Muchas veces, una
reunión se dividió entre aquellos que estaban por
Schweitzer y aquellos que estaban en su contra.
Muchas veces se dijo que había desechado sin razón
los recursos más modernos de la medicina y que la
austeridad del hospital de Lambarené no era ni
adecuada ni imprescindible. También se lo acusó de
tener para con los nativos una actitud
"colonialista". Otros lo consideraban simplemente
un santo, pero tanto los primeros como los
segundos ignoraban la real naturaleza de este
hombre.
Cuando el fotógrafo
George Silk y yo decidimos visitarlo estábamos
llenos de curiosidad por este hombre que desde una
remota comunidad perdida en la selva seguía siendo
objeto de interés para el resto del mundo. El
hombre que nació en Alsacia, murió en un caserío
de techos rojos y muros encalados sobre el río
Ogowe, a diez minutos de lancha de Lambarené.
Alrededor de él se habían reunido otros treinta
blancos más, médicos, enfermeras, ayudantes, que
dedican su vida a atender a la comunidad nativa.
Quinientos pacientes y sus familias viven
alrededor del dispensario, incluyendo algunos
casos de lepra no contagiosos. En Adolinanongo hay
mil o mil quinientos más —nadie los ha contado
nunca— que recibieron durante años la atención del
"doctor blanco".
Los días en
Adolinanongo y Lambarené se parecen mucho unos a
otros, en su intensa rutina. Cada año se realizan
cerca de mil operaciones y se traen al mundo entre
trescientos y cuatrocientos niños. Hacía años ya
que el doctor Schweitzer no curaba ni trataba
pacientes. Media docena de médicos lo habían
reemplazado en sus tareas después de años de
titánica labor. Pero no todo el trabajo es médico:
hay que reparar carreteras, cortar leña, cuidar la
huerta del hospital, lavar la ropa, pintar los
techos contra la corrosión y acumular troncos para
la estación lluviosa cuando los camiones no pueden
transitar.
Por la mañana el
doctor Schweitzer recorría su pequeño dominio para
verificar que todo se hacía en orden y que la paz
tan difícilmente conquistada era un don
equitativamente distribuido entre sus fieles.
Aquel día comenzamos
nuestro paseo con Schweitzer por la casilla del
antílope enano que vivía al pie de su escalera.
"¿Sabe usted por qué
tengo antílopes y cabras aquí?", me preguntó. "Por
el estiércol. Lo necesitamos como abono para
mantener fértil la huerta del hospital".
La filosofía del
doctor Schweitzer giró siempre alrededor de un
concepto muy simple: "reverenciar la vida", pero a
todos sus visitantes les hacía la misma
aclaración: las cabras estaban allí no solo porque
eran seres animados sino porque además ayudaban a
contener la invasión con que amenaza
constantemente la exuberante vegetación tropical.
No rechazar jamás a
nadie
El doctor cubierto con
su casco blanco caminaba colina abajo entre las
inmensas palmeras. "¿Se le ocurrió pensar por qué
los edificios están alineados de Este a Oeste?".
—Era una costumbre típica del doctor Schweitzer
hacer preguntas y contestarlas él mismo—. "Para
protegernos del sol. De este modo el sol no da en
la parte trasera de los edificios mañana y tarde.
Como estamos sobre el Ecuador, los rayos no hieren
nunca directamente en las paredes laterales.
Además las chapas acanaladas de los techos están
separadas a veinte centímetros de un contratecho
de tablas colocado para amortiguar el calor".
Seguimos adelante. Sobre un alero ardiente una
joven gabonesa extendía vendas quirúrgicas.
El doctor me señaló
los edificios para los pacientes blancos. Unos
pasos más y nos detuvimos ante un grupo de mujeres
que lavaba ropa. Tachos, tinas, tablas V
banquitos. "Son las mujeres de los pacientes que
vienen a vivir con sus maridos. Así ayudan a pagar
el tratamiento. Si la mujer se enferma es el
marido el que viene y trabaja. De este modo cada
familia contribuye en algo al hospital".
El doctor Schweitzer
sacó una bolsita de lona de su bolsillo, la desató
y tiró algunos granos de arroz a las gallinas. "Si
escribe algo acerca de las gallinas, sea bueno con
ellas", dijo con un destello de ironía en los
ojos.
Junto al río bullía la
actividad. Había varias piraguas sobre la
corriente y otras en seco. En estas embarcaciones
se traen pescado, alimentos, enfermos y
agonizantes. De regreso se llevan medicamentos,
esperanzas, hombres curados, pero también
comitivas fúnebres.
Pasamos bajo el largo
edificio que sirve de oficinas para los médicos y
que alberga también la clínica y el quirófano. Un
grupo de negros hacía cola frente a un cartel que
decía: "Enfermos nuevos" —aquellos que no habían
sido examinados todavía.
El "doctor blanco"
interrogó a uno de los hombres sobre su
enfermedad.
—Gusanos —fue la
respuesta.
