ANASTASIA NIKOLAIEVNA ROMANOVA ¿El
fin de una leyenda?
Hace pocos días el proceso
judicial cumplió medio siglo, pero nada hace
suponer que su fin definitivo esté próximo.
Exactamente el 22 de febrero de 1920, una mujer
cuyos documentos la identificaban como Anna
Anderson, se presentó ante los tribunales de
Berlín diciendo ser Anastasia, hija de Nicolás II,
último zar de Rusia, y reclamando una supuesta
herencia depositada en Londres por ser la única
sobreviviente de la familia imperial, luego de la
matanza ocurrida el 17 de julio de 1918 por orden
del flamante gobierno revolucionario. La Anderson
explicó su decisión al juez berlinés pocos días
después de ser rescatada de uno de los canales de
la ciudad, al que se había arrojado intentando
suicidarse. "No podía soportar más esta doble
identidad que me obligaba a vivir escondida,
torturada por el recuerdo sangriento del asesinato
de toda mi familia", sollozó. Así comenzó una
crónica donde la historia y la leyenda se
confunden, rica en episodios mezquinos, acechada
por múltiples intereses de sospechosa moralidad, y
que la última semana de enero de este año recobró
actualidad cuando el barón Curt von Stackelberg,
abogado de la Anderson, presentó un recurso ante
el Tribunal Supremo de Alemania Occidental,
apelando el fallo dictado por la corte de
Hamburgo, "que plantea exigencias inhumanas a mi
cliente para ser reconocida como hija del último
zar". Anna Anderson, una anciana de 69 años,
recluida en su residencia de Charlottesville,
Virginia, EE.UU., casada hace poco con el ex
profesor de Historia John Manahan, se había
limitado a enviar al tribunal, como única prueba,
una fotografía suya tomada en 1921. El presidente
del Tribunal Supremo, Kurt Pagendorm, abrió una
puerta a la esperanza cuando declaró que si
encontraba que uno solo de los ochenta errores
judiciales señalados por Stackelberg era
demostrable, ordenaría a la corte inferior de
Hamburgo la reapertura de la causa. Pero no lo
encontró, como suponía la princesa Bárbara de
Mecklenburgo, quien dice ser descendiente directa
de Alexandra de Hesse, esposa de Nicolás II, y
niega rotundamente que Anna Anderson de Manahan y
Anastasia sean la misma persona: "Se trata de una
impostora más", aseguró despectivamente al conocer
la novedad judicial. Tiene sus motivos para
creerlo: desde 1920 hasta ahora suman varias
decenas las mujeres que declararon ser "la
verdadera Anastasia", única heredera de una
fortuna que tampoco es muy seguro que exista en
algún lugar del mundo. La leyenda aleteó cerca de
la Argentina cuando Medocia Smetaniuc, una
desconocida residente en Montevideo, Uruguay,
también alegó tener títulos suficientes para
demostrar su vinculación familiar con el último
zar. Pero ésa es otra historia.
NOCHE DE
SANGRE Y FUEGO El 16 de julio de 1918, antes
del mediodía, Yurovsky —jefe de la custodia—
ordenó al ayudante de cocina que se alejara de la
casa donde estaba recluida la familia imperial
rusa. A las 4 de la tarde, como costumbre, el zar
y sus hijas salieron a dar un paseo por el jardín.
Fue el momento elegido por Yurovsky para citar a
sus hombres de confianza y ordenarles que se
apoderaran de todas las armas depositadas en la
guardia. Una vez que tuvo los pesados revólveres y
fusiles frente a él, sobre la mesa de su
habitación, les anunció: "Esta noche mataremos a
toda la familia. Notifiquen a los guardias del
último turno que no se alarmen si escuchan
disparos". Ignorantes de todo, los Romanov se
acostaron a las 10.30, pero poco antes de
medianoche fueron despertados por Yurovsky, quien
les ordenó vestirse y bajar a la sala principal.
Una vez allí les explicó que los checos y el
ejército blanco se aproximaban a Ekaterinburgo;
por esa razón el soviet regional había decidido su
traslado. Luego los condujo hasta un pequeño
cuarto cuyas ventanas estaban guardadas por
pesadas rejas de hierro, donde debían esperar la
llegada de los carruajes. Nicolás se sentó
junto a su mujer, sosteniendo en sus brazos al
pequeño Alexis. Detrás de la zarina quedaron de
pie sus cuatro hijas —Olga, Tatiana, Marie y
Anastasia— y cerca de ellas se acomodaron el
doctor Botkin, el valet Trupp, el cocinero
Kharitonov y la mucama Demidova. Esta sostenía
fuertemente entre sus brazos un almohadón, entre
cuyas plumas había cosido una caja que contenía
las joyas personales de la emperatriz. Amanecía el
17 de julio cuando Yurovsky penetró en la
habitación con sus hombres: "Algunos amigos de
ustedes intentaron rescatarlos. Han fracasado y
ahora tengo orden de matarlos", anunció secamente.
