseaba operar en grande. Se le informe que a los pocos días llegaría una fuerte partida de "talco", de unos mil gramos. Por la noche, sin embargo, los funcionarios policiales fueron advertidos, por radiograma urgente y cifrado del Departamento Central, que habían sido descubiertos y que sus vidas corrían peligro, debiendo regresar, de inmediato a Buenos Aires. Así lo hicieron ambos, escurriéndose sigilosamente al alba; pero sus informaciones, de todos modos, permitieron hacer razzias en varios hoteles de Salta, donde se secuestró gran cantidad de clorhidrato de cocaína.

Ficción y realidad
También la policía puede recurrir a los servicios de algún delincuente menor, a quien asegura el "olvido" de incómodos antecedentes a cambio de una colaboración. Así ocurrió cuando el sonado escándalo de las orgias en un departamento de Córdoba al 400, en mayo de 1962. Los frenéticos libertinos fueron sorprendidos gracias a que entre ellos se había deslizado un mozo de café que debía a la ley algunas pequeñas cuentas. Esta curiosa antología de obras de teatro que se representan en la vida real podría incluir miles de ejemplos más, humorísticos o trágicos, todos con su parte de riesgo y con su parte de delirante fantasía, de genial improvisación histriónica. No pocas veces. la "representación" es el último acto de un drama cuyo primer acto comenzó muchos años atrás, en los potreros y en las alcantarillas de algún barrio mísero, donde, entre los yuyales, las criaturas se reparten los papeles en el inmortal juego de "vigilantes y ladrones". Pasados los años, esos papeles (a lo mejor curiosamente trastrocados) se siguen interpretando en la realidad. Todo consiste en la consideración de los factores imponderables que pesan de un lado y del otro: confianza, recuerdos comunes, astucia, "sexto sentida", cálculo afinado de probabilidades. En esta difícil combinación de ciencia y arte, los policías deben ser tan capaces del desdoblamiento y del aplomo interpretativo como los delincuentes. Una vez más, representar a la ley u oponerse a ella parece, en última instancia, un sutil problema para psicólogos y sociólogos; pero en la práctica, las cosas suelen culminar con una módica noticia sobre ascensos "por actos de servicio".
PRIMERA PLANA
3 de setiembre de 1963

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