—¿Grandes o pequeños?
—Pequeños —contestó el
nativo, tratando de esbozar una sonrisa
esperanzada.
El doctor Schweitzer
me mostró con orgullo aquel grupo de edificios.
"Jamás hemos rechazado
a nadie en este lugar", me dijo.
"En realidad no
llevamos cuenta", explicó Alí Silver, una de sus
colaboradoras más antiguas, "pero algunos han
calculado que el hospital de Lambarené ha atendido
a medio millón de enfermos en sus cincuenta y dos
años".
Con satisfacción el
doctor Schweitzer señaló el quirófano, una
construcción rudimentaria, como las demás, pero
que alberga en su interior una de las pocas
concesiones al progreso en Lambarené. Antes que
dejara de operar, Schweitzer alivió los
sufrimientos de muchos enfermos en aquel humilde
edificio con recursos infinitamente más primitivos
que los que existen ahora. Aquella mañana se
habían realizados dos operaciones y otras ocho
estaban previstas para el resto del día. En un
caso el doctor Rudolf Ritz, de Suiza, habla
operado un paciente de un ganglio tuberculoso en
el cuello. El hombre había salido caminando por
sus propios medios. En el hospital hubo una
operación de cesárea e inmediatamente después el
doctor Garoslav Sedlacek realizó una cirugía
plástica utilizando el trozo de oreja de un
paciente para reconstruir un párpado lastimado por
una astilla de madera en el aserradero.
Un "jamais"
contundente
Caminamos hacia el
Este por la calle que lleva a la plaza del
hospital entre filas de pabellones donde descansan
los enfermes, y sus familias cocinan y se
albergan. A todas horas, los fuegos alimentados
por la madera que la selva proporciona
generosamente, arden bajo los pucheros donde se
cocina el pescado, las legumbres y las misteriosas
sopas. De pronto el doctor Schweitzer se detuvo
irritado. Una tabla estaba tirada en medio de su
camino. Rápidamente ordenó a un muchacho africano
que la sacara. Aterrorizado, parecía no entender
francés. Alí Silver la retiró y seguimos adelante.
Un balde abandonado produjo un nuevo estallido de
ira. Schweitzer no tenía una preocupación
obsesionada por el orden; lo angustiaba como a
todo hombre de edad la posibilidad de tropezar,
caer y lastimarse. Nuevamente apareció la bolsita
de lona y dio de comer a algunos patos que se
cruzaron en el sendero. "¿Nunca come patos ni
pollos, doctor?". —"Jamais".
Detrás de las nuevas
construcciones nos detuvimos frente a un alto
cerco de alambre tejido. Del otro lado se
contemplaba un espectáculo que ha inspirado las
páginas más emocionadas del doctor. "Esa es la
selva primitiva", dijo con un amplio gesto de la
mano hacia la tenebrosa vegetación. "Hay frutas
ahora. Hemos traído bananas, pomelos, mangos,
manzanas. La única fruta que daba antes esta
tierra era el ananá".
Pasamos junto a una
pila de madera petrificada: "La usamos como
pedregullo para el hormigón. ¡Cuidado!" gritó el
doctor. El respeto por la vida era el rasgo más
auténtico de este hombre admirable. Dos caravanas
de hormigas cruzaban la calle y al anciano no le
hubiera gustado que un amigo suyo las pisara. Las
hormigas avanzaban en columnas de tres centímetros
de ancho a gran velocidad. De tanto en tanto
mensajeras y exploradoras se desprendían más
rápidas de los extremos de la columna.
"Son los mejores
amigos que tenemos" nos explicó Joan Clent, una
enfermera inglesa. "Limpian todos los desechos.
Son los basureros de la comunidad. Si muere un
animal se encargan de dejar los huesos limpios.
Claro que si lo pican a uno, duele. Pero son
amigas. Si alguien escupe en la calle, se juntan y
no dejan nada. Desearíamos que la gente fuese tan
laboriosa y colaboradora como ellas. Son un
verdadero ejército de trabajo y tratamos de no
matar ninguna".
A pocos pasos de las
hormigas, el doctor señaló un "árbol de pan", con
dos animales atados al tronco. Nos acercamos y
fuimos presentados a Plum-plum, el chimpancé, y
Cleopatra, la gorila.
Algunos leprosos
—casos de lepra interrumpida— estaban repartidos
por el patio, trabajando en lo que podían. Algunos
cortaban la leña en astillas para alimentar el
fuego de las grandes calderas donde se hierve el
agua para beber y lavarse los dientes. Varios
tejían canastas. Aunque el patio parece a menudo
un circo con varias pistas, ocasionalmente hay
funciones extraordinarias, a cargo de vedettes
exclusivas. Un chimpancé se escapó de su jaula y
una gallina lo corrió por todo el lugar. En una
oportunidad una gran pitón trituró y devoró una
cabra a pocos metros de distancia.