Nicolás sólo alcanzó a preguntar "¿Por qué?" antes
de caer con la cabeza atravesada por un balazo.
Una lluvia de proyectiles cayó sobre el resto de
la familia. Demidova sobrevivió a la primera
ráfaga, pero los hombres de Yurovsky la
persiguieron por el corredor hasta que cayó
mortalmente herida por más de treinta bayonetazos.
En el cuarto sólo quedaba olor a pólvora, sangre y
silencio. Anastasia, que sólo había perdido el
conocimiento, lanzó un quejido. Rápidamente los
hombres de Yurovsky se abalanzaron sobre ella y la
golpearon con la culata de sus fusiles. En poco
más de diez minutos, todo había terminado para la
familia Romanov. Esta versión —y sus macabros
detalles— es apenas una de las tantas difundidas
sobre el histórico episodio. Pasa por ser la más
verídica y fue recogida minuciosamente por el
profesor estadounidense Robert K. Massie en su
libro Nicholas and Alexandra, best seller durante
varios meses de 1969 en los Estados Unidos. Otras
crónicas refieren que los Romanov y su servidumbre
fueron llevados a Ekaterinburgo con la promesa de
ser dejados en libertad. Una vez allí, fueron
atados contra un muro y fusilados sin
contemplaciones.
"EL MUNDO NUNCA LO SABRA"
Las versiones coinciden cuando se refieren a los
episodios siguientes. Los cadáveres fueron
envueltos en sábanas y montados sobre un camión
que los llevó a pocos kilómetros de la casa. Cada
uno de los cuerpos fue cortado con sierras y
hachas antes de ser arrojados a una hoguera
alimentada con gasolina. Los huesos que
sobrevivieron al fuego fueron disueltos en ácido
sulfúrico. La tarea no fue fácil ni rápida.
Durante tres días Yurovsky y sus hombres
estuvieron ocupados con ella, basta que finalmente
las cenizas y unos pocos restos fueron arrojados a
un estanque. Tan seguros estaban de que el
operativo había sido exitoso que Voikov, entonces
miembro del soviet regional —y más tarde
embajador ruso en Polonia—, se jactó: "El mundo
nunca sabrá el verdadero final del imperio ruso".
A partir de aquí la historia y la leyenda vuelven
a bifurcarse. Anna Anderson de Manahan tiene su
versión y así figura asentada en los archivos de
Berlín: "En la confusión de la matanza, los
asesinos no se preocuparon de cortar los cuerpos
de las victimas. Herida de bala en una pierna y
con la mandíbula destrozada de un culatazo, logré
esconderme entre unas piedras y pude arrastrarme
hasta un bosque vecino, donde perdí el
conocimiento. Allí fui encontrada por unos
refugiados polacos, los hermanos Alexei y Serge
Tschaicowski, quienes en una carreta intentaban
huir también del régimen bolchevique. Durante
semanas enteras permanecí entre la inconsciencia y
el delirio, hasta que llegamos a Rumania". La
supuesta Anastasia Nikolaievna Romanova no pudo —o
no quiso— recordar con precisión los meses pasados
en Bucarest. Cree haberse casado con Alexei, uno
de sus salvadores, con quien tuvo un hijo. Poco
después Alexei muere asesinado, "un crimen tramado
por los bolcheviques", según su prematura viuda.