Una república
evangélica
Cuando no paseaba por
los terrenos y los edificios de su hospital,
Schweitzer pasaba gran parte de su tiempo leyendo,
escribiendo y trabajando en su habitación, pequeña
y austera. A través de una de las ventanas podía
ver al mismo tiempo las tres cosas que más
significaron para él durante su vida. El ancho y
lento río que corría al fondo detrás de los
árboles y el sendero por donde llegaban los
enfermos. Hacia la izquierda, el jardín, que
cultivaba para satisfacer sus gustos vegetarianos,
y del otro lado del sendero, la cruz de cemento
que marcaba el lugar donde reposan las cenizas de
su esposa. La inscripción reza: "Aquí yacen las
cenizas de Elena Schweitzer Bresslau, nacida el
5-1-1878 y casada con Albert Schweitzer el
18-6-1912. Llegó a Lambarené el 1-8-1913 para
fundar, junto con él, el hospital para los
indígenas. Murió en Zurich, el 1-6-1957". Una cruz
más señala ahora a poca distancia la tumba de
Albert Schweitzer.
Su mesa de trabajo era
una confusión de cartas recién recibidas, viejas
plumas, algunas revistas, un lente de aumento, un
tintero. Su personalidad era una combinación
benigna de Mark Twain, Albert Einstein y Teodoro
Roo-sevelt. Se describía a sí mismo y a su obra
con una sencillez franciscana: "Soy solamente un
médico vulgar y silvestre. Todo lo que quise fue
fundar un pequeño hospital. Pero los pacientes
comenzaron a llegar interminablemente y hubo
quienes donaron tierra y otros vinieron a ayudar,
de modo que creamos una gran familia. Actualmente
tenemos seis médicos y quince enfermeras. Somos
una especie de república evangélica. La gente
llega y pregunta qué es lo que puede hacer.. Lo
hacen, y cuando quieren irse, se van."
Una de las cosas que
más lo enojaban eran las críticas, generalmente
poco fundadas, de sus detractores. Y trataba de
explicar su forma de trabajo entre los nativos:
"No era preciso para nosotros un hospital de
muchos pisos. Como la tierra es barata, podíamos
extendernos sin muchos gastos. Si hubiéramos
construido un hospital moderno que separara a los
pacientes de su ambiente acostumbrado, el impacto
habría sido demasiado grande. De este modo
permitimos que las familias vengan y permanezcan
con los enfermos. Esto disminuye el miedo de estas
gentes que vienen desde el fondo de la selva; su
convalecencia es mucho más rápida. Por otra parte,
la familia los cuida y los alimenta. Y así podemos
atender a gran cantidad de enfermos. El valor de
un rostro familiar cerca del enfermo ha sido
reconocido en los países civilizados y en algunos
casos se han vuelto al sistema que nosotros
utilizamos."
Le expresamos que nos
sorprendía que su cristianismo no figurase entre
la lista de sus realizaciones.
—Oh, bueno, he escrito
muchos libros sobre religión. Pero después de todo
vine aquí para poner la religión en práctica. El
cristianismo se propagará solo cuando se ponga en
práctica. Ese es nuestro propósito.
La auténtica
valoración de la contribución de Albert Schweitzer
a la humanidad es un tema que preocupa desde hace
tiempo a historiadores y teólogos. Vadie podía,
sin embargo, pasar más de una semana con el doctor
y con su equipo sin verse envuelto en discusiones
acerca del impacto que este anciano gigante
blanco, lejos de la civilización, ha provocado en
los hombres.
La valoración debería
comenzar reconociendo que Schweitzer hizo lo que
se propuso: auxiliar a los enfermos del África.
Sobre esto las discusiones no son demasiado
encarnizadas. Pero donde las opiniones se dividen
realmente es en el análisis de las proporciones de
su contribución a la ética, al cristianismo y a la
filosofía occidental. Quizá podría sintetizarse
todo su pensamiento en aquella premisa
fundamental: "reverenciar la vida". El elemento
básico reside en una voluntad de vivir: "Yo soy
vida que desea vivir en medio de otras vidas que
desean vivir". Schweitzer llegó a la conclusión de
que la vida que transcurre fuera de una persona es
en cierta medida una extensión de su propia
existencia. En la medida en que se toma conciencia
de ello, uno adquiere un sentimiento de
responsabilidad mayor frente a todas las
criaturas.
La existencia material
de Albert Schweitzer ha terminado. Su cuerpo
reposa confundiéndose con la tierra negra y húmeda
de África. El médico, el concreto soñador que
construyó hospitales en la selva, el exquisito
intérprete de Bach que asombró a las audiencias
europeas ha dejado para siempre su sombra y su
leyenda planeando sobre los techos rojos de
Lambarené,. junto al río lento y oscuro. Un mundo
empobrecido por la pérdida del "gran brujo blanco"
espera que otros hombres prosigan su Evangelio
práctico de caridad y abnegación.
Hugh Moffett
Revista Panorama
10/1965
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