Otra vez se ve obligada a escapar, acompañada por
Serge, el hermano de Alexei. "Cuando llegamos a
Berlín —prosigue la Anderson-Anastasia—,
encontramos una ciudad alucinante, ulcerada por
los dos grandes vicios de la posguerra: la
inflación y los caminos sin alegría de la
prostitución. Desesperada, creí que era mejor
olvidar todo para siempre y me arrojé a las aguas
del Landwehrkanal, desde el puente Bendler". Era
el 17 de febrero de 1920. Un policía logra
rescatarla, y la lleva al hospital Elizabeth,
ubicado en la Lutzowstrasse, donde respondió con
miradas y frases inexpresivas al interrogatorio
sobre su identidad y los motivos que la llevaron a
intentar suicidarse. Cuando mejoró resolvió
presentarse como la única sobreviviente del
imperio ruso. La creyeron loca e inmediatamente
fue recluida en el hospicio de Dalldorf. Los
médicos no estaban seguros de su demencia: esa
mujer podía ser una simuladora pero clínicamente
no había perdido la capacidad de razonar. Esa fue,
al menos, la conclusión que sacaron luego de
someterla a un severo interrogatorio: —Cuando
llegó a Bucarest, ¿por qué no recurrió al auxilio
de la reina María de Rumania, parienta cercana de
Anastasia? —Porque tenía vergüenza de
presentarme ante ella tan joven (19 años) y
embarazada por un plebeyo polaco. —¿Por qué no
reconoció a la baronesa de Buxhoeveden, que había
sido doncella de honor de la zarina Alexandra
(supuestamente su madre), cuando vino a visitarla
al hospital? —Me sentía muy incómoda y no pude
articular palabra. —Tampoco reconoció a la
princesa Irene de Prusia, tía de Anastasia, quien
estuvo de incógnito en Dalldorf para verificar su
identidad. —Me sentí ofendida cuando se
presentó con un nombre falso, y me pareció indigno
dialogar con ella. No tuvieron más remedio que
dejarla en libertad. Anna Anderson, la
controvertida Anastasia, supuesta hija de Nicolás
II, zar de Rusia, se recluye sola en una cabaña
perdida en la Selva Negra, la misma que alguna vez
albergó a los guardabosques del príncipe de
Sajonia-Altenburg, y que éste le cede
generosamente. Durante muchos meses nadie sabe de
ella, hasta que un día aporta una prueba que
conmociona a Alemania y al mundo entero: declara a
unos periodistas que, durante la guerra, su tío
Ernst Ludwig de Hesse fue, enviado por el kaiser,
hasta la residencia veraniega del zar para
concertar la paz por separado. El episodio es
verídico y uno de los protagonistas vive para
atestiguarlo. ¿Quién es entonces esta mujer que
aparece como un fantasma para gritar su dramático
pasado? Centenares de exiliados rusos,
fugitivos de la revolución bolchevique, coinciden
en emprender un largo peregrinaje a la Selva Negra
para ver de cerca a la hija de Nicolás. Rudnieff,
uno de los médicos de cabecera del zar, la mira
fijamente a los ojos durante unos segundos ni bien
ésta accede a recibirlo, y cae de rodillas frente
a ella: "Perdonadme, Alteza, por haber dudado",
murmura, mirando el piso. Tatiana Botkin, la hija
del médico ajusticiado junto con Nicolás en
Ekaterinburgo, reconoce igualmente a la princesa.
Su hermano Gleb, Félix Dassel (ex oficial del zar)
y unos años después hasta María, la hija de
Rasputín —el monje loco que ejercía una especial
influencia sobre la zarina—, identificaron en
esta mujer de mirada alucinada a la hija de
Romanov, antigua compañera de juegos infantiles.
También el duque de Leuchtenburg, pariente de la
familia imperial rusa: invita a Anna Anderson a su
castillo, y la espía cuidadosamente durante varios
días. Una noche, Anna resuelve terminar con las
dudas del duque, y lo despide bruscamente antes de
abandonar el castillo. Era el dato que su
propietario necesitaba: "Sólo la hija de un
emperador podía tratarme con esa altanería". Hay,
sin embargo, quienes disienten: la duquesa Olga
—quien había estado más cerca de su sobrina
Anastasia que cualquier otro miembro de la casa
Romanov—; en 1925 fue a Berlín para conocer a Anna
Anderson, y después de permanecer cuatro días
junto a su lecho de enferma confesó con tristeza
que no era ella. "El hecho de que yo diga la
verdad no sirve para nada —confesó luego—; el
público necesita seguir creyendo en esta leyenda."
La parte de la leyenda que trata sobre su
verdadera identidad no parece preocupar demasiado
a la Anderson; acostumbrada durante medio siglo a
su doble rol, supo sacar provecho de la duda y
cosechó abundantes dólares —después de radicarse
en Virginia, Estados Unidos— concediendo toneladas
de reportajes, vendiendo más de una docena de
veces los derechos a publicar su autobiografía, y
hasta colaborando (con jugosos dividendos, claro)
en la asesoría histórico-técnica de la famosa
película protagonizada por Ingrid Bergman y Yul
Brynner titulada, obviamente, Anastasia. Cincuenta
años de pleitear contra los gobiernos de varios
países y sus enemigos acérrimos, la familia de la
casa de Hesse —parientes de la esposa del zar
Nicolás— le han otorgado cierta flexibilidad en su
presentación ante las distintas cortes judiciales.
Y más de treinta fallos adversos, incluido el
último, no mellaron su tenacidad. El oceánico
pleito por demostrar fehacientemente la existencia
de un heredero directo del último zar no sólo está
impulsado por motivaciones dinásticas, diferencias
de linaje, o por un mayor o menor prestigio
aristocrático. El juicio esconde poderosas razones
económicas, aun- que la mayoría de los
historiadores coinciden en afirmar que al final de
la contienda los ajetreados litigantes se
encontrarán con las manos vacías. Nuevamente es el
libro de Massie quien más argumentos aporta para
demostrar que las riquezas de los Romanov no son
más que vanas ilusiones. Según él, las verdaderas
intenciones de Anna Anderson serían apoderarse de
los millones de rublos presuntamente depositados
por Nicolás II en un banco de Londres, arrebatar a
los príncipes de Meklenburgo los regalos
efectuados por la reina Victoria a la zarina
Alexandra, y recuperar algunas tierras compradas
por los Romanov en Alemania. Pero los hechos no
contribuyen mucho a alentar esperanzas. En
Rusia no quedó ni un solo rublo de la familia
imperial. Aun antes de la revolución de 1917,
todas las propiedades de los Romanov habían sido
confiscadas por el gobierno provisional. Cuando
Nicolás abdicó, su capital en Rusia ascendía a un
millón de rublos y el de la zarina a un millón y
medio más. Sumas parciales fueron utilizadas para
pagar los gastos de la familia imperial en
Tobolsk; el resto fue confiscado por los
bolcheviques. Las joyas de la corona fueron
separadas y vendidas por el gobierno soviético; el
resto integra ahora uno de los sectores más
espectaculares del museo del Kremlin. Las joyas
personales escondidas por la zarina y custodiadas
por su mucama Devidora fueron descubiertas luego
de la masacre de Ekaterinburgo. Otra gran cantidad
de piezas preciosas llegaron con el tiempo a
formar parte de la colección de la reina María de
Inglaterra. Y actualmente la reina Isabel II se
adorna a menudo con el espectacular collar de
brillantes que alguna vez decoró el cuello de la
zarina. Antes de la guerra de 1914-1918 la
familia imperial rusa tenía fuertes depósitos
atesorados en el exterior, y sobre ese detalle se
centran ahora las esperanzas de sus codiciosos
parientes. Los fondos depositados en un banco
berlinés sufrieron el colapso de la posguerra, la
inflación y la pavorosa devaluación del marco. Las
especulaciones en torno a los tesoros archivados
en las arcas del Banco de Londres no tienen
mayores fundamentos. Durante la guerra, Nicolás
gastó toda su fortuna en apoyar el esfuerzo
bélico, y los depósitos en el exterior se
retiraron totalmente para financiar la red de
hospitales y trenes ambulancias organizados por la
emperatriz Alexandra. El fin de la guerra
significó también el drenaje total de las arcas
imperiales. En 1960, sir Edward Peacok creyó
necesario publicar su opinión sobre el asunto.
Tenía autoridad para hacerlo, pues había sido
presidente del Banco de Inglaterra entre 1920 y
1924, y luego entre 1929 y 1946. "Estoy seguro de
que nunca hubo dinero de la familia imperial rusa
depositado en nuestro banco. Pero a pesar de todas
las evidencias en contrario, la atractiva idea de
que existe una fortuna en danza estimula la
imaginación de los presuntos beneficiarios y hasta
la de quienes no lo son. En 1920 se dijo que el
mismísimo zar había sido visto paseando por una
calle de Londres con el cabello totalmente
encanecido, pero caminando con su característico
porte marcial. Otra historia lo sitúa en Roma,
junto con toda su familia, secretamente escondidos
en el Vaticano bajo la protección del Papa. Otras
fuentes más románticas dicen saber que los Romanov
viven a bordo de un barco, y navegan eternamente
en las aguas del mar Blanco, sin tocar tierra nada
más que para reaprovisionarse. Anna Anderson de
Manahan goza, al menos, el privilegio de ser la
Anastasia cuya historia parece más coherente. Pero
hacía falta más que eso para convencer a los
severos jueces alemanes. Quienes volvieron a
menear de izquierda a derecha la cabeza, aunque
más de un grafólogo haya atestiguado que la letra
de la obcecada anciana pertenece a la verdadera
Anastasia, y el prestigioso médico Leverkhün haya
encontrado en sus venas sangre de los Romanov.
Todas las pruebas parecen ser pocas y dudosas, y
los sucesivos procesos parecen montados por un
cruel taumaturgo que goza excitando la natural,
romántica curiosidad de la gente. Para los rígidos
integrantes de la casa de Hesse, el caso está
cerrado desde hace tiempo: "Anna Anderson es
realmente una campesina polaca llamada Franziska
Schankowska, que enloqueció inmediatamente después
de la guerra y, luego de un intento de suicidio,
se hizo pasar por Anastasia. Los cincuenta años
trascurridos no pudieron convencerla de lo
contrario. Allá ella". Revista Siete Días
Ilustrados 02.03.1970
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